Como escritor, finalmente había resultado un hombre de suerte. Al menos era lo que le remarcaban sus amigos desde esa mañana en la que se despertó con el llamado de un comisario anunciándole su muerte. ¿Quién podía pedir una mejor historia para escribir que aquella recién caída del cielo de los cadáveres? A Joao Paulo Cuenca, el escritor, autor, y personaje de Descubrí que estaba muerto, le tocó también descubrir el bajo fondo de la existencia posmoderna, al comprobar que ya no sería siquiera el protagonista de su propia muerte. 

Hasta la fecha de su deceso, Cuenca es un traidor de pura sangre: hijo de padre argentino, ejerce la queja y la insatisfacción permanente hacia todo lo que lo rodea, rechazando –siempre con un pie adentro–  los espejismos de felicidad de esa ciudad maravillosa llena de encantos mil. Su pasaporte y su ácida autocrítica lo acreditan como joven escritor carioca con cierto éxito editorial internacional: cuenta en su haber con varias traducciones de novelas y demasiadas invitaciones a mesas, conferencias, presentaciones y disertaciones alrededor del tema de la literatura. Va a fiestas de amigos intelectuales, artistas, periodistas y todo el zoo de los “istas” progres que en una ciudad como Río de Janeiro, Buenos Aires o Madrid se acaloran discutiendo sobre la malversación de fondos de los gobiernos populistas, mientras comen sashimis cocidos en la vagina de una mujer, y suben el volumen del tocadiscos para no escuchar el fuego cruzado entre los camiones blindados del BOPE y los punteros narcos del morro de Santa Teresa recientemente “pacificado” por las Unidades de la Policía Militar. En medio de esa liturgia de la farsa, Cuenca se dedica a ir tras los pasos del cadáver al que alguien le adjudicó su nombre. La idea, de alguna manera, es recuperar su propia muerte y vérselas de frente con el vacío de esas otras que también conforman su vida: la muerte de los vínculos reales, de las acciones desinteresadas, la muerte de los rituales cotidianos, la muerte de la propia literatura. Y en ese recorrido de policial desequilibrado, donde hay un muerto fáctico, uno tácito y todo un mundo que se desmorona desde adentro hacia afuera, se recorre un Rio de Janeiro pre-olímpico como una ciudad en continua demolición y entierro de sus fundaciones, y sobre cuyas ruinas se levantan edificios espejados como promesa de un nuevo boom inmobiliario.

El Cuenca de la novela personifica al escritor romántico de estos tiempos: aquel que no escribe pero que sin embargo vive y padece de serlo cuando, infectado por el descreimiento del poder de la palabra, se da cuenta que ya no puede escribir. Entonces se gana la vida hablando de sus libros más que escribiéndolos. La performance multimedia que se come a la escritura: “Ser un escritor me ocupaba tanto tiempo que ya no podía escribir nada más: el texto había sido sustituído por el personaje en el escenario de algunos festivales.” En esos estrados Cuenca habla sobre la importancia de los lectores que prefieren la ficción a la autoayuda, las preguntas a las respuestas. Pero el orador debe frenarse para no decir lo que realmente piensa en medio de su exposición: “Y en fin, quiero decir que la literatura muere un poco cada vez que alguien levanta la voz para defenderla en alguno de estos escenarios construidos para que todavía crean en su existencia. Dejarla morir me parecería una buena idea para salvarla de sí misma.” El narrador descreído construye esa suerte de homilías poniendo al lector, con toda su empatía, a aplaudir de pie y es en ese mismo momento que Cuenca comienza a reírse con asco de sí mismo y de sus piedras en los bolsillos. Porque la recepción de esta última arenga acaba de confirmarle lo mismo que Un perro Andaluz a Buñuel: todo discurso es mercancía. 

Sin embargo Cuenca no deja de intentarlo. Hasta la última página Descubrí que estaba muerto se puede leer como un acto de provocación hacia el lector de literatura. No desde un lugar romántico maldito, sino desde un descreimiento que busca aniquilar la idea del arte que salva, del arte que cura. El protagonista, mientras transita su posmuerte, lo que se plantea en todo caso es la pregunta de cuál sería el lugar de la literatura en plena era de la posverdad. En estas metrópolis, donde se construye sobre los cuerpos obligados a desplazarse –cuando no a despedazarse– se erigen los edificios modernos y la construcción insaciable de perfiles virtuales de todo. Lo que se ha extinguido entonces, junto con los cuerpos excluidos del sistema, es la necesidad de búsqueda de algún tipo de verdad cuyo contenido sea mas importante que los sentimientos que genera enarbolar su causa. El gesto antagónico de Cuenca es la búsqueda de su identidad muerta, de ese otro que ha logrado ser por causa de azares o destinos, pero que de alguna manera lo está salvando de su propia vida. 

Así como en Descubrí que estaba muerto el narrador va tras la pista de la viuda del cadaver, en su anterior novela, Cuerpo presente, Cuenca persigue obsesivamente a Carmen, una mujer que va metamorfoseándose a medida que el relato avanza: puede ser niña, puta, madre, mendiga o travesti. La transformación ahora se da en el cuerpo del propio autor, y la experiencia se cuenta no solo en el terreno de la ficción narrativa sino también en el cine. La muerte de J.P Cuenca es el primer largometraje del autor, una mezcla de ficción autobiográfica y documental ficcional que se exhibió en el BAFICI del año pasado y cuyos primeros planos abren con el trabajo de demolición de las excavadoras. Hay una imagen del cine que, por su sentido contrario, aglutina y convoca la lectura de Descubrí que estaba muerto y es sin duda la ultima escena de El club de la pelea de David Fincher. Cuerpos y ciudades como lugares de existencia en una convivencia imposible. Uno contra el otro. Y el final –al igual que el manuscrito de Cuenca– todavía no ha llegado.

Descubrí que estaba muerto J. P. Cuenca Tusquets 207 páginas