El cuento por su autor

En un discurso de aceptación de un premio Sean Connery contó que fue a almorzar con su primer agente, un hombre mayor que él. En un momento de la charla el agente le dijo: Sean, la vida es buena, pero el tercer acto es una mierda ¿no?

La vejez es una etapa extraña. Se suele tener tiempo libre, pero queda poco tiempo de vida. A las enfermedades y tropiezos del cuerpo, la muchas veces precaria condición económica y la progresiva soledad por la pérdida de los familiares y amigos, se agrega la melancolía de que los amores tengan un final próximo. Sin embargo, es un tiempo vacío y con pocas obligaciones que se puede aprovechar para realizar deseos postergados.

Muchos de los que todavía se valen por sí mismos ayudan a sus familiares en trámites y ocupaciones de poca monta; otros disfrutan o padecen a sus nietos; algunos “matan el tiempo” frente a las pantallas.

El personaje de este cuento no se resigna a renunciar a sus emociones y quizá consigue más excitación ahora que en su vida anterior.


FOREVER YOUNG

Cuando se murió su mujer se le dejó de parar la pija, recién entonces se dio cuenta de que era un viejo. Hasta ese momento no se había sentido de su edad, había cumplido 77 años y tenía las mismas ideas y los mismos deseos que cuando era joven. El tiempo había pasado demasiado rápido; 48 años de matrimonio le habían parecido 48 horas. El viejo se decía que el tiempo se acelera cuando no sucede nada nuevo. Pensaba que una de las ventajas de viajar es que se ven tantas cosas nuevas que parece que los días fueran más largos. En cambio, la repetición de días iguales hace que se desvanezcan en el olvido, como si la rutina ensanchara la cintura del reloj de arena y el tiempo escapara a chorros por el agujero dilatado. La muerte de su mujer y la pérdida de su potencia lo despertaron bruscamente de ese ensueño.

Que se le dejara de parar la pija quizá se debió a una involuntaria fidelidad post mortem. Había sido infiel durante casi todo el matrimonio. Con su mujer no cogía, ni siquiera dormían juntos. Frustrado por la apatía sexual de su esposa, harto de años de reclamos y peleas, había terminado por mudarse de habitación. Aliviada, ella había aceptado que saliera dos noches por semana, supuestamente a jugar al póker con sus amigos. El viejo estaba convencido de que la frialdad sexual de su mujer lo había llevado a la frialdad amorosa. Pensaba en separarse desde que sus hijos eran adolescentes, pero no se sentía con fuerzas suficientes como para empezar una nueva relación y no creía que volvería a enamorarse. Fuera de la cama la convivencia no era mala. Estaba cómodo. De todas maneras, lo desconcertaba que su pija hubiera muerto junto con su esposa. Al principio pensaba que se curaría de la impotencia cuando finalizara el duelo, pero en realidad no se sentía de duelo: no extrañaba demasiado a su mujer ni se entristecía al entrar a su casa vacía. Al contrario, lo colmaba una especie de excitación infantil, ahora podía divertirse con lo que se le diera la gana sin que nadie estuviera controlándolo.

De las decenas de amantes y putas que había frecuentado se había quedado con Zulma, una puta curtida que había visto más cosas de las que hubiera deseado. Años atrás, Zulma le había pedido que se hiciera un examen de VIH y había aceptado que cogieran sin forro -al viejo la disminución de la sensibilidad causada por el forro le impedía alcanzar el orgasmo-. Se tenían mucho cariño; Zulma no le cobraba, el viejo le hacía regalos y a veces se quedaba a dormir con ella.

La pérdida de su potencia resultó absoluta e irreversible. Hizo todo lo que estaba a su alcance para recuperarla. Desde duplicar la dosis máxima de viagra hasta tomar remedios chinos, bajo la supervisión de Zulma, una experimentada sexóloga.

Aunque no se le paraba sufría una calentura insoportable, una excitación anómala que no podía descargar, como cuando era chico y todavía no eyaculaba. Adoraba a las mujeres y lo atormentaba que no le funcionara el órgano para unirse a ellas. La idea del consolador fue de Zulma, que no quería dejar de verlo. “Cómo sabés acariciarme”, lo seducía, “nunca nadie me acarició como vos”. Al principio el viejo se opuso –tener relaciones con un consolador le parecía una payasada–, pero Zulma lo convenció, le dijo que lo tomara como un juego.

Zulma disfrutaba de sus caricias y las interpretaba como un gesto de amor. Es cierto que al viejo le gustaba tocarla, aunque eso no le provocara ningún placer físico, pero se debía más bien a su curiosidad infantil por el cuerpo de las mujeres, una curiosidad tan insaciable que había perdurado hasta la vejez.

Como le daba vergüenza que su pija se viera chica –salía muy desfavorecida en la comparación con el consolador–, cogía con el calzoncillo puesto, con el arnés que sostenía el consolador por encima del calzoncillo. Ambos eran negros para camuflar el arnés. Daba la impresión de que el consolador pertenecía a su cuerpo y que brotaba a través de un agujero en el calzoncillo. Era su mejor calzoncillo –no todos los días tenía que quitarse los pantalones–, la marca Calvin Klein estaba escrita en grandes letras grises en el elástico. “Calvo y chiquito”, decía el viejo.

Pensaba que ahora tenía una pija biónica, como el hombre nuclear, aunque más bien le parecía una pija zombi. Como si su pija hubiese muerto y hubiera resucitado convertida en una cosa de plástico gomoso, de movimientos torpes como los de un auténtico zombi. Una máquina siempre erecta, pero con la que obviamente no sentía nada.

Como el de tocarla, también este era un placer puramente psíquico. Aunque hasta entonces no había sido un hombre sádico, consideraba al consolador como un arma y el supuesto dolor de Zulma lo complacía como una prueba de su potencia. Esto le provocaba remordimientos, se reprochaba su “potencia falsa y malvada”, pero parado detrás de ella, que lo recibía sumisa sobre manos y rodillas, arqueando la espalda para exponer mejor el culo, se excitaba con la idea de que podía cogerla hasta que se desangrara. Habían acordado que él se detendría cuando ella se lo pidiera dando unos golpecitos con la mano sobre la cama, como la señal de rendición en judo.

Al contrario de lo que el viejo creía Zulma no sentía dolor, gemía como si le doliera porque había detectado que eso era lo que a él le gustaba. A los 56 años, después de 40 de ejercicio de la profesión, era una actriz consumada. Para preservar su cuerpo Zulma simulaba su orgasmo, sabía que de ese modo apuraba el orgasmo de sus clientes y abreviaba el coito. Lo hacía con mesura, sin caer en sospechosos histrionismos. Con el viejo interrumpía la relación antes de lo que ella hubiera querido porque le daba miedo que se infartara. Apenas lo sentía temblar por el esfuerzo, golpeaba el colchón como una judoca derrotada. Mientras cogía con él tenía que reprimirse para no llorar de emoción, algo que no le sucedía con ningún otro cliente. Para rescatarse de este sentimiento que la hacía sentir vulnerable, Zulma pensaba con cinismo: “¿Por qué me conmuevo tanto con este tipo si yo soy dura como una ojota vieja?”

Antes de que él se fuera, Zulma lavaba el consolador. “A cuántas se lo andarás metiendo…”, le reprochaba con una sonrisa. A veces le ofrecía guardárselo para que no tuviera que llevarlo por la calle. Aunque le sonaba ridículo, el viejo se daba cuenta de que Zulma estaba celosa, que temía una infidelidad. De todas maneras, no aceptaba dejárselo, sentía que habría sido como dejarle una parte de su cuerpo. Lo envolvía en una bolsa de supermercado y lo metía en un portafolio.

Cuando aún vivía su mujer, después de jubilarse, no sabía en qué emplear su tiempo. Nunca le había gustado cortarse las uñas, pero se aburría tanto que esperaba que llegara el momento de hacerlo. También ordenaba papeles ya inútiles y trabajaba como cadete geronte de sus hijos. Pensaba que la vida está armada de una manera paradojal: cuanto menos tiempo de vida quedaba, más tiempo libre había. Detestaba “matar el tiempo”, pero no se le ocurría nada a lo que dedicarse. Rara vez se encontraba con sus amigos, no soportaba su lentitud y su pensamiento rígido; pero sobre todo odiaba su resignación, como si no hubiera nada más que hacer y sólo restara esperar la muerte. Le desagradaba verse en ese espejo. Por un motivo similar había abandonado el gimnasio a los 65: lo mortificaba comparar su cuerpo con el de los jóvenes.

Ahora que había muerto su mujer podía usar la casa a su antojo. Se mudó a la habitación matrimonial y montó un gimnasio en la que dormía antes. Compró aparatos de musculación y un caminador elíptico. También un televisor de 50 pulgadas. No había abandonado el gimnasio únicamente porque se le había hecho insoportable la comparación con otros cuerpos, conocía pocas cosas más aburridas que las rutinas de las bicicletas fijas y las pesas, y no lo distraía ver partidos de fútbol y videoclips. Ahora podía elegir las películas que le gustaban. Hacía ejercicios un par de horas por día frente al televisor, lo que durara la película de turno. Un profesor del gimnasio le había comentado que la masa muscular podía aumentar a cualquier edad, se había comprobado en estudios hechos en hombres de noventa años. El viejo comía alimentos naturales y muchas proteínas, sobre todo atún. Sin embargo, no ganó los kilos de músculos que esperaba; no tuvo que mandar a achicar la cintura de sus pantalones ni comprar camisas en las cuales entraran sus hombros. A lo sumo sus carnes flojas y colgantes pasaron a ser piel floja y un poco menos colgante. Sin embargo, Zulma apreció el cambio de inmediato; se burlaba cariñosamente de él: Mi Charles Atlas, mi Hércules.

Siempre había querido lanzar cuchillos. Compró por MercadoLibre un set de cuchillos japoneses con vaina para el antebrazo. Pintó un gran blanco sobre una madera y lo colocó en una pared del living. Después de meses de practicar, de romper varios adornos y agujerear un cuadro, logró clavar algunos cuchillos en el blanco. Jugaba horas al póker y al ajedrez online. Caminaba mucho y se sentaba en los cafés a mirar pasar a las chicas. No recordaba una época de su vida en la que se hubiera divertido tanto. Lo único que lamentaba era que estaba mucho tiempo a solas. Aprendió a cocinar, entre otros motivos, porque la escena de un hombre comiendo solo en un restaurante le parecía patética.

Sus hijos se quejaban de que no los invitara a su casa. Al viejo le daba vergüenza que descubrieran el gimnasio y el blanco en el living. Tampoco invitaba a dormir a los nietos, una costumbre de cuando vivía la abuela. Reconocía que su instinto maternal, bastante poco desarrollado, también había muerto junto con su mujer. Desatendía sus tareas de cadete, sus hijos no le creían cuando decía que estaba ocupado. Lo trataban con frialdad. En los últimos años había sufrido la impaciencia y el desdén de los jóvenes hacia los viejos, pero ahora se había agravado; sabía que no le perdonaban que se lo viera tan animado en pleno duelo. “La condescendencia de mi descendencia”, pensaba el viejo, enojado. “Al final, son jugo de mis bolas”.

Cuando paseaba intentaba caminar erguido, con paso enérgico, el pecho inflado y los hombros echados hacia atrás; tenía miedo de parecer un viejito endeble y tambaleante. Una noche, al salir de la casa de Zulma, un joven le pidió monedas; el viejo se negó con un gesto de determinación, casi de fiereza. El joven lo tiró al suelo de un empujón, le puso las rodillas sobre el pecho y, mientras bloqueaba con una mano los golpes que el viejo intentaba darle, le revisó los bolsillos. Le sacó el celular y la billetera. Después se puso de pie, lo tomó de un brazo y se lo retorció hasta colocarlo boca abajo. La fortaleza del muchacho lo sorprendió tanto como su propia debilidad. Lo mantuvo aplastado contra el piso con un pie sobre la espalda. “¿Qué tenés en la valija?”, le preguntó. El viejo no contestó, luchaba inútilmente contra ese pie que le impedía moverse. El joven abrió el portafolio. “¡Sos un viejo puto!”, le gritó agitando el consolador. “Te voy a dar goma, viejo de mierda”. Agarró el consolador por la base y lo azotó en la espalda cuatro o cinco veces. El viejo quería reprimir los gritos, pero el dolor era más fuerte que el orgullo. “Mirámelo al viejo puto, te lo debería meter por el culo”, dijo el joven antes de irse.

El viejo no se sabía capaz de tanto odio, comprendió que si hubiera tenido un arma consigo lo habría matado. Esta revelación lo desconcertó, jamás en su vida había odiado a alguien con tanta intensidad. Creía que la venganza era cosa de la mafia, de gente muy violenta, pero ahora no podía pensar en otra cosa que en vengarse. De los golpes en la espalda apenas le quedaron algunos moretones, pero la rabia le desencadenó un ataque de presión. Tuvo un terrible dolor de cabeza y sangró por la nariz. “A ver si me agarra un ACV y me quedo paralítico por culpa de este hijo de puta.” El médico que lo atendió en la guardia del hospital le insistió en que llamara a un familiar para que viniera a buscarlo. El viejo le dijo que no contaba con nadie; en realidad, no quería que sus hijos se enteraran de lo que le había pasado, la excusa ideal para que se metieran en su vida e intentaran manejársela.

Decidió comprar un arma. En otros tiempos había fantaseado que cuando fuera viejo mataría a algún gran hijo de puta. Uno de los tantos que habían escapado de la Justicia, tendría muchos para elegir. “Si me atrapan, a mi edad me darían prisión domiciliaria y qué carajo me importa si igual estoy casi todo el día metido en casa.” Pero los grandes hijos de puta envejecieron, algunos murieron, y la fantasía no era más que eso: una fantasía con la que gozaba soñando despierto.

Recordó que hacía unos años un amigo, que conocía a un subcomisario que trabajaba en la armería de la Policía, le había ofrecido una pistola. El subcomisario se había quedado con varias pistolas calibre 45 de la época en que la Policía las había cambiado por las de 9mm. Se las vendía a los conocidos a un precio muy bajo. El policía le preguntó si tenía permiso de portación. El viejo le dijo que no pensaba sacar el arma de la casa, que la necesitaba para defenderse. Estaba asustado. A unos vecinos les habían entrado ladrones y como no encontraban dinero los habían torturado con la plancha; la mujer terminó con quemaduras graves. “¡Qué hijos de puta!”, masculló el policía. Le explicó que la mejor arma de defensa dentro de una casa era una escopeta con el caño recortado, perfecta para tirar a quemarropa.

El viejo decidió decirle la verdad. Se disculpó por haberle mentido y le contó cómo había sido el asalto, la humillación que había sentido y sus deseos de venganza. Por eso necesitaba un arma que pudiera llevar oculta: iba a cazar al ladrón. “Si no fuera porque estoy retirado, te acompañaba”, dijo el subcomisario. “¡A esos hijos de puta hay que meterles bala, hay que matarlos a todos!”

El policía lo invitó con una cerveza. “La 45 es un arma grande, difícil de esconder en la ropa. Si te paran vas preso.” El viejo le dijo que la Policía nunca lo paraba en la calle, menos ahora que era un viejo, ni se fijaban en él, los delincuentes solían ser jóvenes.

El armero bajó una caja de una estantería. Adentro había una pistola envuelta en un trapo amarillento. Le pasó el trapo para quitarle restos de aceite, verificó que no tuviera balas en el cargador ni en la recámara y se la entregó. Mientras el viejo la sopesaba fascinado, el policía le explicó cómo empuñarla, dónde estaba el seguro y cómo portarla. Después la desarmó para enseñarle a limpiarla.

–Es un cañoncito, con un stopping power tremendo, capaz de derribar a un tipo de un disparo, pero carga menos balas que las 9mm, la munición es más cara y el retroceso es una patada de mula.

–Quiero cien balas–, dijo el viejo.

–¿Vas a empezar una guerra?

–Tengo que practicar.

Cuando salió de la casa del armero con la pistola calzada en el cinturón se sintió feliz, se dio cuenta de que toda su vida había querido tener un arma.

Efectivamente, el retroceso del primer disparo casi le quiebra la muñeca y a pesar de que se había puesto algodón en los oídos la detonación lo ensordeció. Estaba en un bosque, al atardecer, disparó un cargador y se dio por satisfecho. Empezó tirando desde quince metros de distancia, con cada disparo se acercaba un par de pasos al blanco. Le acertó cuando casi podía tocarlo estirando el brazo. Su puntería era pésima, pero no se preocupó, pensaba disparar a quemarropa.

Todas las noches recorría la zona donde lo habían asaltado, incluso cuando llovía. Se había comprado un impermeable y una campera oscuras y llevaba el arma en el bolsillo, empuñada todo el tiempo. A la mañana siguiente se despertaba con la mano agarrotada por sostener la pistola aferrada tantas horas, pero comprendía que debería tirar sin sacarla del bolsillo: era demasiado lento como para desenfundar. Usaba ropa oscura porque en una tela clara se notaría el agujerito chamuscado que dejaría el disparo. En verano tendría que volver al armero para que le vendiera una pistola más pequeña, una que cupiera en el bolsillo del pantalón.

Según el humor del momento, a veces imaginaba que le apuntaba a las rodillas, otras, a la cabeza, pero por la forma en que llevaba la pistola calculaba que lo más probable era que le tirara al bulto del cuerpo.

Se preguntaba si volvería a encontrarse con el ladrón que lo había humillado, le preocupaba no reconocerlo y castigar a otro en su lugar. También se preguntaba si tendría la ferocidad necesaria como para dispararle. ¿Y si el tipo era más rápido? ¿Si tiraba primero? ¿Moriría como un hombre?

Más que morir temía que lo hiriesen, si lo herían sus hijos se enterarían de sus andanzas nocturnas y se enojarían mucho con él. Ya se quejaban de que de noche no lo encontraban nunca en la casa o, peor, que no quería atender el teléfono; sospechaban que salía con una mujer, cuando hacía tan poco tiempo que había muerto su esposa.

Al cabo de tres semanas de no dar con el ladrón, el viejo comenzó a impacientarse. Resolvió que le dispararía a cualquiera que intentara asaltarlo, no le importaba que no fuera el mismo tipo: la tentación de matar a alguien era demasiado fuerte. Había dejado de visitar a Zulma, no sólo porque el consolador le traía malos recuerdos, sino porque la parodia de coito que interpretaba con ella le parecía ridícula, no podía ni compararse con su actividad de cazador de hombres.

Se sentía como un personaje de película, un vengador anónimo, un justiciero. Se reía de sí mismo: el viejito ninja. La situación lo excitaba. Se sentía más potente que cuando era potente.

No se reconocía, no había esperado cambios tan grandes en la vejez, a lo sumo la agudización de sus manías. No sabía que se podía disfrutar tanto del odio.

Ahora que vivía peligrosamente se sentía más vivo que nunca. Había triunfado sobre su decadencia. Como si con unas sobras de comida se hubiera preparado un banquete, con los restos de su vida se había fabricado una vida nueva.