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Parece un número de circo o una atroz competencia deportiva: es físicamente imposible porque entre los autos amontonados, al pie del semáforo en rojo, no hay lugar ni para abrir la puerta. Pero la moto pasa, avanza rozando espejos, seguida por miradas hostiles desde los vehículos detenidos. El repartidor pelea contra la quietud generalizada y encuentra antes de la esquina un hueco entre los paragolpes para salir a la vereda y escaparse del embotellamiento clásico del mediodía en el microcentro rosarino.

 

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El verbo “cadetear” no es nuevo. En Argentina, por su naturaleza de inestabilidad económica, casi que puede incluirse en los glosarios de la jerga juvenil de los últimos 30 años. Desde la década del ‘90, con la mentada flexibilización laboral del menemismo, entre las gambetas a la desocupación el puesto de cadete siempre fue una opción.

“Yo arranqué a trabajar con la moto porque me fui de mi casa y llevar pedidos fue la primera salida laboral que encontré: la moto era lo único que tenía y para esto nos precisaban a los dos…”, dice Ezequiel sin bajarse del vehículo de dos ruedas ni sacarse el casco. No se le ve la boca y los que hablan son sus ojos.

“Como la mayoría pasé por un montón de lugares y empresas distintas, desde mensajerías a pizzerías y bares, y también trabajé de otras cosas, pero como tantos siempre volví a lo que nosotros llamamos cadetear”, asegura. Está apostado en la puerta de un popular supermercado de la zona norte de Rosario, en un sector destinado a los repartidores, donde otro puñado de motos espera por sus respectivos conductores y pedidos. Son las 11.30 de la mañana de un viernes y el local tiene habilitadas tres cajas: una -la más activa- es de uso exclusivo de las aplicaciones digitales que ofrecen el servicio de envío a domicilio.

 

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Si bien la orden de comida sigue siendo lo de mayor demanda, a sus espaldas los cadetes no llevan solamente alimentos ni la variante comprensible del pedido menor del supermercado. A las cajas de delivery ingresan objetos de todo tipo de la mano de antojos, olvidos y emergencias. Desde comprar preservativos hasta ir a buscar una llave, las misiones del cadete son múltiples e impensadas, convertido directamente en una extensión dinámica, suelta por la ciudad, de quien no puede o quiere evitar desplazarse y prefiere pagar.

El furor de esta expansión de la entrega a domicilio se disparó con la pandemia pero ya un año y medio antes había empezado a hacerse notar en Argentina con el desembarco de empresas como Glovo (España), Rappi (Colombia) y PedidosYa (Uruguay). De acuerdo a un informe interno de esta última, en todo el territorio nacional hay sólo bajo su marca 32.000 repartidores, de los cuales poco más de la mitad se moviliza en bicicleta, un 43% en moto, y el resto en auto.

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“Lo que se cobra es según la ambición de cada uno. La base del pedido en el peor de los casos es de 60 pesos, siempre y cuando pertenezcas al grupo 4 de los que tienen más antigüedad y mejor puntaje en la aplicación…”, dice Ezequiel, desde adentro del casco, en un intento por traducir los mecanismos del sistema que aplican estas compañías para promover una competencia permanente entre los cadetes registrados siempre como monotributistas. “De mala, lo mínimo que podés hacer, si laburás bien rankeado, son dos lucas ($2.000) en un estimativo de 4 horas”, agrega, como para dimensionar las ganancias en su caso.

“Lo mejor de laburar así es que es un laburo redituable a comparación de otros porque si acá te quedás horas de más vas a cobrar bien esas horas, y no dos monedas como en otros laburos”, suelta orgulloso y hace una última aclaración: “Yo lo sé porque también trabajé en fábricas, y he laburado hasta de zapatero, que cobrás por lo que hacés. Esto, que dependas de vos mismo, junto con la libertad que te da la calle creo que son las cosas positivas”.

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A un ritmo que no tiene nada que envidiarle al de los intrépidos motorrepartidores que llegan y parten sin pausa, algunos clientes del supermercado aguardan junto a los changuitos a la espera de un taxi u otro vehículo que los pase a buscar de regreso de las compras.

“Mirá, mamá, parece un caracol”, sentencia un nene chiquito, de unos tres o cuatro años, señalando a un cadete que pasa por el estacionamiento llevando a su espalda una caja roja de delivery.

El comentario naufraga, se diluye en el aire tras una breve respuesta que por genérica y automática no deja de ser tierna, con voz de madre que espera aferrada al carrito con mercadería. Pero acaso la inocente analogía tenga algo de certeza.

Todos sabemos que los caracoles están, podemos ver su rastro en macetas y jardines, sabemos que andan pero nunca nos detenemos a observarlos. ¿Podemos decir que porque alguna vez -muchas veces- hemos visto un caracol conocemos su comportamiento? Con los cadetes pasa igual. Todo el tiempo están pasándonos por al lado de la ventanilla del auto, discurren en un ir y venir infinito, son parte del paisaje urbano de todos los días pero, ¿quiénes son realmente?

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Juan tiene 22 años y hace más de 3 que hace repartos en bicicleta. Es uno de los pocos cadetes de PedidosYa que trabaja en blanco, es decir, en relación de dependencia.

“Cuando empezamos nuestro laburo era más bien publicitario y no había tanta demanda. Éramos unos 300 en toda la ciudad. Después empezó a haber cada vez más pedidos y los que entraban a laburar solo eran aceptados como monotributistas. Hoy hay miles de repartidores pero somos muy pocos los registrados, cada vez menos”, explica.

Aunque en Rosario hay una oficina de la empresa -está en Italia entre 3 de Febrero y 9 de Julio-, no existe atención personalizada. La relación es virtual, como los reclamos y la paga.

“Al principio nos daban la indumentaria y hasta un teléfono”, dice casi con un marcado dejo de nostalgia, y resume en una frase lo distinto que es hoy su vínculo con la multinacional: “Ahora hace un montón que estoy reclamando la ropa”.

Juan trabaja 4 horas por día, de 11 a 15, y cobra 25.000 pesos por mes. Reconoce que éste no es su principal ingreso y no duda en criticar la precarización laboral que existe, ya que estuvo ligado a más de una empresa del sector.

“Hoy lo del reparto lo tengo como un ingreso extra porque además tengo una peluquería canina: con un solo perro ganó más de lo que ganaba en Rappi en un día entero”.

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El 20 de diciembre se conmemora en todo el país el Día del Mensajero, Cadete, Delivery y Afines. La fecha recuerda a Gastón Rivas, el repartidor que fue con su moto a manifestarse a la Plaza de Mayo en 2001 y cayó muerto por las balas de la represión policial en el abrupto final del gobierno de Fernando De la Rúa. Alrededor de su figura nació en 2007 la Asociación Sindical de Motociclistas, Mensajeros y Servicios Afines con sede en Buenos Aires, agrupación gremial que bajo su ala propició una década después la creación del Sindicato de Trabajadores Cadetes y Mensajeros Rosario. Todavía en formación, la representación gremial local cuenta con 1.000 afiliados porque la mayoría de los 10.000 trabajadores que se cree tiene del rubro en la ciudad desarrolla su actividad en la informalidad.

“Siempre está bien que haya quien defienda tus derechos pero en esto yo no sé si pasa por juntarse o no. El cadete es muy lobo solitario y hasta en parte es un poco responsable de este jueguito de la presión, la competencia, de tener que cortarse solo”, dice Ezequiel, ahora de pie detrás de la moto, siempre con el casco puesto, cargando varias bolsas de papel madera en la caja de los pedidos. “Suena mezquino pero es así: a los que les va bien, los que entendieron cómo funciona, les conviene más facturar por la suya y no les interesa el resto. Es la selva, papá, así se vive”, dice, y guiña un ojo.

Su moto se pone en marcha casi al unísono con otras cinco o seis que ya forman un coro ronco y frenético. Se enfilan hacia la calle, salen disparados como raudos caracoles. Al menos saben que alguien siempre los está esperando.