Osvaldo Soriano se suele entrometer en los sueños de Ernesto, de forma intermitente, como comentario de periodista deportivo. En realidad, no es preciso decir se “entromete”, porque es Ernesto quien está soñando otra cosa y de golpe lo ve, a lo lejos, caminando de espaldas, con las manos en los bolsillos y la compañía de su gato negro.

Hace poco leyó una anécdota de los dos Osvaldos, Bayer y Soriano, en el grupo de Facebook de Setentistas Vakunados con Sputnik. Leyó que los Osvaldos se encontraron en la Feria del Libro de Frankfurt de 1976. Compartieron noticias que llegaban de Argentina, las desapariciones de amigos y compañeros, y dicen que Bayer le preguntó a Soriano si tenía plata como para ir tirando mientras conseguía algún trabajo. El tandilense le respondió que no se preocupara, que ya saldría algo. Una semana después, Soriano recibió una carta de Alemania. Dentro, había un giro por una extraña suma: 1527 marcos con cincuenta, o algo así. Con una esquela breve: “Osvaldo: cobré un trabajo que me debían. Te mando la mitad. Un abrazo”. Y la firma de Bayer. No le enviaba un préstamo de amigo sino el auxilio de un anarquista fiel a su ideal: exactamente la mitad de lo que había cobrado. Sin explicaciones ni fecha de reintegro. Soriano cuenta que le escribió para agradecerle pero que Bayer le contestó hablando de otra cosa. Nunca más pudo tocar el tema; y cuando alguna vez intentó hacerlo, Bayer le sugirió que de esas cosas no se hablaba.

-¡¡¡Basta de soñar con esos gordos zurdos!!! -le grita Atilio y le tira un poco de agua suavemente gasificada con burbujas corales en la cara; es decir, aquello que antes se denominaba soda.

Ernesto no termina de entender y mira al Gallego buscando explicaciones, pero el dueño del bar tiene la vista en otro lado, tratando de ahuyentar un gorrión que se metió por el ventanal. Ernesto agarra el pocillo y lo empina, para intentar despejarse; el café está frío, aunque ahora está de moda tomarlo así, según le dijo la nieta, a quien tuvo que llevar a tomar un café machiatto helado dedicado a una cantante norteamericana, de quien no recuerda bien el nombre, que se vende en una cadena multinacional donde nadie te atiende.

-Para que te quedes tranquilo, esa Taylor Swift del café parece que es bien progre y se pelea con Trump. No te digo que es Joan Baez, pero va por ahí -le dice Atilio sin mirarlo, porque está concentrado en una app de celular que le cuenta cuántas respiraciones, pulsaciones y sentimientos hace por minuto.

Este hijo de puta me está espiando los sueños, piensa Ernesto; y trata de imaginarse algo en voz baja. Le gustaría ir hasta el tallercito que tiene en el fondo del ph, agarrar el serrucho y partir la mesa en dos, de un sopetón, ya está podrido de Atilio. Vienen alimentándose el odio mutuamente desde hace más de treinta años y encima desde que sacaron estos esmarfón ya ni lo mira a la cara.

Cortar la mesa en dos y acercar su mitad a la mesa en la que el sociólogo de la posmodernidad hace un informe sobre el impacto de la primera ola de coronavirus en el teatro independiente barrial de los países en vías del subdesarrollo, con un marco teórico muy novedoso que cruza a Frantz Fanon y Bertold Brecht con Bifo Berardi y las letras de L-Gante. Pero pensando bien, Ernesto se da cuenta de que el sociólogo de la posmodernidad tampoco le va a dar bola, tan perdido que está en esos informes y su barba de diseño de barbería jamaicoricense de Palermo Greenwich Village.

-Quedate acá, papá. ¿Con quién te vas a ir? Nadie te va a odiar como yo. Pensá que el odio en algún punto es una muestra de reconocimiento, de hasta cierto interés por el otro -le sacude Atilio, que se pide una cerveza tirada a la miel en un florero de cerámica que hace las veces de vaso.

Ernesto pierde su vista en las marcas de humedad del techo de bar y, otra vez, se le aparece la figura de Soriano, caminando de espaldas, con la compañía del gato negro, que ahora es medio amarronado, porque así se esboza en esa mancha descascarada del cielorraso. Una vez lo vio a Soriano, o a alguien que quiso creer que era Soriano, porque lo vio de espaldas, bajando por la avenida Belgrano hacia Paseo Colón. Quiso gritarle, agradecerle, pero el pudor lo frenó, como lo ha frenado tantas veces, como lo frena siempre. ¿Sería Soriano?, se pregunta, con la vista fija en esa mancha de humedad. No llevaba la remera de San Lorenzo gastada, tampoco estaba con Saccomano. De todas maneras, su melancolía siempre le hace saber que era Soriano aquel que caminaba por Belgrano. Qué extraña siempre fue la avenida esa ¿no? Con uno de los nombres más lindos de la historia argentina, pero como ignorada o esquivada por el tránsito, con pocos colectivos y llena de muebles. Raro.

Unos ruidos lo despiertan. Un hombre, al parecer japonés, de unos sesenta años ingresa al bar, junto a un joven que tiene una gorrita negra con la cara de Gabriel Boric estampada en rojo. El joven lleva al compañero japonés de la mano, y le va describiendo lo que ve en las paredes. “Hay un cuadro con una foto vieja de Edmundo Rivero tomando café en la mesa que está en el medio de este bar. Sí, el cantante de tango. Hay otra de Carlitos Tevez abrazado al dueño, que tiene cara de gallego. Una con el equipo completo de Platense de 1982. Una tonina que cambia de color según el estado del tiempo”. Y así le va relatando todo el bar. Recién entonces Ernesto se da cuenta que el japonés tiene una ceguera.

-Acá se puede ver a dos personas sentadas en la mesa. Una de ellas tiene la vista en el celular y está vestido como el padre de Djokovic, pero es pelado como Espert. El otro está vestido con camisa un poco amarillenta, shorts de baño rojo con franjas blancas y el cabello entrecano muy despeinado- continúa el relato del joven con gorra de Boric, mientras el japonés asiente y escupe al suelo.

En la TV están dando un partido de fútbol de la Copa África. Juegan Malí y Túnez. A los 85 minutos el árbitro da por terminado el partido. ¿Se cansó? ¿Hace más calor allá o acá? Al rato vuelven los árbitros, vuelven los jugadores, vuelven los espectadores. Parece que se vuelve a jugar, pero Túnez no volvió. Dan por finalizado nuevamente el partido. Ganó Malí porque ganaba uno a cero antes del primer final.

 

Ernesto se sobresalta, está todo empapado. Cree que tiene síntomas, síntomas de algo. Síntomas de que hace mucho calor, de que hay acuerdo con el FMI, de que no hay acuerdo con el FMI, de que el mundo se va al garete, de que los espacios verdes de la Ciudad van a ser sembrados con soja. Ernesto quiere mirar al cielo y encontrar a Soriano en alguna mancha de humedad, con la compañía de un gato negro, como si fuera una ilustración de Rep. Pero lo quiere ver de frente, no de espaldas, y preguntarle un montón de cosas.