Desde el pequeño escritorio del departamento que alquilaba en pleno centro de esta ciudad de Resistencia, entre enojado y lloroso, me refugiaba en la literatura para soportar el desastre: mi país se diluía; la vida colectiva era como arena entre las manos de un monstruo perverso.

La visión de mundo que los hispanomericanos veníamos teniendo en las últimas décadas, y casi diría en todo el Siglo XX, estuvo gobernada en gran medida por el intercambio de personas y de ideas, de obras y conflictos. Esos sentimientos, proyectos e historias, comunes o compartibles, determinaron nuestra manera de ver las cosas y también fueron fundamentales para la cultura latinoamericana y no sólo en la literatura; también en el cine, el teatro, las artes plásticas, la música y la danza, en todos los campos esa común visión de mundo constituyó nuestra cultura continental: plural, diversa y magnífica. Ésa que de pronto estaba en emergencia grave porque agonizaba. Y no era metáfora ni exageración: la cultura en la Argentina estaba siendo rematada como nunca antes, y aunque resistían con denuedo, nuestro teatro, nuestro cine, nuestras editoriales, nuestra cultura estaban desapareciendo.

La ferocidad del modelo neoliberal había chupado la sangre de por lo menos dos generaciones y corrompido a este país hasta el tuétano. Y así destruía la otrora culta clase media y sumía en el analfabetismo funcional a grandes masas proletarias, y colocaba a esta sociedad hasta hacía poco orgullosa y engreída en un peligrosísimo estado de caos y anarquía. Era el resultado de 18 años de democracia blandita y genuflexa en la que se permitió que las semillas venenosas sembradas por Videla y Massera germinaran en los frutos menemistas llamados impunidad, doble discurso, inequidad e indolencia.

Era imposible, y absurdo, desmentir aquel escepticimo cuando todo en derredor ratificaba y validaba el desastre. Tras una década de carnaval menemista y cuatro años de recesión, los últimos dos meses del año 2001 fueron un terremoto para los 36 millones que éramos y nos debatíamos, día a día, entre la furia, la desesperación y la necesidad de sobrevivir.

El mejor camino, para muchos, era la nueva diáspora. A las puertas de los consulados había colas interminables de gentes que querían irse, corridas por la nueva pobreza, la rabia y la angustia. En todas esas colas había cineastas, actores y actrices, periodistas, académicos, músicos y gente de letras. La sangría aumentaba por el cierre de industrias y los pocos empleos, y por la rabia de que los ahorros fueran robados impunemente por el “bancoterrorismo” y la desprotección de un Estado que era un ausente, apenas un instrumento de vulgares sirvientes de bancos y empresas privatizadas. Prácticamente todo el sistema cultural nacional (concentrado en altísimo porcentaje en la Ciudad de Buenos Aires) estaba paralizado. Y la defensa de la cultura estaba en manos de los pocos que entonces tenían internet en sus casas y organizaban heroicas, conmovedoras cadenas de denuncia y solidaridad.

Cada mañana, ante mi ordenador, escuchaba los bombos de los manifestantes y las sirenas policiales en la plaza principal, a dos cuadras. Ver la tele y sumirse en la desgarradora realidad era todo uno. Escribir, crear, pensar, se tornaban quimeras porque había que estar demasiado chiflado, o ser un cretino insensible, para sumergirse en las indagaciones de la creación. Como le pasaba a muchos: Miguel Pereira, el cineasta de “La deuda interna” me contaba desde Jujuy que ya no podía filmar y se iba a Barcelona. Julio Rudman desesperaba en Mendoza. La enorme Graciela Cabal nos sostenía con su mágica fuerza. Héctor Timerman nos urgía a que intentásemos respuestas dignas en lugar de responder a la avalancha de necedades de la rebatiña menemista, y así creamos un foro de resistencia que se llamó y sigue siendo “El Manifiesto Argentino” y que integrábamos con Angélica Gorodischer desde Rosario, Graciela Bialet desde Córdoba y una veintena de intelectuales de todo el país y algunos ya radicados en el extranjero.

Jamás he visto ni vivido algo igual. Ni durante la dictadura, cuando por lo menos teníamos la convicción de que la lucha era noble, el futuro estaba en nuestras manos y teníamos, además, la ilusión de la victoria sobre las Juntas asesinas.

En ese ahora, sólo sentía deseos de llorar. Y entonces me enfurecía conmigo y salía a resistir participando de marchas y protestas, para después, cada noche, inexorablemente, sentir que se derrumban los ladrillitos de mi esperanza. No quería irme otra vez del país aunque ya era tan difícil vivir aquí. Y además, me decía cada noche, muchos algunos debemos quedarnos a sostener las vigas de los techos. Y de lo que más íntimamente estaba convencido era de que no quería escribir el texto que redactaba. Por eso en medio de la catástrofe me abstenía de escribir una sola línea depresiva, nada que convocara al desánimo. Y para este diario escribía como prueba de resistencia cultural, que es siempre un deber cívico y artístico. La resistencia cultural es el único texto noble y decente —escritura de vida y escritura debida— que se podía escribir en aquella Argentina.

Tres meses después, en Marzo de 2002, publiqué "Diatriba por la Patria. Apuntes sobre la disolución de la Argentina". En 300 páginas, ese libro trazaba un recorrido por las últimas decadas de nuestra historia, desde la dictadura hasta el menemismo y la Alianza, los dias caoticos de De la Rua, los cacerolazos, las nuevas formas de violencia, el corralito, el autoexilio y la destrucción de la esperanza. Lejos de los siglos de oro, rodeado de sombras y tantas veces en la incertidumbre, yo me aferraba a que éramos mayoría quienes no nos entregábamos. Abollados y maltrechos, sí, pero tenaces y todavía de pie. Y terminaba, con quizás penosa y chiquita soberbia, que lo afirmaba y firmaba desde mi ciudad de nombre emblemático.