Pizza de regaliz. Nadie la pide ni, mucho menos, la consume, por la sencilla razón de que no existe. El término, de uso popular en los Estados Unidos de los años 60 y 70, refiere a los discos de vinilo: redondos, del tamaño aproximado de una pizza, oscuros como el regaliz sin colorear. La nueva película de Paul Thomas Anderson, un paseo por la memoria de tiempos pretéritos, los años de infancia del realizador de Embriagado de amor, The Master y Magnolia, homenajea a una cadena de disquerías del sur californiano hoy olvidada llamada, precisamente, Licorice Pizza, cuyo logotipo mostraba a una cocinera sonriente ofreciendo un disco de doce pulgadas recién salido del horno, el humo transformado en notas musicales. P.T. Anderson regresa así a la misma década de su segundo largometraje, el título que le dio notoriedad internacional, Boogie Nights: Juegos de placer, aunque aquí el sexo desenfrenado y profesional de la creciente industria del porno es reemplazado por un relato de amistad y, tal vez, algo más, en los suburbios soleados de Los Ángeles. La historia de Gary y Alana, un adolescente ingenioso y hábil para los negocios y la chica veinteañera con la cual está metejoneado, deja de lado las aristas más densas y reconcentradas del cine del director californiano, que este año cumplirá 52 junios, para ofrecer un tapiz juvenil vistoso y virtuoso. Licorice Pizza es una película libre, lábil, mutante, desagregada, brillante, feliz. Una serie de corpúsculos narrativos congregados alrededor de un puñado de personajes de apariencia corriente y cualidades fuera de lo común. Una reconstrucción de otra era, en la cual las camas de agua y los salones de flippers marcaban agenda y onda, y los autos chupa-nafta, cuadrados y XXL, desfilaban por las calles y avenidas en busca del ansiado y escaso petróleo refinado. Con las actuaciones de los debutantes Alana Haim y Cooper Hoffman –ambos luminosos, excelentes– y una fotografía en 35mm que remite a otros momentos en la historia del cine, Licorice Pizza llega finalmente este jueves a las salas argentinas con un doble recordatorio: el cine continúa siendo un lugar de sorpresas y la comedia romántica (porque, de alguna extraña manera, lo es) no debe necesariamente seguir reglas de etiqueta alguna.

“¿Cuántos años tenés, trece?”, le pregunta Alana Kane a Gary Valentine, que acaba de detenerla en un pasillo de la high school para flirtear descaradamente, ofreciéndole sin anestesia una cita. “No, quince”, responde el muchacho, aunque su apariencia general, porte y altura permitiría darle un par de años más sin demasiado problema. Alana es asistente del equipo de fotografía que está tomando las imágenes para el anuario escolar y Gary parece haber quedado prendido de ella de inmediato. Pero, ¿qué podría querer una chica de veintipico con un adolescente atrevido, lleno de granos y que dice ser actor, entre otros hechos incomprobables? La escena de presentación, marcada por el uso del plano extendido en el tiempo tan caro al sistema formal de Anderson, pone de relieve los rostros frescos, alejados de los estereotipos hollywoodenses, de Alana Haim y Cooper Hoffman. La primera forma parte del terceto Haim, integrado por las hermanas Este, Danielle y (la menor) Alana Haim, cuyo vínculo con P.T.A. requiere de un par de líneas explicativas, mientras que el novel actor es hijo de Philip Seymour Hoffman, uno de los rostros recurrentes en el cine del realizador desde su ópera prima de 1996, Vivir del azar. El responsable de Petróleo sangriento y El hilo fantasma conversó con el periódico The New York Times en ocasión del estreno del film en su país, recordando que la relación con la banda Haim “es muy loca. Escuché por primera vez su música en 2012; fue el tema ‘Forever’ de su disco debut Days are Gone. La escuché una y otra y otra vez, y comencé a pensar que la canción me seguía. Leí un poco sobre ellas y, al caer en la cuenta de que eran de Studio City, en Los Ángeles, las invitamos a cenar a casa. Allí nos dimos cuenta de que su madre, una mujer llamada Donna Rose, había sido mi profesora de arte en la escuela primaria. Ella tuvo una enorme influencia sobre mí. En una escuela de mujeres duras con pelos de hierro, allí estaba esa dama de largos y bellos cabellos castaños. Se veía exactamente como Alana, el personaje”. A partir de esa coincidencia, que Anderson no deja de definir como “inexplicable”, el cineasta dirigió a lo largo de la última década nueve videoclips para el trío, punto central de una videografía paralela a su carrera como director de cine que incluye trabajos para artistas como Radiohead, Fiona Apple y Joanna Newsom. En cuanto a la elección del hijo de su actor fetiche, tristemente fallecido por sobredosis en 2014, admite que no fue ni por lejos su primera opción, “en parte, supongo, por algo ligado a la idea de protegerlo. Al fin y al cabo, lo conozco desde que era un bebé. Pensaba, además, que había muchos actores jóvenes por ahí que podían hacerlo bien. Pero no hallaba a nadie que tuviera el ‘alma’ que el personaje requería. Todos parecían algo precoces, tal vez demasiado entrenados para su edad”.

LOGO DE LA CADENA DE DISQUERÍAS LICORICE PIZZA EN EL SUR DE CALIFORNIA

FAMILIAS DE ARTISTAS

Suele decirse (si es cierto o no dependerá de cada apreciación personal) que cuando el casting de un film de ficción es perfecto el cincuenta por ciento o más del éxito artístico ya está asegurado. En el caso de Licorice Pizza, al menos, la hipótesis parece absolutamente cierta: es muy difícil, sino imposible, imaginarla con otros actores, en particular profesionales e inmediatamente reconocibles por el público. No es una decisión menor la de P.T.A., que venía de un impasse de varios años luego de El hilo fantasma, largometraje protagonizado por Daniel Day-Lewis que, según su confesión a la prensa, lo dejó agotado y algo deprimido. Y si hay algo (hay mucho) que diferencia a esta última obra de la anterior es su tono jovial y feliz, más allá de las ansiedades que recorren la mente y el espíritu de los protagonistas. A pesar de todas las reticencias iniciales, Alana acepta ir a comer algo con el pretendiente (“no es una cita”, aclaran ambos varias veces), quien no deja de fruncir el ceño ante el C.V. que el muchacho dispara a quemarropa. Pero es todo verdad, y en breve Alana será la acompañante adulta del joven en un vuelo a Nueva York, donde Gary participa en un show en vivo junto a la estrella Lucy Doolittle, ostensiblemente basada en Lucille Ball. Primeros pasos de una relación amistosa y, muy rápidamente, también de negocios, gracias a la posibilidad de vender e instalar camas de agua, que deja de ser una pequeña locura pasajera para transformarse en algo lucrativo. Gary, sin embargo, nunca deja de lado el sueño de que ese vínculo se transforme en algo más íntimo. En tiempos de híper corrección política, la diferencia de edad entre los protagonistas marcó algunas (no muchas) críticas en redes sociales, que Anderson se encarga de responder en la mencionada entrevista. “No se cruza ninguna línea y no hay nada en la película que no esté marcado por las intenciones correctas. Me sorprendería que haya algún tipo de alboroto por ese tema, porque no hay nada de que aferrarse. Esa no es la historia que creamos, de ninguna manera. No hay ni un solo hueso provocador en el cuerpo de la película”. 

El otro aspecto, secundario, que algunos espectadores encontraron “problemático” u “ofensivo” (esas palabras tan requeridas y abusadas), refiere a un par de escenas en las cuales el dueño de un restaurante japonés, encarnado por John Michael Higgins, habla con su pareja (dos parejas, en realidad) en un inglés con acento nipón marcado, grotesco. “Creo que es un error contar una historia de época con los ojos de 2021. Uno no puede usar una bola de cristal y debe ser honesto con la era que retrata. De todas formas, no es algo que hoy no ocurra. Mi suegra es japonesa y mi suegro es blanco, así que escuchar a la gente hablándole en inglés con acento japonés es algo que pasa todo el tiempo. Creo que ni siquiera se dan cuenta de que lo están haciendo”. La cuñada de P.T.A., y madrastra de la actriz Maya Rudolph, es la cantante de jazz retirada Kimiko Kasai, cuya carrera en Japón y los Estados Unidos la llevó a grabar casi dos docenas de discos junto a leyendas de la talla de Gil Evans, Stan Getz y Herbie Hancock.

El derrotero de Gary y Alana, a veces acompañados por los hermanos menores del primero y otros amigos y colegas, los lleva, juntos o por separado, a disfrutar y/o sufrir las aventuras más extrañas. Empujada por Gary, Alana tendrá una serie de entrevistas para posibles bolos en cine y televisión, y su “nariz judía” será el centro de atención de otra escena hilarante (así es: como también lo era Embriagado de amor, Licorice Pizza es una comedia franca). En otro momento de alto judaísmo en fotograma, la recepción de un candidato sentimental de Alana en plena cena del Sabbat deriva en la imposibilidad de definir el ateísmo desde su pito circuncidado (las hermanas y padres de la protagonista no son otros que sus hermanas y padres en la vida real). Pero hay dos instancias extendidas que definen, en gran medida, el tono libre y abierto del film. Cuando Alana conoce a una estrella del cine llamada Jack Holden (Sean Penn, inspirado sin demasiados maquillajes en William Holden), la cena en un restaurante la lleva a conocer a un puñado de personajes estrafalarios –por allí aparece Tom Waits bajo un shock adrenalítico– antes de terminar en el asiento de una moto, a punto de acometer un peligrosísimo stunt sobre un fuego improvisado. Gary y Alana, más la troupe juvenil, instalan una cama de agua en la mansión de Barbra Streisand, y es su peluquero y novio Jon Peters (Bradley Cooper, con un bisoñé imposible) quien los recibe y luego persigue; el camión de la pandilla se transforma en el escenario de una desventura nocturna absurda, con los chicos y la chica transformados en héroes insospechados. Allí aparece el recuerdo de Enséñame a vivir (Harold & Maude), el largometraje de 1971 de Hal Ashby sobre la relación de amistad y amor entre una octogenaria y un chico de veinte años, en la cual el robo de un árbol en la vía pública y su traslado a máxima velocidad por las rutas termina en persecución policial. Para Gary todo implica, de una u otra forma, un acercamiento a Alana; para ella se trata de buscar un destino que no parece del todo claro. Tal vez por eso se interesa en participar de la campaña de un joven político en ascenso (Benny Safdie), con su oficina y pines y llamados telefónicos, y hasta un acosador que parece un primo lejano y hippie de Travis Bickle, el protagonista de Taxi Driver. Se parecen poco y nada, al menos en la superficie, pero hay algo que une a Licorice Pizza con Había una vez en… Hollywood, de Quentin Tarantino: la pasión por reconstruir una era perdida desde una añoranza que no es ñoña.

RELATOS SALVAJES

Pero, ¿es más importante la época o la gente? Anderson fue entrevistado en profundidad por la revista especializada Cinema Scope, en la nota de portada de su última edición. Allí, el realizador se inclina rotundamente por la segunda opción. “Si me enfocaba exclusivamente en el período iba a terminar disuadiéndome del proyecto. ¿Para qué hacer otra película de época, por qué 1972 o 1973? Pero lo cierto es que no tenía mucho sentido enmarcar los detalles del relato de otra manera. En cuanto a la génesis de la historia, estaba en un parque de juego cuando vi a un muchacho intentando conseguir una cita con la chica que estaba allí tomando fotografías. Lo que me quedó grabado fue la dinámica: un adolescente de quince años pidiéndole una salida a una veinteañera. Creo que, al comienzo, la película parece ser la historia de Gary, porque le ocurren más cosas: tiene sus audiciones, una gira promocional para una película, un negocio, todos los movimientos. Pero Alana termina siendo el personaje más interesante. Parece adulta: es desdeñosa, dura, sabia y está decepcionada. Es como una bola de buena voluntad y emoción. Pero cuanto más la observas, más te das cuenta de que es realmente vulnerable”. Dejando de lado la imagen del chico y la chica en la plaza de juegos y otras remembranzas de su propio pasado, el guion de Paul Thomas Anderson para Licorice Pizza está basado, muy libremente, en los recuerdos de adolescencia de su amigo personal Gary Goetzman, productor y socio de Tom Hanks en la compañía Playtone y exactor infantil en la última mitad de la década del 60. Goetzman fue uno de los chicos de Los tuyos, los míos y los nuestros, el film dirigido por Melville Shavelson y protagonizado por Lucille Ball y Henry Fonda que, en 1968, mostró bajo tonalidades humorísticas el creciente fenómeno de las familias ensambladas. En las páginas de la revista Cinema Scope también puede leerse esta semblanza de Anderson respecto de crecer en una familia integrada por muchos hermanos y hermanas de edades diversas, recuerdo que puede verse reflejado en la pantalla. “Soy el segundo de cuatro hijos, así que tuve una hermana mayor –tres o cuatro más que yo– con amigas de su edad. Y un amiguito mío también tenía una hermana más grande. Así que nosotros caíamos un poco en esa grieta, de tener catorce o quince y estar rodeados de chicas de dieciocho o diecinueve. ¡Y tenían autos! Nuestros días estaban dedicados a lograr que nos llevaran a algún lado. Y de pasar el rato con ellas y que notaran nuestra presencia sin que pensaran que éramos simplemente los molestos hermanos menores. Eran simplemente amigas, pero era fantástico. A esa edad es genial tener una amistad con una mujer ligeramente mayor que no sea tu hermana”.

 

Gary corre por las calles de la ciudad en varias oportunidades. Alana también. Cerca del final de la/s historia/s son ambos los que corren. Sendos travellings los siguen de cerca, mientras el montaje intercala posiciones y direcciones. La película toda ofrece un movimiento imparable a lo largo de poco más de dos horas que, dependiendo de gustos y afinidades, pueden sentirse escasas. La intención cinética era primordial, condición sine qua non. Licorice Pizza “tenía que moverse siempre hacia adelante. Es un poco como cuando el material de base son simplemente esas historias… esas historias medio falsas que cuenta la gente, y que van saltando de esa manera y se cuentan como si fueran hitos. ‘¿Te conté de aquella vez que estuve en el show de Ed Sullivan en 1968 con Lucille Ball?’ Puntos suspensivos. ‘Oh, Dios mío, te conté de aquella vez que me arrestaron por asesinato en una feria adolescente?’ Puntos suspensivos. ¿Y qué pasó? ‘Bueno, todo se fue al diablo por la crisis del petróleo de 1973’. La película está estructurada de esa manera, como si fueran relatos salvajes. Es como encontrar el camino en un arroyo sin mojarse los pies. Aunque uno esté saltando de un lado a otro, debe seguir avanzando para encontrar la siguiente piedra seca”. Cuando el negocio de las camas inflables termina abruptamente y el futuro conjunto de Gary y Alana parece destinado al fracaso –la amistad interrumpida finalmente por diferencias insoslayables, o bien por la diferencia de edades, o todo eso y algunas cosas más–, Licorice Pizza se vuelca al montaje paralelo y describe nuevas ambiciones, deseos y decepciones. 

El mundo y las existencias contenidas en él avanzan y es imposible prever qué ocurrirá de allí en más. Pero P.T.A. imagina un final posible para ese período en las vidas de sus dos criaturas, amorosas y amadas. ¿Amantes? Cuando el sol se oculta en el Valle de San Fernando, las máquinas pinball, recientemente autorizadas luego de décadas de prohibición, comienzan a hacer sus sonidos y a emitir sus luces multicolores en el nuevo local gerenciado por Gary, que a punto de cumplir dieciséis años ya es todo un empresario. O, al menos, lo parece. Y con la noche llega un nuevo encuentro, un nuevo (re)conocimiento de uno en el otro. Un atisbo de algo nuevo. El futuro.