En varias oportunidades, abordando distintas problemáticas del área metropolitana, hicimos tangencialmente referencia a los estructurales problemas de infraestructura que el crecimiento aluvional no planificado del conurbano –con sus grandes espacios intersticiales– traía aparejado. Esto se aplica tanto en lo que se refiere al ensanchamiento de la grieta (ya que la palabra está de moda) social, como en el acceso a los servicios y en definitiva al ejercicio efectivo de los derechos por parte de una porción importante de la población (Ver www.pagina12. com.ar/diario/suplementos/m2/10-3089-2016-04-02).

Probablemente, para aquel lector que se crió, creció y transcurrió su vida en alguno de los variopintos barrios porteños, o en alguna zona de clase media consolidada del primer cordón, no sólo sería superfluo consultar si la vivienda o terreno que quiere adquirir o alquilar cuenta con servicios de red de agua corriente, luz, gas o cloacas, sino que daría por hecho que hay asfalto, sumideros, cordones cunetas, plazas y espacios verdes públicos. Y que todo eso fue hecho o ya fue proyectado por el Estado. 

Pero estos presupuestos lógicos y básicos de planificación y responsabilidad estatal se circunscribieron a los límites de la Capital Federal y al radio céntrico de las principales estaciones ferroviarias del Gran Buenos Aires. El resto del territorio está en manos del mercado, de las iniciativas particulares o de los actores y/o activistas de las emergencias habitacionales que se sucedieron en las últimas décadas.

Los pobladores que fueron llegando y asentándose en estos terrenos, tuvieron que ejercer el rol de “colonizadores” de las barriadas creando asociaciones, sociedades de fomento e instituciones cuya principal misión era la de gestionar ante el Estado la provisión de servicios. O, ante la ausencia o parsimonia gubernamental, darse sus propias normas y reglamentos de construcción, de ocupación del suelo y de convivencia. A medida que iban consiguiendo sus objetivos, esas entidades pasaron en muchos casos a transformarse en clubes sociales o deportivos.

No es objeto de esta columna realizar un ensayo sobre el poblamiento y urbanización del conurbano bonaerense, y por lo tanto dejaré en el tintero varios párrafos que merecerían llevarse las grandes inmobiliarias (Vinelli, Tarraubella, Kanmar, etc.) que lotearon con la anuencia de los Municipios durante varias décadas del siglo XX cientos de kilómetros cuadrados de terrenos que no siempre estaban en condiciones urbanizables. Estos loteos con tamaños promedio de 250/300 m2 comenzaron a dejar de practicarse en los noventa para comenzar a comercializarse grandes fracciones de las franjas periurbanas para la construcción de countries y barrios privados, comenzando a operar otros actores del mercado inmobiliario. 

Contra lo que pudiera suponerse, esta tendencia de poblamiento y urbanización del estilo “hágalo usted mismo” en el conurbano no se ha extinguido y si bien en los últimos años los gobiernos locales –sea por pensamiento estratégico o por simples razones electorales– tomaron mayor protagonismo en la planificación de los usos y ocupación del suelo. A veces la movilización social y vecinal toma una dinámica, y el Estado les va a la zaga. Valgan como ejemplo estos casos del Municipio de Lomas de Zamora (se repiten casos similares a lo largo y ancho de la región metropolitana) que comienzan en los años 2008/2009, y si bien han sido próximos el paso del tiempo nos permite una mejor visualización y apreciación de los hechos. 

Campo Tonghi

A fines de 2008, en un terreno de 110 hectáreas conocida como Campo Tonghi, a la vera del Camino Negro, entre las populosas localidades de Ingeniero Budge y Villa Albertina, unas 3.500 familias de escasos recursos  hicieron una toma. Organizaron un loteo interno, planificaron la apertura de las calles y gestionaron ante las distintas instancias gubernamentales su urbanización y regularización. Hoy, como se puede apreciar en las fotos, ya es un barrio consolidado, humilde pero con un nivel de equipamiento y planificación del espacio público muy superior a los asentamientos y villas de la zona.

Aquí hay que hacer un paréntesis auto referencial: soy un militante convencido de la planificación estatal estratégica del espacio público y de los usos del suelo. Por lo tanto del mismo modo que considero un gran retroceso que el Estado delegue en el mercado sus facultades regulatorias, fomentando la “ley de mas fuerte”, también considero inapropiado que en aras de motivos aparentemente solidarios se permita o fomente la “ley de la selva” entre las clases populares. Así acceden a los derechos aquellos que tienen la fuerza, apoyo o predisposición a la acción directa por sobre aquellos sectores también postergados que optan por acudir a los mecanismos de reclamo institucional. 

Pero así como me resulta inapropiada la vía de la acción directa irregular para efectivizar el derecho a la vivienda considero un real desatino que el Estado haya permitido la existencia durante décadas de un terreno baldío de 110 hectáreas a menos de 10 cuadras de la Ciudad de Buenos Aires, rodeado de asentamientos precarios sin intervenir, ya sea mediante expropiación o negociación para que dichos terrenos cumplan una función urbana.

Parque Finky

Para esa misma época, en el  mismo municipio, un conjunto de vecinos de la zona de Temperley y Turdera (típicos barrios de clase media), preocupados por rumores que señalaban la probable toma por parte de familias carenciadas de una fracción de terreno de diez hectáreas junto a las vías, se auto organizó para hacer un espacio verde público que no existía en la zona. El nombre del lugar viene de que por muchos años el ferrocarril le alquilaba el lugar a un señor de apellido Finc, lo cual derivó en que se llamara “lo de Finky”. Con una capacidad de organización y compromiso envidiable (aunque pareciera que ya es común en esa zona, tal como lo evidencian los vecinos del grupo Fuenteovejuna) comenzaron ellos mismos a desmalezar y a plantar árboles, logrando que el Municipio construyera una pista aeróbica y posteriormente le proporcionara un equipamiento y un cuidado envidiable que los propios vecinos se encargan de monitorear.

En estas dos historias, cuyos protagonistas son dos colectivos sociales aparentemente disímiles, el hecho de ser habitantes/ciudadanos de un conurbano que no deja de estar signado por la impronta del “hágalo usted mismo” para que luego recién llegue el Estado –como la caballería en las viejas películas de westerns– a socorrer a los actores, los emparenta en sus luchas y en sus modos de acceder a los derechos.