La crudeza brumosa y húmeda del otoño no los disuadió. Apenas terminó la marcha mundial de los indignados del 15 de octubre los indignados ingleses siguieron el ejemplo de Nueva York y Madrid. Las 150 carpas en las que se instalaron en las afueras de la Catedral San Pablo de Londres suscitan miradas de ironía de los elegantes transeúntes que se mueven por esa zona de la capital inglesa. San Pablo es la antesala al corazón de la City, al antro de las finanzas mundiales contra las cuales los miembros del Occupy London Stock Echange manifiestan. “Con el correr de los días nos fuimos organizando. Hace frío, mucha gente nos mira con sorna, pero también hay mucha solidaridad de otros paseantes”, cuenta Danielle Allen, una maestra de 25 años, sin trabajo, que descubre por primera vez la acción social en plena calle. “Capitalism is crisis”, dice una bandera desplegada en la explanada de la catedral. El cuadro es insólito: caballeros famélicos, trajeados como lores caminan entre las carpas del campamento con aire de atravesar un jardín. Los jóvenes que montaron las carpas obtuvieron una victoria, por más pasajera que sea. Con la bendición del reverendo Giles Frases convirtieron a ese centro mundial de las finanzas en su morada sin que, hasta ahora, la policía los fuerce a partir. Instalaron baños móviles, una “carpa cocina”, una “carpa enfermería”, otra que funciona como un jardín de infantes y una más donde se llevan a cabo talleres de todo tipo.

Odiados y odiadores se cruzan a veces con interés, otras con una indiferencia de seres invisibles. A la hora del almuerzo, muchos de los empleados de la city se detienen a leer los mensajes de las banderas y algunos entablan conversación con ellos. “Me resultan simpáticos, porque son combativos, pero no estoy de acuerdo con ellos. Las finanzas producen riquezas para todos. Las banderas son divertidas, pero reflejan un mundo imaginario”, dice uno de los eminentes habitantes de la city. Está vestido según la última moda: traje impecable, pero sin corbata. El sueño era ocupar la Bolsa. Spyro Van Leemen, uno de los representantes del movimiento OLSX, Occupy London Stock Echange, asegura que nadie los moverá de allí: “Nos vamos a quedar todo el tiempo que haga falta para que el gobierno entienda y se decida a cambiar el orden de las cosas”. El joven tiene, como los otros, una convicción inquebrantable y un montón de causas que convergen en una: la reparación de las injusticias, empezando por las que provoca el impune sistema financiero. Las conversiones entre los ocupantes traducen sus preocupaciones, perfectamente reflejadas en las banderas y graffiti: la democracia, la justicia, el excremencial sistema financiero, la corrupción, las manos manchadas de los políticos, el desempleo, el precio alucinante de los alquileres, el fin de la ocupación de los territorios palestinos. No son ni marxistas, ni revolucionarios, ni comunistas, ni anarquistas, ni de extrema izquierda. “Somos del partido de la solidaridad mundial”, dice Andrew, un muchacho de 25 años que trabaja tres días por semana en un depósito de Londres y viene al campamento los días libres. Andrew es miembro del otro movimiento que organiza la ocupación de la explanada de la catedral, Uncut, cuya meta es protestar contra la masa de recortes en los gastos públicos decretada por el gobierno del primer ministro David Cameron. 

Alrededor el viento agita las banderolas con los mensajes ya universales: “Salven a la gente, no a los bancos”. Las campanas suenan y los jóvenes bailan. El reverendo Giles Frases pactó con los acampados para que se alejaran de las escaleras y a la policía les pidió que no rondaran por los alrededores de la catedral anglicana. El cordón policial se formó un poco más lejos, en la Square Paternoster, por donde se ingresa a la Bolsa de Londres. El reverendo Frases simpatiza en silencio con esa juventud que se instaló en las puertas de su reino de forma pacífica y haciendo sacrificios. Pero con el paso de los días las cosas se complicaron. Las 70 carpas del principio se hicieron ahora más de 150. La visita de la Catedral es paga pero la presencia de los indignados ahuyenta a los turistas y curiosos. El campamento es una atracción mayor que la misma catedral y la gente no entra. 

“Eso son nuestras democracias, pura apariencia, falsa libertad”, dice con rabia Clem O’Neil señalando el cordón policial que protege los tesoros financieros de la city. Las noches son largas. El frío se cuela sin piedad. Los indignados londinenses tienen un enemigo más poderoso que la policía o la Bolsa: el frío. Por momentos el viento sopla con una vehemencia ya invernal. La jornada en el campamento transcurre con muchas actividades. Talleres de reflexión sobre la economía, la política o el sistema financiero, encuentros con la prensa y un montón de trabajos prácticos impuestos por la vida en un campamento urbano. Uno de los problemas más grandes que tienen es el de la limpieza, después viene el de la alimentación y el de mejorar el inexistente confort. La cuestión de la limpieza es esencial para evitar que las autoridades encuentren en la suciedad un argumento para desalojarlos. El principio es inamovible: “Hacer del campamento una base permanente”, explica uno de los portavoces de los indignados. Están bien organizados y se reparten las tareas según un orden ya pactado. Conseguir comida para tanta gente es una hazaña diaria, pero los indignados no se venden a cualquiera. Durante una asamblea decidieron de quién iba a aceptar ayuda y de quién no. Por unanimidad excluyeron cualquier contribución que venga del McDonald’s. Nadie parece estar en conflicto. Los turistas acuden, sacan fotos, otra gente viene a traer sillas, mantas, comida, algunos banqueros, los auténticos, se detienen a hablar con los muchachos. “Me da curiosidad ver tanto sacrificio y saber, en el fondo, que estos chicos no entienden cómo funciona el mundo y cuán indispensables son los bancos”, explica Peter, un analista financiero de la city que esparce buen humor con el tono de su voz. “Claro –reconoce– que hay banqueros deshonestos y eso de los bonos en momentos como éstos no es una buena idea, es injusto, pero no por ello quemaremos un sistema que mueve al mundo y crea riquezas”, explica y se va mirando su reloj. Dan Gregory, un corredor de Bolsa, es menos condescendiente. “Esta gente quiere que vuelva el comunismo, están locos”, espeta enojado. Es inexacto. Son demócratas sin trabajo, excluidos, son los elegidos para solventar el tributo de la corrupción, la impunidad, la irresponsabilidad de un mundo que se destruye a sí mismo. El tiempo parece haberse detenido. Esto no es Londres sino un lugar en el Universo. Un lugar expuesto e incomprendido. Tanta voluntad, tanto empeño, tanta soledad. “In a foreign city once again / You waved weekly in the night”, dice la canción de John Martin. “Tengo fe lo mismo”, reconoce Michael, un indignado de ojos que sueñan despiertos. “Fe de que poco a poco el mundo tome conciencia y de que, todos juntos, seamos capaces de poner en movimiento, en cada lugar de este planeta agonizante, una fuerza tan grande como la que los egipcios echaron a andar en la Plaza Tahrir.” En el fondo, ese es el sueño de todos: un Tahrir universal contra el capitalismo, por la democracia participativa, un retorno a los valores y a la moral fundadoras. Por eso resisten a todo: a la ironía, a la indiferencia, al cinismo, a la estupidez, a la ignorancia, al hambre, al frío otoñal de Londres, a estas palabras. Son poetas. Y como todos los poetas, no viven envueltos en sueños sino en la desnudez de la realidad. Bajo la pálida luz de la mañana londinense, nada tienen de “indignados”. Son, más bien, seres que no se resignan a aceptar la voraz desproporción del mundo, que no caen en depresiones metafísicas profundas porque no pueden comprarse el último modelo del Iphone o del Ipad.