Existen fenómenos de comunicación política especialmente difíciles de comprender desde la economía. En estos días se volvió muy presente una idea increíble: el verdadero ajuste, el ajuste “en serio” –como si el ocurrido en este casi año y medio de regreso al neoliberalismo hubiese sido “de mentirita”– ocurrirá recién después de las próximas elecciones de medio término. No lo dicen analistas aislados, sino que lo dejan trascender prominentes funcionarios a los más conspicuos periodistas del régimen, quienes difunden la idea en la cadena nacional de medios privados y públicos.

 A quien escribe, quizá por ignorancia política, le resulta realmente extraordinario que tales cosas se digan abiertamente. Después de 17 meses en los que un programa económico de shock sumergió a la economía en una profunda estanflación, ya no se promete el prehistórico “segundo semestre”, ni “brotes verdes”, ni “lluvia de inversiones”, sino solamente más ajuste. Convéngase que es llamativo. Se supone que las elecciones las ganan los discursos que enamoran. Puede comprenderse que exista un sector de la población muy ideologizado en su odio al gobierno anterior, un sector que seguramente se encuentra mayoritariamente a salvo de la intemperie de las subas tarifarias y de las penurias de la pérdida del poder adquisitivo. 

¿Pero alcanza esta porción para ganar elecciones? ¿Habrá una estrategia asegurada para conseguir que la oposición se dividida en mil pedazos? Cualquiera sea el caso, ¿puede “más ajuste” ser la principal propuesta de política?

 Veamos que tiene para decir la economía. Mirando desde la ecuación macroeconómica básica, el oficialismo propuso reemplazar el peso del consumo mediante una expansión significativa de los restantes componentes: las exportaciones, la inversión –pública y privada– y también el gasto.

 Un breve repaso muestra que el nivel de ventas al exterior para un país exportador de commodities, es decir; tomador de precios en los mercados internacionales, no depende de los costos internos, por lo que la devaluación inicial del 40 por ciento, ya recuperada por la inflación, no produjo ningún salto exportador. Los leves aumentos fueron coyunturales y respondieron, primero, a la liquidación de stocks formados a la espera de la devaluación potenciada por la eliminación de retenciones y, segundo, a saldos exportables puntuales emergentes de la recesión interna. De todas maneras, por la selección gubernamental de sectores económicos ganadores, puede adelantarse que si bien no se producirá un salto en el comercio exterior, tampoco debe esperarse un estancamiento o caída. Podrían verificarse incluso subas moderadas, salvo en Manufacturas de Origen Industrial por la caída de Brasil, datos esperables dado el énfasis del lugar del país como proveedor de commodities.

 La contrapartida fue la progresiva apertura importadora que en 2016 produjo un fenómeno extraño respecto al funcionamiento tradicional de las importaciones. “Extraño” en tanto a pesar de la caída de la actividad interna, las compras al exterior aumentaron. Claro que no fue por el lado tradicional de los insumos intermedios y los bienes de capital, sino de bienes suntuarios y de consumo final, muchos de ellos producidos internamente, lo que afectó a la producción local. El resultado fue un déficit de cuenta corriente de 15 mil millones de dólares financiado fundamentalmente con deuda e ingreso de capitales financieros. Un panorama insustentable a mediano plazo.

 El discurso oficial insistió también en que el cambio de régimen entrañaba pasar “de un modelo basado en el consumo a otro basado en la inversión”, como si los dos componentes fuesen independientes o como si existiese una suerte de teorema de reemplazo entre ambos. El crecimiento de la inversión, se dijo, se lograría “mejorando sus condiciones y el clima de negocios”, es decir; bajando impuestos y reduciendo salarios. Ambas cosas se consiguieron en 2016, pero la inversión cayó en vez de subir. La idea de tener un modelo “amistoso con los mercados” tampoco parece haber alcanzado para seducir inversores en capital reproductivo.

 Finalmente el discurso gubernamental propuso por el lado del gasto ambiciosos planes de infraestructura, desde el Plan Belgrano al insondable Plan Patagonia, a los que sumó anuncios de obras en la zona centro, especialmente en las provincias controladas por la coalición gobernante. La visión no merece objeciones. Una fuerte inversión pública en infraestructura es uno de los pilares clave de cualquier Estado desarrollista y, por su efecto multiplicador, un gran instrumento para el impulso de la demanda agregada. El punto es si efectivamente el gasto destinado a inversión en infraestructura crece o crecerá lo suficiente como para compensar la caída del consumo por el lado de los salarios con paritarias que, cuando existen, se cierran a la baja. Por ahora no hay resultados a la vista. Por el contrario, el discurso pro gasto en infraestructura convive con el discurso anti gasto estatal, con la idea remanida de que el déficit del sector público es el causante de la inflación, a la vez motivo de los menores ingresos de los trabajadores y del menor consumo.

 La teoría sabe, en cambio, que la secuencia es exactamente al revés. El déficit fiscal aumentó porque cayó el consumo y la demanda agregada y, por lo tanto, la recaudación. En tanto, la inflación fue producida por el aumento de precios relativos. A la secuencia se sumaron las decisiones de reducción de los ingresos públicos vía eliminación de impuestos. El resultado neto fue la contracción del gasto en términos reales, con prescindencia del previsible aumento del déficit.

 El balance preliminar muestra que la economía no funciona como el gobierno prometió o creyó que lo haría. La continuidad de la recesión está asegurada. Pero aun en caso que se consiga frenar la caída por unos meses, la distribución del ingreso en contra de los salarios ya se encuentra un escalón más abajo. Frente a este escenario adverso, si quienes toman las decisiones de política están convencidos en sus recetas, sólo queda “el sinceramiento” de la profundización del ajuste y la contención política de dividir y criminalizar al adversario.