Primera foto: el saldo final del turismo interno veraniego fue muy malo. La temporada 2017 culminó con el peor registro en veinte años. Por el contrario, los argentinos que descansaron en playas uruguayas y brasileras anotaron un nuevo record.

Segunda foto: miles de automóviles forman kilómetros de cola en la frontera cordillerana para ir de compras a tierras chilenas.

Tercera foto: La Cámara Argentina de la Mediana Empresa (CAME) informa una caída de la venta comercial minorista del 4,4 por ciento en marzo. El retroceso es mucho mayor en las localidades limítrofes de Chile, Paraguay, Bolivia, Brasil y Uruguay.

Cuarta foto: un spot del Ministerio de la Producción festeja la rebaja de los aranceles para la importación de productos informáticos. 

El comentario que aúna a esas fotos es que la Argentina es un país “caro”.  Dejando de lado el caso especial del turismo, la apertura importadora es reivindicada por algunos funcionarios como una vía virtuosa para disciplinar los precios internos. El argumento sería que comprar bienes importados a precios más baratos mejoraría la calidad de vida de la población. 

Esa falacia fue contestada por el dirigente Manuel Ugarte en 1928. El entonces dirigente del Partido Socialista Argentino sostuvo que “abaratar las cosas en detrimento de la producción nacional es ir contra buena parte de aquellos a los cuales se trata favorecer, puesto que se les quita el medio de ganar el pan en la fábrica. Disminuir el precio de los artículos y aumentar el número de los desocupados resulta un contrasentido. Interroguemos a los millares de hombres que ambulan por las calles buscando un empleo a causa de las malas direcciones de las políticas económicas; preguntémosle que es lo que elegirían: vivir más barato o tener con qué vivir. ¿De qué sirve al obrero que baje el precio de los artículos si no obtiene con qué comprarlos? El temor de la vida cara es uno de los prejuicios económicos más atrasados y lamentables. La vida es siempre tanto más cara cuanto más próspero y triunfante es un país. Todo se abarata, en cambio, en las naciones estancadas y decadentes. La vida es barata en China, y cara en los Estados Unidos. Pero como los salarios van en proporción con la suma de bienestar de que esos grupos disfrutan, la única diferencia es que unos pueblos viven en mayúscula y otros mueren en minúscula”.

En la actualidad, el Gobierno nacional sostiene que los costos argentinos son muy elevados. El metamensaje es que hay que reducir los niveles salariales de alguna manera (flexibilización laboral, devaluación). 

Lo cierto es que la contracción salarial lo único que asegura es el deterioro de las condiciones de vida de las mayorías populares. Los últimos dos episodios devaluatorios (2014 y 2016) de nada sirvieron para mejorar la competitividad local. 

Eso no quiere decir que la paridad cambiaria deba ser inamovible, sino que el tipo de cambio es nada más (ni nada menos) que instrumento de una política económica. Para simplificar, el impacto del tipo de cambio apreciado no es igual con una política proteccionista o librecambista.

Por otro lado, la perfomance exportadora de las naciones centrales desmiente la supuesta dicotomía entre competitividad y salarios. El ex viceministro de Economía, Emmanuel Alvarez Agis, sostiene en “La competitividad tiene dos caras” que “esta situación es sencillamente el reflejo de que en el mundo actual otros factores, como la tecnología y la escala, resultan mucho más decisivos para comprender los patrones del comercio internacional (y, con ello, del grado de desarrollo de cada aparato industrial) que los salarios”.

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@diegorubinzal