Así como la medicina ha producido avances con descubrimientos impensados (al estilo de Fleming y la penicilina), la matemática tuvo también contribuciones inesperadas, o al menos, no convencionales. En particular, la matemática recreativa ha sido una usina generadora de múltiples teorías, algunas más antiguas y de un peso específico asombroso, como la Teoría de Probabilidades y otras más recientes, como la Teoría de Juegos. Pero los juegos... sí, jugar, elaborando estrategias para ganar (o al menos no perder) así como juegos más clásicos (como los dados) han sido claves para entender procesos que hoy son de uso cotidiano. Me explico.

Si uno quiere rastrear los primeros indicios de la Teoría de Probabilidades, puede llegar hasta el siglo XVII e incluso al XV con el científico italiano, Gerolamo Cardano, que sabía de todo, o al menos, sabía de todo lo que se sabía en ese momento. Pero, al mismo tiempo, él mismo era un fanático de los dados. Su bagaje intelectual lo llevó a estimar qué posibilidades tenía de ganar cuando jugaba y, en algún sentido, así aparecieron las primeras semillas del cálculo de probabilidades.

Pero las contribuciones inesperadas surgieron de los jugadores, o mejor dicho, de los apostadores.  Los promotores genuinos, los que impulsaron el avance de una parte de la matemática, fueron aquellos que apostaban dinero. Es fácil jugar para entretenerse cuando no hay nada para perder, salvo el orgullo. Pero cuando la apuesta “cuesta”, nadie quiere jugar a ciegas.

Los que jugaban “por plata”, empezaron a estimar qué es lo que más les convenía hacer ante cada situación que se les presentaba. Como no existía una teoría o una estructura del conocimiento a la que recurrir, cada uno hacía sus predicciones en función de lo que le parecía que tenía que pasar... Después, la única validación posible era a través de la experimentación. Si los cálculos habían sido correctos, ante los mismos antecedentes tenían derecho a esperar los mismos consecuentes. Esa era la clave entonces (como lo es aún hoy). Si yo replico las condiciones en las que usted desarrolló su experimento, debería obtener los mismos resultados que usted. Si esto no sucede, hay algo que no funciona y la supuesta teoría queda invalidada.

Los jugadores de dados por ejemplo, seguían inventado distintas variantes para después poder apostar. Algunos de ellos recorrían diferentes pueblos y aprovechaban el conocimiento que iban adquiriendo y tomaban desprevenidos a los habitantes de cada lugar. Uno de los juegos clásicos de la época era el siguiente: se tiran tres dados y el objetivo es apostar sobre el resultado que se obtiene al sumarlos.

Para que pueda ponerse “en clima”, tengo una pregunta para hacerle. Usted y yo estamos por jugar a los dados y vamos a apostar al número que resultará la suma. Antes de hacerlos rodar yo le propongo lo siguiente. Ponemos 100 pesos cada uno. Tiramos los tres dados. Si la suma da 18, gana usted. Si la suma da nueve, gano yo. En el caso que se obtenga cualquier otro resultado, empezamos de nuevo hasta que gane alguno de los dos. Usted... ¿aceptaría? Tómese un instante para pensar. Creo que usted advierte que hay una diferencia entre las posibilidades que tendría yo y las que tendría usted. ¿Por qué?

Es que, mientras hoy una única manera de sumar 18 (los tres dados tienen que salir seis), hay seis posibilidades distintas para que sumen nueve. Son estas:

 

1-2-6, 1-3-5, 1-4-4, 2-2-5, 2-3-4 y 3-3-3  (*)

 

Como usted ve, la suma resulta ser nueve en cualquiera de estos seis casos. Para que usted gane (y se lleve los cien pesos que yo puse), tiene que salir una única combinación: 6-6-6. En cambio yo ganaría con cualquiera de las seis que figuran en (*). En todo caso, jugar “mano a mano” implica una fuerte desventaja para usted. Una manera de resolver el problema sería si yo le pagara 600 pesos si los dados suman 18, mientras que usted me pagaría solamente 100 si saliera cualquiera de las seis que suman nueve. Pero esa es otra historia.

Quiero volver al siglo XVII. Un grupo de apostadores paseaba por diferentes pueblos llevando el típico juego de dados: tirar tres y apostar dinero a los distintos números que podían ofrecer las sumas. Ya estaba claro que nadie apostaría “mano a mano” a que la suma fuera tres o dieciocho. Sin embargo, uno de los jugadores de ese pueblo, empezó a sospechar que había algo “raro”. Durante varias noches seguidas, él había apostado a que la suma daría nueve mientras que el apostador itinerante, el “casino”, si me permite el término, apostaba el mismo dinero a que la suma saldría diez. Si daba cualquier otro número, repetían el tiro.

La reflexión del jugador “local” fue: “Para que juguemos ‘mano a mano’, las posibilidades de sumar 9 o 10 deberían ser las mismas. Si no, no juego”. Y contó.

 

Hay seis formas de sumar 9: 1-2-6, 1-3-5, 1-4-4, 2-2-5, 2-3-4 y 3-3-3.

Hay seis formas de sumar 10: 1-3-3, 1-4-5, 2-2-6, 2-3-5, 2-4-4 y 3-3-4.

 

Como había la misma cantidad, se quedó tranquilo y empezó a jugar. Y jugó mucho. Como a medida que pasaba el tiempo perdía más veces que las que ganaba, comenzó a sospechar. Lo primero que hizo fue sospechar de su suerte. ¿Tendría tanta mala suerte? Le pidió a su mujer y también a sus amigos que jugaran por él, pero siempre manteniéndose “leal”: él elegía “suma nueve” y el visitante, “suma diez”. Pero seguían perdiendo.

El próximo paso fue sospechar de los dados.”¡Claro!, ¿cómo no lo pensé antes? Tienen que ser los dados”. Cuando creyó que había resuelto el problema, propuso –desafiante– que le dejaran traer sus dados. Y sí, lo dejaron. Pero igual siguió perdiendo... o por lo menos, perdía más veces que las que ganaba. Ya estaba empecinado. ¿Dónde estaba el error?

El hecho es que (y esta parte de la historia está publicada en muchos lugares por lo que sospecho que es cierta), decidió consultar[1]. Por supuesto, en aquella época uno no le consultaba a cualquiera. Si se trata de consultar, lo hizo con el mejor.  Fue y le preguntó ... a Galileo. Sí: ¡a Galileo! ¡Al mismo Galileo que conoce usted!

Obviamente y como era esperable (si no, no sería quien era, y yo no estaría escribiendo esta historia), Galileo le resolvió el problema. ¿Cómo hizo? 

Galileo le dijo que tenía razón, que había la misma cantidad de formas (seis) de sumar nueve o diez con los tres dados, pero que había una sutil diferencia que en principio parece imperceptible, pero al jugar muchas veces terminaría por tener incidencia en el resultado final. Y le mostró que esas seis formas no se obtienen con la misma probabilidad. El apostador se quedó mirándolo perplejo, porque no lo entendía... y quizás, usted tampoco me entiende a mí. Me explico con algunos ejemplos.

Tome  una de las posibles formas de sumar nueve: 3-3-3. Para que esto suceda los tres dados tienen que salir iguales a tres. Todo bien. Pero ahora, fíjese en otro caso que también suma nueve: 1-4-4. Ahora sí hay una diferencia. Es que no hay una única forma de obtener 1-4-4. Como son tres dados, cualquiera de los tres es el que puede tener un ‘as’ (y los otros dos, tienen que tener un 4). O sea, hay tres formas diferentes: 1-4-4, 4-1-4 y 4-4-1. Es decir, si bien al mirar las caras que quedaron “arriba” uno verá un uno y dos cuatros, hay tres maneras distintas de que esto suceda, y eso va a depender en cuál de los tres dados aparezca el as.

Otro ejemplo. Contemos juntos las formas en las que se puede obtener la combinación 1-2-6. ¿Cuántos habrá en este caso? 1-2-6, 1-6-2, 2-1-6, 2-6-1, 6-1-2 y 6-2-1.

O sea, en esta situación, cuando los tres dados son distintos (1, 2 y 6), hay seis formas de que aparezcan.

Creo que ahora estamos en condiciones (usted y yo) en entender qué es lo que pasaba, y poder explicar por qué el apostador local perdía frente al itinerante más veces que las que ganaba. En principio, como cada dado puede salir de seis formas diferentes, y son independientes, entonces al arrojarlos, hay: 6 x 6 x 6 = 256 resultados posibles.

Contemos ahora cuántas de las 256 suman nueve y cuántas suman diez.

En los casos en los que los tres dados tienen que salir distintos (1-2-6 o 1-3-5 o 2-3-4) hay seis formas para cada uno. En los que hay dos iguales y el otro distinto (1-4-4 o 2-2-5), hay tres maneras y cuando los tres son iguales (3-3-3) hay una única forma. Haga la suma y verá que en total hay 25 posibilidades con las que se obtiene nueve.

Miremos lo que sucede con suma 10. Hay seis maneras distintas en las que los dados sumen 10: 1-3-6, 1-4-5, 2-2-6, 2-3-5, 2-4-4 y 3-3-4.

Como antes, cuando los tres dados son distintos (1-3-6 o 1-4-5 o 2-3-5), hay seis formas para cada una. Cuando hay dos iguales (2-2-6 o 2-4-4 o 3-3-4) hay tres maneras para  cada una. Para este caso (suma 10), no hay ninguna que requiera de los tres dados iguales. Al sumar, se obtiene...

 

¡27 formas de sumar 10!

 

Este es exactamente el dato que hacía falta. Mientras hay 25 formas de sumar nueve, hay 27 de sumar diez. Listo. En el total, de las 256 combinaciones posibles, hay dos más que suman 10 que las que suman 9. ¡Esa es la diferencia! ¡Por eso ganaba más el “apostador itinerante”! El visitante ganaba más veces que el local, sencillamente porque tenía más posibilidades a favor.

Misterio develado entonces. Galileo pudo... y creo que usted también. ¿Qué notable tenerlo cerca en ese momento, no? ¿Habrá ido a la escuela pública Galileo?

 

[1] “Sopra Le Scoperte dei Dadi”, Galileo Galilei, Opere, Firenze, Barbera, 8 (1898), pp. 591-594.