La sierra sin fin en la fábrica recuperada corta una crisis porque aquello que subestimamos en el presente puede ser un problema futuro. En el mismo sentido, se dice en el ámbito de la cosecha, que todo crece más fuerte cuando se lo talla. El riesgo de encontrar la solución simple a un campo complejo puede llevar la conflictividad al máximo. Por esa razón “etiquetar” es un verbo peligroso para poder resolver el enigma de la naturaleza.

Sucede que la papa crece por abajo y en cada plaga de langostas suele plantar bandera y dejar a algunos con la boca abierta.

Estas son las conversaciones que escucho detrás de la espalda, apoyado en una barra mientras desayuno en el mercado San Miguel. Inmediatamente se corre el eje de la atención hacia las santerías, con los Cáliz de bronce en sus sofisticadas vitrinas, durante la caminata por las cercanías de Plaza Mayor, hasta que algo me llama la atención. Casi llegando a la Estación del Metro en la Puerta del Sol, más precisamente en el ángulo exacto de la esquina de la calle de Las Carretas, el vendedor de lotería me señala dos de las fortunas de Madrid que debo ganar y guardar.

Una es la parada de los heavy ancianos sobre la gran vía y la segunda es, sin dudarlo, la que repentinamente me hace saltar la Cibeles y tomar la decisión de volver de urgencia a Buenos Aires en apenas 24 hs.

Sin tener nada en común, como dos corazones en tiempo distinto, la sensación no me deja partir precipitadamente de España, sin la visita al Rastro de Madrid para llevarle un objeto a quien dice saber el día que Duchamp se llevó un sanitario del Mercado Central dejando, en el ámbito bonaerense, a todos orinando fuera del tarro.

Llevarle de allí un presente a los muchachos que dicen tener la posta en Buenos Aires, puede ayudar a encontrar el argumento a una analogía imposible.

La misma conexión que tiene la papa en la boca, como lenguaje de la impostura y el caballo de Troya de lata que conseguí en un puesto del rastro madrileño, quizás sea el disparador para etiquetar superficialmente a uno de los mejores ejemplos del humo envasado en origen: el Dadaísmo.

El último intento, antes de salir al aeropuerto, para llevarme un poco del aire de Madrid, es mirar a través de la ventanilla en el bus, el aire aristocrático que me intimidó del barrio Salamanca antes de caminar desde la puerta de Alcalá a la casa de Ortega y Gasset.

El caballo engañoso me hace pensar en el capolavoro del “Laocoonte y sus hijos”. Un sacerdote troyano devorado por serpientes, escultura misteriosa hoy en Los Museos Vaticanos que marca la itinerancia de la historia.

Ya cansado, en el vuelo nocturno, embarco sin demoras en Barajas y aterrizo en Ezeiza a las 6 de la mañana ya enfocado en descubrir el secreto de Duchamp, un gran amante del humo burgués en la tierra de Yupanqui.

La épica de la seducción con el dadaísmo despliega sus alas con un movimiento revolucionario, pero también con alguna frustración y se habla, generalmente los mediodías, en las parrillas que impregnan el humo de la ropa de los que paramos siempre por la Ricchieri a escuchar.

Una de las experiencias es la del vigilante de Flores, que para los oídos del asador, el chueco como le dicen sus compañeros, es un gran vendedor de humo.

Cuenta, por lo bajo, en una de sus historias incomprobables, que Duchamp usó los sanitarios descartados del Mercado Central para manifestar una suerte de orgullo del ego argentino.

Le doy crédito a esa leyenda, más por vocación de escuchar que por verídica, pero un productor regional se queja por la asimetría del costo del cajón de frutas en su campo y en el colosal escenario de verduras murmura que solo hay un antecedente de la visita. Imagen cinematográfica de una feria con el color del sentimiento popular, el más variado de los museos vivos.

En esa jornada laboral todos coinciden en que el mito lo inicia Giuseppe Arcimboldo. Habitué del atardecer del mercado lo coloca en peregrino de los cajones de frutas y del trabajo de los productores y las economías regionales. El italiano, con presencia en la ferias del conurbano de la Matanza y Tres de Febrero, se hace conocedor del yeite mejor que nadie y hace memoria siempre a un guiño, en las madrugadas del capo de los changarines, que le señala cual viene picado.

Desde que el ajedrecista francés tuvo ese dato armó una alianza para mandar fruta con el mingitorio que le regaló una familia de la economía popular. Mientras las chimeneas de las fábricas de Avellaneda no alcanzaron para el caudal de la humareda.

Se cuenta que el joven dadaísta es gran encantador y exige para su obra, girar por la autopista Ricchieri y pasear por ese amor platónico, el cuerpo de una trabajadora textil, que vive en el rio verde.

Su cauce queda oculto después del complejo recreativo S.e.t.i.a; en esa obsesión por la sirena del arroyo que lo deja atrapado con sus fantasías y escapa a un parque de diversiones de la zona para llegar ramificado al viejo Interama. En esa odisea la experiencia de Laocoonte lo rescata para un recorrido por el Italpark, en Libertador y Callao. La corriente es tan suave que suena a poco, como un tajo en el medio de la tela de Lucio Fontana.

Inconfundible, el tango “Nada”, interpretado por Julio Sosa, lo llama subido a la montaña rusa y lo retiene en su deseo de hacer la muestra en el Palais de Glace para conmover a la compañera que lo trajo a la tierra de Carlitos Balá. Pero Duchamp quiere conocer la Argentina y demanda la visita al campo de la gloria donde el padre de la patria gana, en estrategia de pinza, la Batalla de San Lorenzo.

Con el cambio de plan, queda roto el brazo de la escultura de “Laocoonte y sus hijos” y su destino es vivir enterrado en la misma esquina de Retiro donde estaba el Parque Japonés que cantaba Gardel.

Los bomberos voluntarios de Vuelta de Rocha rescatan el pedazo intacto y lo devuelven para su restauración. En un brindis, la frivolidad del dadaísmo los enamora.