El 7 de enero de 2015 a las 11 horas 33 minutos 47 segundos, dos hombres vestidos de negro con pasamontañas entraron a la redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdo ubicada en el distrito XI, cerca de la Plaza de la Bastilla. Lo que vieron los terroristas antes de abrir fuego: un grupo de periodistas y dibujantes reunidos alrededor de una gran mesa cuadrada. Quizás también hayan visto algunos dibujos colgados en la pared, entre ellos la última portada de la revista: una caricatura del escritor Michel Houellebecq, en polémica reciente por sus dichos islamófobos, quien ese mismo día editaba su novela Sumisión, una historia distópica sobre la ascensión al poder de un partido francomusulmán. Posiblemente los encapuchados también vieran a un policía empuñando su arma. Era el guardia encargado de velar por la seguridad de Charb, director del semanario, previamente amenazado de muerte. Charlie Hebdo, refundada en 1992 por los dibujantes Cabu, Gebé y Wolinski (todos asesinados ese día) había sobrevivido casi medio siglo a las diversas crisis de la prensa escrita, a varios juicios por difamación, y a otros ataques violentos luego de una publicación de 2011 de una caricatura de Mahoma.

Esa mañana helada, antes de abrir fuego, los terroristas preguntaron por Charb: era su objetivo principal. Le dispararon primero a él y luego al resto en una secuencia ametralladora que asesinó a 12 personas entre colaboradores, fundadores y columnistas, un policía y un conserje. De los presentes sobrevivieron sólo cuatro, entre ellos el dibujante Laurent Sourisseau, conocido como “Riss”, uno de los periodistas que acompañó desde sus inicios a la segunda época de la revista y quien se convirtió en su director después de la tragedia. Bastó un minuto cuarentena y nueve segundos de balas volando para torcer el destino de un grupo de personas, de una publicación emblemática y de un país entero. Ese lapso, eterno, fue el que eligió Riss para titular su libro sobre la masacre, recientemente publicado en Argentina y del que habló con Radar durante casi una hora de entrevista vía un zoom sin cámara.

Estamos cerca del séptimo aniversario del atentado que ese 11 de enero volcó a las calles a más de tres millones de personas, entre ellos 40 líderes mundiales, bajo el lema “Je suis Charlie”. En las redes sociales, otros millones se ponían un filtro con la bandera francesa y también eran Charlie. La mayoría nunca había oído hablar de la publicación, ni consumía periodismo satírico, ni tenía mucha idea sobre los conflictos de Francia con el Islam, pero la masacre a un grupo de dibujantes en la capital del país de la libertad de expresión tocó las fibras democráticas de gran parte del planeta. Los días siguientes, la revista, que hasta hacía poco sobrevivía con suscripciones magras, se volvió millonaria en donaciones y suscriptores, y a la vez implosionaba. Todos apoyaban a Charlie. Bueno, no todos. Integrantes de la derecha que detestaba al semanario pero también algunos adeptos de una progresía que veía en la publicación una provocación innecesaria y una afrenta al multiculturalismo salieron a contestar con un “Je ne suis pas Charlie” (No soy Charlie) como forma de plantar bandera frente a tanto acuerdo.

Mientras la sociedad discutía si era o no era Charlie, Riss despertaba lentamente en un hospital con el hombro perforado por una bala, intentando entender cómo su vida había desaparecido y sin embargo seguía vivo. ¿Seguía vivo? Imposible dar cuenta de ese estado de limbo. Imposible narrar la masacre. Imposible contar los meses posteriores, el lío que queda en la cabeza, la angustia fija, inclaudicable. Sin embargo Riss decidió escribir sobre lo indecible, algo sobre lo que advierte desde el inicio del libro: “Necesitaba decirle a los lectores que a pesar de estar leyendo esto no van entender lo que representa para alguien que sí lo vivió. Eso no se puede transmitir. Pero hay otras cosas que sí: algunos hechos. Cuando empecé a escuchar lo que se decía en los medios de comunicación pensaba: ¿Por qué no cuentan esto? ¿Por qué no dicen aquello? Y después está lo que pasó en la interna de la revista. Porque lo que nos pasó fue casi un doble atentado: uno contra nuestra integridad vital, contra nuestra identidad - porque este atentado no fue ciego, fue contra nosotros- y otro adentro de la redacción en un momento muy caótico”, cuenta Riss a Radar. Del otro lado de la computadora, su tono es serio pero también mordaz, el mismo que usó para narrar Un minuto cuarenta y seis segundos.

Su libro es un relato crudo y preciso atravesado por una rabia indisimulada y que sirve como un ajuste de cuentas; y también es un testimonio hondo sobre los efectos del duelo y el trauma; y también un homenaje a sus amigos y colegas asesinados; y también una reflexión nihilista sobre la existencia; y también una oda a la sátira periodística como posicionamiento político y forma de vivir.

Pero volviendo a la rabia: “Mi rabia y resentimiento es por el atentado en sí mismo, claro, pero también por discursos que empezaron a circular después, donde se nos colocó como los responsables, como si nos la hubiéramos buscado por el hecho de haber publicado esas caricaturas. Es insoportable y revulsivo que nos hicieran responsables de nuestra propia desgracia. Fue algo muy odioso”.

Cuando Riss salió del hospital estaba en una nebulosa pero sí tenía claro que la revista tenía que seguir viva. Frente a la violencia extrema y al absurdo, la respuesta tenía que ser política; seguir defendiendo la libertad de expresión a pesar de todo. De hecho, a la semana siguiente del atentado, la revista publicó un número especial con una tirada inédita de 7 millones de ejemplares en seis idiomas, cuando las tiradas habituales eran de 60 mil. La portada, que ya forma parte de la historia del periodismo, muestra a Mahoma sosteniendo un cartel de “Je suis Charlie” bajo el título: “Todo está perdonado”.

“Al no haber muerto en el atentado, el hecho de estar vivo se transforma en una responsabilidad. Después de eso no se puede vivir como antes. No se puede tomar las cosas con ligereza: somos responsables de algo. El diario tenía que seguir porque era la respuesta para darle a los terroristas, mostrar que nosotros ganamos puesto que el medio seguiría existiendo. Si desaparecía era un mensaje horrible: en Francia una revista fue destruida por los terroristas. Y esto corre para cualquier tipo de diario. Eso por un lado: no era una opción cerrar. Pero además: ¿Íbamos a estar a la altura de lo que pasó?”.

Estar a la altura significaba mantener la revista pero también el espíritu interno, honrar la memoria de sus fundadores. Pero lo que se encontró Riss cuando volvió a la redacción fue todo lo contrario. Las donaciones habían mareado a los colaboradores más nuevos y en una suerte de intento de golpe proponían hacer una cooperativa donde todos fueran accionistas. Los principales accionistas estaban todos muertos y el vacío de poder, el dinero y la reciente celebridad mundial ponían en riesgo la integridad del proyecto periodístico. Así lo cuenta en el libro: “En algunas revistas podían leerse descripciones poco halagadoras de las decisiones que tomábamos. Yo sabía muy bien de dónde venían esos comentarios venenosos. De Charlie Hebdo mismo. Lo que no contaban sobre sus manipulaciones me provocaba un ataque de violencia tal que me sentía arder de rabia, y un velo turbio nublaba mi vista. En esos instantes súbitos y furtivos podría haber hecho cualquier cosa. ¡Cualquier-co-sa! No parecían saber por dónde había pasado yo. No parecían entender que los trastornos de estrés postraumáticos podían transformar a un caniche en una picadora de carne. Jugaban con esa revista a la que le había dedicado veinticuatro años de mi vida. Jugaban con esa revista a la que los muertos del 7 de enero le había dedicado veinticuatro años de su vida. No entendieron lo que podría haberles pasado. No se puede jugar con esta revista. No se puede jugar con mi vida. No se puede jugar con la muerte de mis amigos. Tenían que irse y se fueron. Eso fue lo que los salvó. Yo no terminaría mis días en la cárcel. Ni ellos en un agujero”.

VÍCTIMAS Y SOBREVIVIENTES

Los buitres se fueron y la revista de a poco se fue rearmando internamente. Pero las fisuras, las ausencias y la angustia tardan en diluirse, si es que en algún momento lo hacen. Además, había que lidiar con la opinión pública y los discursos en torno a los atentados, y verse representados en conceptos que Riss rechazaba. No se sentía una víctima. No entendía eso de ser sobreviviente. A lo largo de su libro hay una discusión con esas categorías que, de un día para el otro, pasaron a ser sus nuevas identidades.

“Antes que víctimas somos inocentes. El término víctima para mí se queda corto. Es insuficiente. Porque me di cuenta de que puedo ser víctima pero sin ser totalmente inocente. Podemos ser víctimas de nosotros mismos. El concepto de víctima nos pone en un lugar bastante infantil. Además el término víctima lo podemos usar también para calificar a los culpables, que pueden ser víctimas del sistema”.

¿Y el concepto de sobreviviente?

-Es una palabra rara. Sí, ese día teníamos que morir todos. Pero algunos no morimos. Eso es así. Técnicamente somos sobrevivientes, también suertudos. Pero sobrevivir es una sensación extraña porque quedamos acechados por la idea de la muerte. Es difícil cuando salimos de algo así ser optimista. Todos sabemos que vamos a morir algún día pero en nuestro caso dejó de ser algo teórico, una idea, fue algo que tocamos. Entonces la idea de sobrevida me resulta rara. Durante algunos minutos enfrentamos tan de cerca nuestra propia desaparición que cuando por azar emergemos vivos no podemos deshacernos de lo que nos pasó.

Todas estas palabras volvieron a aflorar en 2020 durante el esperado juicio oral. Los perpetradores de la masacre, los hermanos Kouachi, franceses mulsumanes que formaban parte de una red de yihadistas, fueron abatidos por la policía luego de una persecución de dos días. Pero quedaba investigar y juzgar al resto de las personas involucradas, ya que no se trató de dos lobos solitarios sino que el atentado fue reivindicado por Al Qaeda. El juicio tuvo 49 audiencias, 5 jueces y 14 acusados de estar en la planificación y brindar apoyo logístico. Charlie Hebdo hizo una cobertura de las audiencias, disponible en su página web. Los acusados fueron declarados culpables con penas de entre cuatro y treinta años por el atentado de Charlie Hebdo y por la toma de rehenes, dos días después, en el supermercado judío Hyper Caché, en el distrito XX parisino.

Durante un año, Riss no quiso participar del juicio como parte civil. No porque no estuviera de acuerdo con buscar justicia sino porque meterse en un proceso es removerlo todo una vez más. Finalmente lo hizo y las nociones de víctimas, sobrevivientes, inocentes y culpables fueron tomando otros lugares y espesura. “Estar en un juicio permite clarificar lo que sucedió. Cuando vivimos un acontecimiento así no logramos comprender bien qué pasó. Estar en el juicio me ayudó a entender bien quiénes eran los culpables. Miles de páginas que expusieron bien lo que pasó. Los responsables estaban en el banquillo, no nosotros. Eso calmó ese runrún de que nosotros no los habíamos buscado. Estábamos en lugares distintos, la justicia lo acreditaba”.

Además de las pérdidas humanas, uno de los argumentos de los abogados querellantes fue la dimensión simbólica que había tenido el atentado, la afrenta a la libertad de expresión en un país que siempre se ufanó de sus valores democráticos. El atentado contra Charlie Hebdo inauguró un año de terror yihadista que culminó, 11 meses después, con el atentado de la sala de conciertos Bataclan, la matanza en varios bares parisinos y el atentado del Stade de France en la ciudad de Saint-Denis. Desde hace décadas Francia lidia con el extremismo y los discursos cruzados -que salen desde el gobierno pero sobre todo de la sociedad civil- que van desde la xenofobia hasta el relativismo cultural en medio de una crispación social y miedo que dejan a la intemperie a la mayoría de las personas: migrantes, no migrantes, personas de la diversidad sexual, musulmanes, laicos, católicos y judíos. A esto se le suma el clima actual agravado por la pandemia. El país de la razón tiene una de las mayores tasas de contagios de Europa y está fragmentado por la grieta antivacunas- pase sanitario, temas que han ocupado varios números del semanario satírico.

En abril de 2022 serán las elecciones nacionales y el panorama no es para nada alentador: el poder se lo disputan la derecha y la extrema derecha, que ahora encontró una nueva cara aún más radical que Marine Le Pen. Éric Zemmour ha sido la gran sorpresa de 2021: un ex presentador de televisión que reivindica “la Francia de antes”, un país sin inmigrantes, entre otras cosas. Su postura es similar a la de otros personajes autodenominados libertarios y se lo ha comparado con Donald Trump por no pertenecer al aparato político tradicional. El candidato a presidente, hijo de judíos de Argelia que llegaron a Francia en los años cincuenta, se presenta a sí mismo como “nostálgico y reaccionario”; propone prohibir bautizar a los nacidos en Francia con nombres que no sean de tradición francesa; e incluso coqueteó con el negacionismo al reivindicar a una figura colaboracionista del nazismo como fue el general Pétain.

Obviamente Zemmour es comidilla cotidana de Charlie Hebdo, que ya le ha dedicado varias portadas ridiculizándolo pero a su vez dentro de la publicación se preguntan cómo hacer una cobertura periodística de un país tan polarizado.

“Zemmour empezó como presentador polemista y ahora se metió en la política. Encontró una brecha que quedó desatendida tanto por la derecha como la izquierda: el tema de la identidad. ¿Qué es ser francés hoy en día? Hay gente que no sabe. Bueno, él ofrece respuestas. Respuestas viejas, porque realmente es alguien que vive en el pasado. Más allá de los atentados, en Francia hay una radicalización de la política. Está pasando en todos lados. Y es difícil hacer que la gente razone y que sus opiniones sean menos pasionales, menos intransigentes. Pasa en la derecha reaccionaria, la extrema derecha, y también en la cultura de la cancelación de ciertos sectores progresistas. Hay que encontrar un punto de equilibrio. Porque está habiendo un diálogo de sordos. Hay que encontrar un discurso más desapasionado, menos violento. Porque la violencia física empieza por la violencia verbal y la violencia en el debate”.

Estos personajes suelen despacharse contra la llamada “corrección política”. ¿Qué opina usted y una publicación satírica como Charlie Hebdo de esa categoría?

-Creo que lo “políticamente correcto” o “políticamente incorrecto” ha ido cambiando con los años. Hace 30 años ser políticamente incorrecto significaba ir contra algunas cosas del sistema pero ahora ser políticamente incorrecto se transformó en poder decir cualquier cosa e incluso transgredir las leyes. Y se puede ser provocador, hacer sátira, sin ser odiante, sin ir contra los individuos. Creo que hay reglas que deben respetarse. Los discursos racistas y de odio están prohibidos por la ley. Zemmour de hecho propone suprimir las leyes que prohiben las expresiones racistas. Ahora lo políticamente incorrecto es algo agresivo, no es sátira, no es subversivo. No hay segundo grado. Porque cuando hacemos sátira intentamos hacer pensar, no se trata sólo de decir groserías o insultar a la gente. Lo políticamente incorrecto hoy es odio disfrazado en libertad de expresión. Y ojo que la libertad de expresión también tiene límites.

¿Cuáles son esos límites?

-Para empezar, legales. Hay una jurisprudencia del derecho francés. O sea, hay un encuadre. Acá la libertad de expresión es bastante amplia pero no es ilimitada. Podemos decir enormemente de cosas, pero también hay limites. Y son los extremistas quienes quieren atravesar esos límites, y no lo hacen por la libertad de expresión. Dicen que es para defender la democracia, pero son antidemocráticos.

UN POCO DE HUMOR FRANCÉS

“Quería mostrarlos en vida. Porque para mí está vivos”, dice Riss a Radar cuando se le pregunta sobre sus colegas y amigos asesinados. Porque el libro funciona también como una memoria de quienes le dieron forma al humor francés a partir de la segunda mitad del siglo XX. Dibujantes, cronistas de costumbres, analistas afilados, excéntricos revolucionarios, y también, como buenos humoristas, derrotistas distraídos. “Quería que se viera qué riqueza humana se había perdido. Y quería mostrar hasta qué punto me marcaron. Cuando pienso en ellos, los escucho hablar, hablo con ellos, los recuerdo así. Para mí siguen existiendo. Todo lo que hicimos durante 25 años fue muy vital y quería que esa vida que encarnaban, esa originalidad, estuviera en el libro”.

Las historias de sus amigos, su forma de dibujar y mirar el mundo, se cruzan con la suya propia. A lo largo del relato sobre el atentado hay un ida y vuelta permanente a su infancia y adolescencia, donde aparecen algunas claves de su recorrido: cómo un chico de provincia llegó a París con el sueño de ser dibujante y terminó trabajando para sus ídolos como eran Cabu, Wolinski, Gebé junto a sus coetáneos como Charb. “Con el atentado desapareció exactamente la mitad de mi vida. Y es una sensación rara ver que todo lo que construiste durante 24 años no existe más. La infancia es un momento de mi vida que estaba preservado, que era todavía virgen, no dañado. En momentos traumáticos intentamos encontrar momentos estables para no hundirnos. Un poco me apoyé en mi vida de antes de Charlie Hebdo. Fue una forma de decirme que bueno, toda mi vida no desapareció, está ahí. Además la infancia es el punto de partida de todo. Todo se construye desde ahí”.

A la dimensión política y personal se suma una reflexión de tinte filosófico y que tiene que ver con la incertidumbre en un mundo de extremos que sólo da lugar a respuestas y certezas. ¿Cómo se vive después de una tragedia así cuando no hay Dios? Porque para Riss del otro lado no hay nada: sólo tierra y gusanos. Así como no hay espiritualidad que aplaque el dolor de las pérdidas, tampoco hay un sentido, una posibilidad de salvataje. Sólo queda el trabajo y el humor como defensa del absurdo, y es el arma que reivindica a lo largo del libro que, a pesar de todo, tiene momentos muy graciosos.

“Una experiencia así nos hace sentir la fragilidad de la vida y tiene a su vez un costado irrisorio. Después de eso mirás a tu alrededor y ves cómo vive la gente te preguntás: por qué pierden el tiempo con tal o cual cosa. Se pierde cierto candor”.

En su libro no hay mensaje esperanzador. Nada que sugiera “esto también pasará”.

-Hay muchos testimonios de personas que vivieron tragedias que hablan de “reconstruirse”. Para mí es una palabra que no sirve. No creo que podamos reconstruir lo que fue destruido. Solo se puede continuar viviendo con lo que queda, con los restos. Y también está el aprendizaje de lo que será la muerte. Un día todos desapareceremos. Es como una especie de anunciador. Ya estaba lejos de la espiritualidad pero esto me alejó aún más. (Se ríe)

La locura está a vuelta de la esquina. Vivir con pensamientos intrusivos y sensaciones difíciles de narrar. Otra vez, lo indecible. Volvemos al punto de partida: cosas que sólo pueden compartirse con quiénes lo vivieron y a veces ni siquiera. Sus colegas como el periodista Philippe Lançon y la dibujante Corine “Coco” Rey (a quien los terroristas interceptaron antes en la puerta del edificio) publicaron sus propios libros sobre su experiencia de la tragedia.“Estábamos en la misma pieza y nadie vivió lo mismo. Pero cuando nos encontramos con los otros heridos de la revista, no digo que nos entendamos del todo, pero nos entendemos. Hay cosas, emociones, angustias, que son difícilmente transmisibles. Las podemos describir pero la gente no podrá sentir lo mismo. Leyendo sobre el tema aprendí que es algo muy común, por ejemplo, entre los ex combatientes de guerra. El trauma posterior y la idea de que sólo se pueden juntar entre ellos para hablar”.

Siete años después del atentado Riss no cree en la reconstrucción pero pudo volver a poner en pie a Charlie Hebdo y le dedica gran parte de su vida. Sigue sin tener redes sociales y sin usar teléfono inteligente y sin caer en la tentación de las respuestas fáciles y las certezas.

¿Sigue teniendo custodia policial?

-Sí, nunca se sabe.