El debut de Eduardo Longoni como fotógrafo profesional fue extraordinario. En 1979, después de haber estado como conscripto al pie del cerro Lanín, listo en la frontera para entrar en guerra contra Chile (otra de las chifladuras demenciales del Proceso), había vuelto ya a su Buenos Aires natal. Por entonces estudiaba Historia en la UBA y empezaba a saturarse con su vida en la casa familiar, de modo que se puso a buscar su primer trabajo. Fotógrafo, pensó: unos años antes había hecho un cursito y tenía a disposición una Olympus OM-1. Arrancó por el sitio que le quedaba más cerca y en la tarde del 6 de noviembre se apareció en la agencia Noticias Argentinas; tuvo suerte, porque el editor que lo recibió, Miguel Ángel Cuarterolo, le propuso que volviera a la mañana siguiente para salir a hacer prácticas con algún reportero. 

  Pero a la mañana siguiente los fotógrafos fueron arrancando, hacia su nota cada uno, y el novato se quedó solo en la agencia. Leía unos apuntes cuando entró un tipo desesperado, pidiendo un reportero urgente: vio a Longoni con su cámara, se lo cargó en un taxi y por el camino le contó que en Cabildo y Zabala acababan de ametrallar y de tirarle unas granadas al Torino en el que viajaba Roberto Alemann, el vice del ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz. Cuando llegaron se toparon con un cordón del Ejército, y como el auto estaba allá lejos empezó a carcomerlo la idea de que con las fotos que hiciera desde ahí su debut sería también despedida. De repente vio que el mismísimo Joe llegaba al lugar, custodiado por una tropa variopinta, y entonces se le ocurrió filtrarse por ese revuelo. Cuando lo paró un oficial, mandó: “Soy fotógrafo del Primer Cuerpo de Ejército”. 

  -Ni siquiera me habían dado la baja de la colimba, tenía una licencia -cuenta Longoni en su departamento de Coghlan-. Andaba con el pelo cortito, no tenía ni documentos.

Bastante inconsciente, ¿no? En plena “contraofensiva” de Montoneros. ¿Cómo se te ocurrió?

  –No sé, supongo que tendría que ver con que yo venía de una situación de pre-guerra, y andaba como medio enloquecido. Cuando volvimos del sur nos dieron 48 horas de franco y cada uno se llevó a su casa la pistola, la misma que poníamos debajo de lo que usáramos como almohada. Mi vieja me despertó para desayunar y la pistola se cayó al piso: casi se infarta. Yo venía medio raro de eso, supongo que me costó acostumbrarme, volver a la vida. A mí se me hiela la sangre de pensarlo hoy, porque si los tipos me hubieran agarrado... Me estaba acercando a Martínez de Hoz, me estaba metiendo en la boca del león. Una estupidez total. Pero bueno, es la parte medio inconsciente de los fotógrafos. 

  Cuando llegó de vuelta a la agencia el mismo Cuarterolo reveló el rollo. Al día siguiente, mientras caminaba por Florida, vio en los kioscos que el Torino blanco, destrozado, estaba en la tapa de varios diarios. Eran sus fotos. 

  Esa misma mañana Eduardo Longoni, 20 años, conseguía su primer trabajo.

  -Creo que aterricé de suerte en la fotografía -dice-. Pero también pienso que había como algo de destino ahí, porque después no me despegué nunca más de esto. No gané un peso en mi vida que no sea haciendo fotos, o en cosas vinculadas a la fotografía, enseñando o lo que fuera. Nunca laburé de otra cosa. Por suerte.

Entre Capa y Koudelka

  La historia de esas fotos es la que abre Imágenes apuntadas - Los relatos de un fotógrafo, undécimo libro de Longoni. El volumen -precioso- reúne 39 fotografías y 27 textos de su autoría que cifran de algún modo su camino y experiencia por el oficio y sus hitos, imágenes icónicas como la del milicaje -cuánto bigote, cuánta gorra- reunido ante el edificio Libertador el día del Ejército en 1981, o la de los ex dictadores entrando por primera vez a la sala del Tribunal en que serían juzgados en 1985, o la rendición de quienes habían copado en 1989 el cuartel de La Tablada y luego desaparecieron, o las barricadas y la represión del 20 de diciembre de 2001, cuando cayó el gobierno de Fernando De la Rúa. El recorrido incluye asonadas militares en plena democracia, huelgas y manifestaciones reprimidas, pero también retratos de Mario Benedetti, Charly García y Mercedes Sosa, o la toma perfecta del salto de  Maradona ante Shilton en el partido contra los ingleses en México ‘86, el momento justo en que la mano del 10 está a una centésima de convertirse en la mano de Dios. 

  Después de unos años en NA, y tras una temporada con una pequeña agencia que montó con dos socios, en 1990 desembocó en Clarín, en donde trabajó hasta el 10 de diciembre de 2015. “Cuando llegué el diario estaba en pleno cambio, echaron a (Marcos) Cytrynblum y a toda la gente que trabajaba con él -cuenta Longoni-. Al asumir, (Roberto) Guareschi puso a un tipo suyo en cada área. Y había un montón de gente grande, a la que yo conocía por el trabajo en la calle, colegas, a los que ninguneaban. Y me acuerdo que cuando vi eso le dije a Cuarterolo, que fue quien me llevó a Clarín: ‘Tomemos nota, porque en algún momento nos va a pasar a nosotros’. Y así fue, tal cual. A fines de 2013, cuando ya estaba en una segunda temporada como editor en Viva, me sacaron de la revista, en otra de esas internas que ya no soportaba más”. 

“Siempre me gustó escribir, pero no me decidía -dice-. Y en una charla que fui a dar en Bahía Blanca sobre otro libro mío, Violencias, mientras iba mostrando fotos y hablando sobre ellas, pensé: ‘A esto lo estoy contando pero no lo estoy escribiendo, y un día… a las palabras se las va a llevar el viento. Las fotos van a quedar, pero lo que hay detrás se va a perder’. Así que me puse. Con un costo, porque quería encontrar un tono que no fuese pretensioso: quería sonar como un fotógrafo que se pone a contar su historia, la transcripción de eso. No quise escribir tratando de imitar lo que no podría hacer”.

Y está expectante, Longoni, con las repercusiones o llegadas en cuanto a lo que escribió. Si en sus libros anteriores eso tallaba en torno a las imágenes, en este la ansiedad/preocupación se trasladó hacia los textos. Cuenta que cuando salió de la colimba intentó una novela y que la tiró, y que mientras cursaba en el Nacional Buenos Aires leyó muchísima literatura. “Para mí es un desafío -dice-. Tengo una biblioteca de fotografía bastante respetable, que uso para dar clases o talleres. Y lo que encontré es que hay mucha gente que escribió sobre grandes o mediocres fotógrafos, o sobre fotos específicas, pero hay poco escrito en primera persona por fotógrafos. Robert Capa escribió Ligeramente desenfocado, un libro sobre su historia en la Segunda Guerra Mundial, que es genial. Pero no se centra en sus fotos en particular, escribe su experiencia: era un mujeriego, jugador empedernido, un tipo que bebía. Y tuvo la suerte de que se lo corrigió Hemingway, que era su amigo. Cuenta el Día D, qué le pasó, su cobardía y su valentía. Y ese me pareció un lugar bastante inexplorado, que tenía cierta originalidad contar si hice una foto llorando, o en qué momento tuve miedo, o si se perdieron unos rollos”.

Por ahí más antes que ahora, pero suele aparecer esa especie de dicotomía entre la fotografía y la palabra, este asunto de fotógrafos que planteaban “no, la que habla es la foto, yo no tengo nada que decir”. Y muchas veces hay detrás historias potentes o significativas, que resultan más complementarias que “competidoras”. 

  -Bueno, como en todas las cosas, hay media biblioteca para cada lado. Koudelka, que es para mí uno de los fotógrafos más geniales de la historia, va más allá de no escribir: ni siquiera habla para un video. Su fotografía nos queda grande a todos, y de alguna manera también fue un inspirador con su trabajo de documentación sobre la Primavera de Praga, con los tanques rusos aplastando todo, porque nosotros documentábamos acá la ocupación de nuestro propio ejército. Pero yo creo que las fotos no se sostienen si no tienen un epígrafe. Si yo le muestro una de una Madre de Plaza de Mayo a un campesino chino me va a decir que es una señora mayor con un pañuelo; pero acá, ante la misma imagen, jamás diríamos que es una señora con pañuelo, aunque la foto dice eso, literalmente. Es una de las primeras cosas que digo en mis talleres, porque es como sacarse una mochila: la fotografía no puede contar todo. A mí no me parece que la foto y contar la historia sean una entrada duplicada. Porque las historias son también lo que te pasaba a vos, tus sensaciones. 

La historia de los militares entrando a la sala de la Cámara Federal, por ejemplo, es muy potente, porque en principio no querían dejar que se sacaran fotos: hay que pensar que nosotros, en una audiencia que pedimos especialmente, convencimos a León Arslanián para entrar, porque si no de eso no hubiera habido fotografías. 

Cómo vino la mano (De Dios)

Cuenta Longoni que se crió en un conventillo de clase media con sus padres, sus tíos, una prima, la abuela y una señora a la que subalquilaban una habitación. “Porque no alcanzaba la guita para el alquiler, con lo cual yo nunca tuve habitación propia, iba flotando de un lugar a otro de la casa -dice-. Pleno Centro, zona de bancos: vivía muy poquita gente. Y era una zona pesada, porque estaban los piringundines de 25 de Mayo, toda la prostitución del puerto. Yo iba a jugar al fútbol en lo que hoy es Puerto Madero, que estaba tapiado: rompíamos los alambres y nos mandábamos. Éramos pibes de la calle, amigos de los cafishos, de las putas. Mis viejos laburaron toda la vida en Harrods, de hecho se conocieron ahí: yo soy un producto de Harrods. La que me crió fue mi abuela, un personaje central en mi vida. Era una andaluza de Jaén que había venido a la Argentina a los 17 años, que se había dedicado a sus hijos, con una característica: en los años ‘50 echó a su marido, se divorció”. A ella le dedica este libro, Longoni, que sigue contando: “En los ‘70, cuando iba al Nacional Buenos Aires, empecé una época súper politizada: militaba en la Fede, iba a manifestaciones. Y cuando volvía a mí casa, compenetrado con la izquierda nacional y popular, compartía tiempo con ella, que por esa época se había agarrado un ataque místico: escuchaba música clásica y leía La Biblia en continuado. Yo nunca la leí La Biblia, pero ella me la leyó. Me parece que desde ahí vienen mis obsesiones, que de la militancia surge la fotografía social y humanista, lo que pasa con el país, la política y la gente, y que de mi abuela viene la fotografía vinculada con la fe. En esa época yo no era creyente, y sigo sin serlo, pero me acerqué a este tema, creo, por ella. Y son los dos temas que me rondan la cabeza todo el tiempo: sigo laburando sobre la calle y la fe”. 

“Mano de Dios” incluida, la fe es uno de los hilos que componen Imágenes apuntadas: está Videla en la capilla Stella Maris, rezando de rodillas, los ojos cerrados, y de fondo un cura en el instante preciso en que inserta una hostia en la boca de un chico; están las cruces blancas y brumosas del cementerio de Puerto Darwin y está Bergoglio con sotana negra antes de ser Papa, mientras revisa unos papeles en la Curia; están unos creyentes en el Gauchito Gil; y unos monjes cartujos, rama contemplativa del catolicismo, retratados en el monasterio de San José, en Dean Funes. La fe y la calle: en sus últimas vacaciones, Longoni se fue a un convento de benedictinos a hacer una serie; en la última huelga general, su intuición lo llevó temprano al corte de Panamericana y 197, donde la gendarmería reprimió a los manifestantes con vehemencia, con convicción, ¿también con fe? “Estoy laburando en un proyecto que es la calle, la calle en este momento de efervescencia del país -dice-. En los últimos años estaba copada por el tema de los piquetes, pero más allá de los que puteaban por el tránsito, no se dirimían cosas de fondo. Luego de la movilización del primero de abril a favor del gobierno, me da la sensación de que vuelven a dirimirse cosas en la calle, y me encontré con una especie de déjàvu de lo que vi en los ‘70. En la calle ahora están los maestros, los partidos de izquierda, los piqueteros, las mujeres…”.

  Así que hacia los ‘70 podemos volver, que están las raíces de sus inquietudes y su oficio. “En el Buenos Aires hacíamos una revista clandestina que se llamaba La voz de la popu-dice Longoni, y al toque sitúa un poco la cosa-. Hay que acordarse de que el golpe en la Universidad (de la que depende el Colegio) ocurrió antes, cuando Isabelita puso a Oscar Ivanissevich en el Ministerio de Educación y a (Alberto) Ottalagano como interventor de la UBA. Como para situarnos: en alguna publicación, Ottalagano salía haciendo el saludo nazi. De hecho, cuando sacaron un poco antes a (Ernesto) Villanueva, que era el rector anterior, tomamos el colegio y nos terminó sacando una patota de la Triple A. Nuestra revista no era especialmente política; era clandestina en el sentido de que todo era así en ese momento. No era la revista de la Fede, que tenía como su imprenta. Estábamos contra la Triple A y la dictadura, pero no desde una posición política”. Cuenta Longoni que hacían 30 o 40 ejemplares fotoduplicados, que circulaban de mano en mano. “Le dábamos un ejemplar a alguien, ese alguien lo devolvía al día siguiente, y al día siguiente se lo pasábamos a otro -dice-. En un momento se nos ocurrió ponerle fotos, pero con la fotoduplicación las fotos salían como manchas negras, no se distinguía nada. ‘Bueno, ¿qué hacemos?’ Después de rompernos la cabeza decidimos comprar una cámara, que alguien hiciera un curso en el Fotoclub Buenos Aires y que se ocupara de copiar las fotos y pegarlas. Y me tocó a mí. En ese momento la fotografía no era algo que me apasionara, lo que me apasionaba eran el periodismo y la historia. El Fotoclub era uno de los pocos lugares donde podías aprender algo: poner la película, medir la luz. Todo analógico, por supuesto. Y como en mi casa, detrás de la cocina, había uno de esos cuartitos en los que se tiran las cosas viejas, lo acomodamos un poco con mis amigos y compramos una ampliadora, cubetas, lo necesario. Las fotos eran más bien ingenuas, eh. Hacíamos 30 o 40 copias y las pegábamos en cada ejemplar con plasticola. Ese fue mi inicio en la fotografía. Esa Olympus, con la que luego fui a buscar el primer laburo, había quedado en mi casa”. 

  En el medio el servicio militar, ese estado de pre-guerra. “En Villa Martelli, donde se rebeló Seineldín y ahora está Tecnópolis, el primer día un coronel nos dijo: ‘Miren a los que tienen a sus costados, porque muchos de ustedes van a volver desde el sur en bolsas de nylon”. Explica Longoni que al conflicto con Chile los militares lo tenían planificado, aunque no explotaría; Malvinas, en cambio, fue una improvisación y salida hacia adelante que terminó en catástrofe. Traumática, espantosa: así fue para él la colimba. Todavía no había terminado la dictadura cuando tomó la foto de tapa de Imágenes apuntadas: lo que expresan las caras de esas decenas de militares es un retrato de época. “Vista al frente”, se llama esa foto, y Longoni cuenta un episodio al que asistió hace unos días. “Fui a dar una charla en la ex Esma, con otros fotógrafos, sobre fotografiar en la dictadura -arranca-. Proyecté algunas le dimos la palabra un poco al público, y surgió un tipo y dijo:

  -Siempre me conmovió mucho la foto de los militares, porque para mí tiene una historia. Yo estuve en Malvinas, y el milico que está ahí… (señalaba el hombre la imagen)

  -Vení -le dije-, señalalo. 

  -Este -dijo el hombre-. Este es el cabo Luna. El cabo Luna. El cabo Luna era un hijo de puta, estaba en mi compañía y todo el tiempo nos jodía y nos bailaba. Y en la guerra fue un cobarde. Cuando se rindió el Ejército Argentino se afeitó los bigotes, para ver si podía entrar en el Camberra, que era el barco en el que los ingleses devolvieron a los soldados. Pero no a los oficiales y suboficiales. El hijo de puta del cabo Luna se quiso hacer pasar por soldado, pero los ingleses lo descubrieron y no lo dejaron subir. 

Es una historia genial sobre esa foto -completa Longoni-. Esos militares para mí eran todos anónimos, pero ahora hay uno que no: ahí está el cabo Luna, contado por un colimba que estuvo en la guerra con él”. 

La ruta de la curiosidad

Longoni cuenta en su libro de cómo esperó un gesto o una luz, de los caminos sencillos o complejos para conseguir una imagen, de cómo juega a veces el azar, de cómo pueden resignificarse las fotografías. Las que tomó durante el copamiento de La Tablada, por caso: en las afueras del cuartel estuvo cuerpo a tierra en una azotea, junto a un francotirador que disparaba a los guerrilleros del MTP, que a su vez respondían con sus ráfagas desde adentro. Después de varias horas sobrevino un silencio y Longoni pudo fotografiar a dos de los ocupantes rindiéndose ante el Ejército. “Durante mucho tiempo esa fue la foto de dos bandos en pugna, y de la rendición -dice-. Pasó un tiempo y la madre de uno de ellos me contactó, porque después de la detención, nunca más aparecieron. Y la foto, junto a otras que guardaba de esa serie, fueron pruebas judiciales de que habían sido detenidos y que estaban desarmados. El caso llegó hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Yo creo que esta es la foto más importante que saqué”. 

  “Apenas llegué a la puerta del regimiento quedé tirado en la calle, en medio de un tiroteo infernal -escribió sobre aquella jornada-. Fueron casi quince minutos de terror con la cara contra el pavimento de la avenida Crovara, frente al cuartel, cámara en mano, totalmente inútil, cubierto por el cordón de la vereda y la parte de atrás de un viejo auto que me asustaba todavía más: miraba fijo el tanque de nafta, para mí, a punto de estallar”. Cierra Longoni: “Esa parte inconsciente de los fotógrafos: si hay quilombo y la gente huye despavorida, nosotros vamos en la dirección contraria. Es algo que está como en tu adn, que tiene que ver con la curiosidad. No podés ser fotógrafo documentalista si no sos curioso. Pero esto te puede llevar al error. Porque no hay pocos fotógrafos muertos en guerras o situaciones de conflicto. Que no hubiera muerto algún fotógrafo en La Tablada, por ejemplo, fue un milagro”.