En un tiempo como este, se hace difícil definir la eficacia de lo que encierra el término “música clásica”. También es imposible medir una “temporada” en el contexto de una pandemia que desde hace casi dos años domina nuestra dimensión del tiempo. Nadie espera, entonces, que por lo sucedido en el último año se pueda hablar de “una gran temporada de música clásica”. La pretensión de un balance, entonces, se limita a trazar una antología de hechos artísticos más o menos destacados –limitada y caprichosa, como todas las antologías– sin renunciar a tratar de interpretar si este tiempo de franca decadencia es consecuencia directa de la pandemia –y por ende tarde o temprano pasará–, o estamos transitando el desenlace fatal de los procesos de “modernización” –léase simplificación– en los paradigmas tradicionales de cultura, que desde hace años se vienen insinuando.

El desafío de este último año para los actores de la “música clásica” –artistas, programadores, funcionarios, público– se limitó más bien a “volver”, a dar señales vitales, a tratar de reconstruir esa trama de sensibilidades y logísticas varias que implica la actividad musical en vivo. Así fue que movimiento, hubo. Artistas independientes y cuerpos artísticos estatales intentaron de distintas maneras recuperar sus dinámicas y, aún lejos de la “normalidad”, se produjeron conciertos, se montaron óperas, se articularon ciclos varios en dimensión “presencial”.

El año Piazzolla

En este contexto, las celebraciones por el centenario del nacimiento de Astor Piazzolla distribuyeron buenos momentos. Fruto de maceraciones, cruces y polémicas, la música de Piazzolla interpela frontalmente a esta época de renuncias y límites difusos. Para celebrarla hubo en general buenas ideas. La música de Piazzolla en sí es una buena idea. En marzo, el mes del nacimiento del gran bandoneonista y compositor marplatense, el Teatro Colón, con la colaboración de Sadaic y Aadi en el segmento final de la serie, le dedicó Piazzolla 100, un ciclo que conmemoró a todos los Piazzollas posibles, con su antes y su después. Participaron una amplia variedad de figuras, desde la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires dirigida por Pedro Ignacio Calderón y la Orquesta Estable del Teatro Colón dirigida por Luis Gorelik, hasta el Diego Schissi Quinteto, Escalandrum, el Quinteto Astor Piazzolla, Horacio Lavandera, Daniel Binelli y Néstor Marconi, entre muchos otros.

También el Centro Cultural Kirchner articuló su propio Piazzolla 100 a lo largo del calendario, con un notable ciclo dedicado a la recreación de Discos esenciales, del que participaron entre otros Juan Pablo Navarro, Juan “Pollo” Raffo y Fabián Keoroglanian. Otra serie del Kirchner tomó como referencia a los Ensambles históricos de Piazzolla, con la reconstrucción de formaciones como los quintetos, el Sexteto, el Octeto electrónico, el Conjunto 9 y la Orquesta del ’46. Hubo además conciertos alusivos, como “Astor X nosotras”, del que formaron parte entre otras Amelita Baltar, Luciana Jury y Paula Maffía, con un sexteto instrumental dirigido por la violinista Erica Di Salvo, y un recital de piano de Natalia González Figueroa –que además este año publicó un disco notable con música de Astor–, además de una muestra, curada por Liliana Piñeiro y Natalia Uccello, que con música, objetos y montajes interpretaba momentos de la vida del músico.

Cruces y homenajes

En materia de cruces e hibridaciones, el Festival “Piano Piano” del Kirchner fue otro buen momento: entre otras cosas puso en escena a Iván Rutkaukas para hacer sonatas de Liszt y Chopin, recordó a Manolo Juárez y rindió homenaje en vida a Hilda Herrera, pianista y compositora de las más grandes que haya dado este país. También el ciclo La obra completa de órgano de Bach, en el majestuoso instrumento Klais opus 1912 del Auditorio Nacional, con la participación de Luis Caparra, Olenka Lévano, Mario Buela, Leonardo Petroni, Esteban Rinsky, María Cristina Deanna, Ana Paula Segurola y Sebastián Achenbach, fue otro momento atractivo, al que podrían sumarse el Festival Ruido con sus disidencias sonoras y el homenaje tardío a los 250 años de Beethoven que el magnífico ensamble Tropi montó sobre una película de Mauricio Kagel en El secreto del cabello de Beethoven. Hablando del genio de Bonn, la óptima Orquesta Sinfónica Juvenil Nacional José de San Martín, dirigida por Mario Benzecry, brindó hace unas semanas una notable versión del Concierto “Emperador”, con Antonio Formaro como solista.

Posiblemente la función que cumple y el espacio que ocupa la “música académica” y sus satélites en el complejo entramado de ideas que representa el Kirchner tome más consistencia si se apura el regreso a la plena actividad de los Organismos Nacionales, en particular la Orquesta Sinfónica Nacional y la Orquesta Nacional de Música Argentina Juan de Dios Filiberto. El homenaje a Piazzolla y Ariel Ramírez dirigido por Lucia Zicos con la Filiberto, y Guillermo Fernandez y Bruja salguero como cantantes, y la Novena de Beethoven con la Sinfónica, el Coro Nacional y solistas, con la dirección de Gustavo Fontana, fueron los momentos salientes de una actividad acotada a lo posible. En este sentido, otra señal confortadora llegó desde La Plata. 

Orquesta Sinfónica Nacional

El Teatro Argentino se las ingenió para llevar la casa a la vereda y en el marco del programa “Las cuatro estaciones-Cultura del abrazo”, reactivó dentro de lo posible sus cuerpos artísticos y logró producir conciertos, galas líricas y ballet, e incluso reavivar el Centro de Experimentación (TACEC) con la puesta de una versión actualizada de Noche de reyes de Shakespeare, Claudia Billourou y Alfredo Calvelo. Del Argentino salió también el “camión lírico”, que recorrió veinte localidades de la provincia de Buenos Aires con una versión portátil de La flauta mágica de Mozart coproducida con Tecnópolis.

Ópera bruta

En materia de ópera, el Teatro Colón cumplió, por razones lógicas, con poco de lo anunciado para esta temporada. Poco e intrascendente. En lo que sin escrúpulos siguió llamándose “Temporada ópera” se produjeron dos pastiches: uno fue Altri canti, sobre madrigales de Monteverdi, con la puesta en escena de Pablo Maritano y la participación entre otros de las siempre convincentes Oriana Favaro y Daniela Tabernig. El otro, una versión semi-escénica y semi-todo de Theodora, el oratorio de Handel. Cualquier discusión acerca de las escaseces de la puesta elaborada por Alejandro Tantanián y Franco Torchia fue inmediatamente devorada por las polémicas pacatas en torno a la inclusión en la puesta de los textos de la teóloga disidente Marcella Althaus-Reid, una señal de moralismo difuso, también propio de estas épocas. Con la Finta giardiniera, una ópera menor de Mozart, concluyó la serie.

Altri canti (foto gentileza Arnaldo Colombaroli)

La Orquesta Filarmónica de Buenos Aires logró articular su serie de conciertos, con solistas y directores invitados, algunas luces y varias sombras, adaptando su orgánico –y sus programas– a la emergencia de los protocolos sanitarios vigentes. Casi sin querer, el cuidado de no juntar mucha gente sobre el escenario se extendió al resto de la sala. Fue escasa la convocatoria de público –dato que se verificó en buena parte de las actividades del Colón–, no solo por el aforo limitado, sino por el desproporcionado precio de las entradas. Una orquesta estatal no puede cobrar más de seis mil pesos por una platea. La ausencia de estrategias para atraer a un público por parte del Colón, el teatro de mayor presupuesto del país, es alarmante y delata un pensamiento por lo menos anacrónico. Seguir pensándolo como un lugar para deleite de las clases altas es un desvarío o por lo menos un mal cálculo. Hace rato que las clases altas porteñas son tendencialmente brutas en términos de lo que tradicionalmente se entiende por cultura y, si bien el tema abreva en un espacio más amplio que este balance, es evidente que a los ricos hoy les resulta poco atractivo lo que una casa de ópera, ballet y conciertos pueda ofrecerles.

Una buena muestra de que la cultura de la música no es patrimonio exclusivo de las clases altas y está más allá del Colón, tiene que ver con la producción independiente de ópera. Es siempre conmovedora la vitalidad de un género que no renuncia a seguir diciendo cosas. Durante este año hubo varias producciones. La Compañía Opera Festival de Buenos aires, dirigida por Graciela de Gyldenfeldt y Helge Dorsch puso en escena Carmen de Georges Bizet, con la dirección musical de Hernan Sanchez Arteaga y puesta en escena de Adriana Segal (septiembre en el Teatro IFT) y el Don Giovanni de Mozart con dirección de Helge Dorsch y Boris (agosto en el Teatro Asturias). La compañía Celebrarte puso en escena Rigoletto de Giuseppe Verdi con dirección de Facundo Secco y Leandro Sosa (diciembre en el teatro IFT) y Silvana D'onofrio dio su versión de Dido y Eneas, de Henry Purcell (Agosto en el Teatro Empire). También Sandra Pianigiani dirigió su versión de El mesías, de Handel con el Coro y la Orquesta Música sacra de Buenos Aires (Noviembre en la basílica San José de Flores).

El Festival Tchaikovsky en la Ciudad Cultural Konex, el recital de la mezzosoprano Joyce Di Donato impulsado por el Mozarteum en el Colón y el ciclo con la sonatas de Beethoven a cargo de Martha Noguera en los salones del Instituto Italiano de Cultura también fueron buenas noticias en materia de regreso a la presencialidad. En la misma dirección el Teatro Coliseo articuló una interesante actividad presencial que incluyó entre otras cosas el recital en el que Horacio Lavandera combinó músicas de Gershwin y Piazzolla, el concierto de la Orquesta SinFín dirigida por la italiana Beatrice Venezi y Dante Conjetural, el espectáculo con la puesta en escena de Leonardo Kreimer y la dirección musical de Alejandro Terán con el que se recordó al sumo poeta a 700 años de su muerte.

Son estas algunas postales de un panorama que si por su grado de resiliencia resulta confortador, no puede ocultar las rajaduras del sistema que lo sostiene.

Las orquestas y los funcionarios que no funcionan

Si por su naturaleza un balance debe referirse a lo pasado, en este caso resulta oportuno reflexionar sobre ciertos interrogantes que este largo tiempo de “anormalidad” ha abierto respecto al futuro de la “Música clásica” y sus maquinarias. En particular en relación a la entidad de las orquestas públicas, un tema con el que los nuevos bárbaros parecen querer avanzar en su tarea de desmontar estructuras cultural y socialmente consolidadas.

En una carta pública con fecha 22 de diciembre, firmada por representantes gremiales de la gran mayoría de las orquestas públicas del país, se dejó sentado el repudio a las declaraciones de Federico Posadas, Ministro de Turismo y Cultura de Jujuy: Consultado acerca de la posibilidad de la incorporación de una orquesta sinfónica a la órbita de su gestión, aseguró que no recomienda “bajo ningún concepto” los grupos estables y citó la experiencia de la Orquesta Sinfónica de Salta, creada en 2000 cuando él era el ministro de Turismo y Cultura del gobernador Juan Carlos Romero: “Ha ido decreciendo en calidad y aumentado en costos”, la evaluó. “Al principio es buenísimo (...), pero luego se sindicalizan”, argumentó el funcionario público y en un pirueta dialéctica agregó: “Es mucho más redituable trabajar invirtiendo en esas orquestas, pero no desde la lógica de la contratación y de que se conviertan en empleados públicos, sino incentivándolos como empresas”. “Lo que yo veo a nivel nacional e internacional es que los grupos estables a la larga se terminan burocratizando y aburguesando”, concluyó Posadas sin profundizar sus argumentos o por lo menos poner un ejemplo. Días después se sumó la secretaria de Cultura de Salta, Sabrina Sansone, que señaló que la Orquesta Sinfónica –reconocida entre las mejores del país– “podría trabajar un poco más” y no sólo tres horas por día de lunes a viernes. “Cuando uno tiene el sueldo fijo todos los meses el artista se va haciendo menos artista y se hace un empleado estatal”, declaró Sansone para contribuir a la confusión general.

No es raro encontrar en los funcionarios, incluso los relacionados con la cultura, esa especie de complejo respecto a la música clásica y sus instituciones, que hace que sin dejar de reverenciarla y reconocer su prestigio, no se interiorizan de sus características y la descalifican a la hora de gestionarla. Cuando no justifican desde los costos, suelen desviar la discusión hacia el cenagoso territorio del gusto. Y no es un tema de gustos musicales, al fin y al cabo cuestiones personales. Mucho menos de costos. Es un tema de gestión e idoneidad en la administración. El problema de los organismos estables, como en toda repartición pública, es la organización en función de su eficiencia. Los cuerpos artísticos se convierten en una molestia para los funcionarios en el momento en que no saben qué hacer con ellos y lo que se refleja en las palabras de Posadas –que no es difícil proyectar en muchos funcionarios– en el fondo no es maldad, digamos, sino ignorancia. Tiene que ver con la incapacidad de administrar lo que, sean capaces de entender o no, es parte del Estado. Los cuerpos artísticos estables existen. Son producto de la cultura política de una época en la que se pensaba al Estado y sus representaciones a partir de instituciones virtuosas y colectivas. Si las épocas cambian, esas representaciones tienen que adaptarse, pero la única herramienta posible para ello es la política. Y no esa forma de protofascismo que desprecia lo que ignora.

Una orquesta incompleta, mal gestionada, sin incentivos artísticos, sí, es un peso para el Estado. Existe y cuesta. Y no cumple su función. Con un poco más de inversión y sobre todo con un proyecto, se activa, cumple una función social, es herramienta cultural y por lo tanto política del estado. Desde Luis XIV hasta las experiencias de las orquestas infantiles y juveniles que a nivel nacional persisten, está probada la eficacia social y cultural de las orquestas.

Acá, está claro, no sobran orquestas. Más bien faltan funcionarios formados, capaces de hacerlas funcionar, como a cualquier institución del Estado, en favor de un público amplio y el bien común.