Dos años antes, la frase fetiche del presidente Fernando de la Rúa había sido “Dicen que soy aburrido”. Fue una campaña en la que él mismo intentaba negar eso que se decía, en otros spots en los que se lo veía bajando de un helicóptero militar, con gesto de mando. Como si fuera un hombre de acción. Probablemente lo único importante de De la Rúa, para el electorado que lo votó, era que no era Menem. Y que su Alianza con el Frepaso, se esperaba, generaría una leve brisa hacia la izquierda, viniendo como veníamos del dorado Versace, La Ferrari, las danzas árabes, el programa de Neustadt conducido por el Presidente, los suspiros de admiración de Susana Giménez, en fin, ésa era la espuma: el café negro había sido la sucesión ininterrumpida desde l989 de las privatizaciones, la reforma del Estado y la destrucción de la industria nacional. 

Dos años antes se había votado contra la espuma. Nuestra mirada como pueblo no llegaba a la borra de ese café negro, que era el modelo. Cuando efectivamente De La Rúa comenzó a aburrir, y la crisis siguió profundizándose, no entendimos la bisagra nefasta que significó devolverlo a Domingo Cavallo al ministerio de Economía. Clarín y La Nación hicieron el lobby que todos creyeron que eran noticias. “Lo pedían los diarios”, dijo mucho después De la Rúa para explicar el nombramiento. Eramos un país que creía en los grandes diarios.  

Después todo se precipitó. Eramos sensibles a cualquier estornudo en el mundo. Cavallo se encogía de hombros porque aplicaba el programa del FMI. Como si depender del FMI hubiese sido un accidente meteorológico. Y mientras tanto, en la espuma, había una grieta semejante a la actual, sólo que ahora le ponemos palabras, sólo que ahora éste es un país politizado. En la espuma había incluidos que viajaban a Miami y se erotizaban con ser pasajero frecuente, y había familias de clase media que volcaban hacia la villa, y había pibes de la villa, miles, que murieron en esos años por el paco o el gatillo fácil. Los excluidos primero no entendían. Sobre todo los de clase media. En las empresas grandes les ponían councelors para entrenarlos y prepararlos en la búsqueda del nuevo trabajo. Pero no había nuevo trabajo. Todo era una puesta en escena.

Por primera vez, el capitalismo no buscaba solamente explotar a los trabajadores. Para explotarlos, necesitaba generar condiciones en los que millones de personas comiendo de la basura fueran el excedente de población prescindible a la vista, y al mismo tiempo bloquear cualquier reclamo sindical. En 2001, este pueblo estaba moralmente quebrado, porque el peronismo primero y el radicalismo después habían sido infiltrados por las ideas de época, que no estaban destinadas a confluir en un partido político, porque entre esas ideas figuraba la de erradicar la política, hegemonizando bipartidismos infames, que los que poco a poco fueron implantando en Europa. Una prioridad poco mencionada del neoliberalismo es la destrucción de los partidos políticos y de todas las formas de representación popular.  

En 2001, por ejemplo, en medio de la crisis imparable que nos venía de frente y que sólo dimensionaban sus generadores, un técnico del FMI dijo que en la Argentina todo funcionaba perfectamente, y que la depresión general, la impotencia sexual, los abusos de alcohol, la descomposición de las familias, el hambre de los cartoneros que hicieron su irrupción fantasmal al caer la tarde en la gran ciudad, era un “problema psicológico”. 

En 2001 ya había tomado cuerpo, forma, y una gran porción del sentido común la abstracción “los mercados”. “Los mercados”–que eran los bancos trasnacionales, el sistema financiero internacional, las corporaciones mediáticas que ya comenzaban su cartelización global–, eran el realidad algo así como tutores invisibles, o ánimas en pena buscando más dinero, o entes abstractos e inaccesibles que desde un no gobierno y desde un no lugar en las instituciones, subían o bajaban el pulgar ante cualquier decisión política. Lo levantaban si se tenía “el coraje” de hacer sufrir a un pueblo. Lo bajaban si alguien se rebelaba. Mucha gente lo aceptaba como argumento. “Los mercados” nos tenían pendientes cada día del “riesgo país”. Los grandes diarios publicaban el “riesgo país” diario en sus tapas. 

En 2001, meses antes del estallido, las esquinas eran paradas obligadas para trapitos, equilibristas, vendedores de curitas, de metros metálicos o de ventiladores portátiles. El desempleo ya era una mancha venenosa que se extendía. Muchos de esos jóvenes y hombres y mujeres de mediana edad, venían de años de tener trabajos estables. Recuerdo a Celia, que vendía fresias a dos pesos el ramo de seis. Celia había trabajado los últimos años en una casa de familia, cuidando a dos niños cuyos padres trabajaban en una empresa de seguros. La empresa había quebrado. Los despidieron a los dos, que a su vez despidieron a Celia. Ella tenía más de cincuenta años. Tardó tres meses en reaccionar. Tres meses de mirar fijo la pared del cuarto que compartía con su hermana en Lanús. Hasta que decidió salir a las esquinas de Palermo con sus ramos de flores. No ganaba mucho. Casi nunca le alcazaba ni para una buena cena. Pero me dijo: “Por lo menos estoy en la calle, hablo con alguien, vuelvo a casa con algo. Si no, voy a mirar la pared hasta que me muera”. 

El 2001 quebró, entre otras muchas empresas, una juguetería emblemática, El País de las Maravillas. Tenía deudas porque había pedido créditos que no podía pagar. Había despedido a la mitad de los empleados. Pero ni aun así pudo sobrevivir. Uno se había acostumbrado a las veredas salpicadas de carteles que rezaban “Todo al costo por cierre”. Nuestras vidas estaban al costo por cierre. Las políticas de Cavallo nos redujeron a eso como ciudadanos. No influíamos o no sabíamos cómo influir, porque nadie nos representaba. 

En 2001 había grescas y peleas a cada rato y por diversas cuestiones. La gente estaba irritada. Había piñas en aeroparque si se caía el sistema, piñas en la calle si un auto pasaba a otro y lo rozaba, piñas a la salida de los boliches, piñas en los lugares de trabajo por serruchadas de piso o sospechas de algo por el estilo. No acertábamos a diagnosticar correctamente nuestro malestar, y eso no era casual: era la obra maestra del neoliberalismo, cuyos principales cómplices no fueron en un principio los políticos sino las líneas editoriales de los grandes diarios, que reforzaban la idea de que Domingo Cavallo nos devolvería a la burbuja de la convertibilidad. ¿Cuál podía ser la lógica de que la llave de la salida la tuvieran los portadores de las ideas que nos habían hundido? Los formadores de opinión, que actuaron impunemente y lo siguen haciendo todavía hoy. Y claro que para aquel estallido de desesperanza, para aquel grito de que se fueran todos y que no quedara ni uno solo, también colaboraron activamente y uno por uno los dirigentes políticos y sindicales que uno por uno se fueron arrodillando ante las conveniencias, ante los premios, los sobres, los canjes, las promesas, las servilletas, las fotos, los asados, las convicciones a las que una por una fueron renunciando. 

Después llegó el corralito, la clase media en estado catatónico en la puerta de los bancos, la gente agarrando a patadas a los cajeros automáticos, los infartos en las colas y hasta en las gerencias de los bancos y, hacia fines de año, los saqueos. Y De la Rúa diciendo por cadena nacional que todo funcionaba con total normalidad. Esa desconexión, esa desidia, fue el detonante. Antes de que terminara el discurso ya todo era ruido a cacerola, ya todo era caminata inorgánica a la Plaza, ya todo era un solo grito, que se fueran. En este repaso acelerado, yo me quedaría pensando en el detonante, en la gota que rebasó el vaso de hastío, indignación y sufrimiento: un Presidente sin la menor conexión real con su pueblo. No sé si esa descripción les hace acordar a algo.