Toda paz nace de una violencia que la funda. Freud, Benjamin, Heidegger, más acá en el tiempo, Foucault, Derrida, supieron ver en la tensión entre guerra y paz algo que mostraba, no la oposición organizada entre cada extremo, sino una oscura dependencia. No hay otro modo de entender la angustia y el horror que invade al mundo luego del avance de Rusia sobre Ucrania: algo apareció en el horizonte, pero, para nuestro siempre renovable horror, no es nuevo, sino tan viejo como todo lo que la humanidad ha construido desde que es tal. No existe paz sin guerra que la sustente y, a la larga, la paz se desvanece y todo lo que ese tapón conceptual fingía controlar nos explota en la cara. De ahí la enorme cantidad de pensadores que parten de la hipótesis de una guerra profunda, interior, cuyo despliegue puede ser pensado con las categorías filosóficas actuales, pero sólo para demostrar críticamente las limitaciones de esos mismos términos. Éric Alliez y Maurizio Lazzarato hacen exactamente eso en Guerras y capital. Una contrahistoria, libro de 2016 aparecido recientemente en castellano, con un breve prólogo (pandémico y a escasos meses de este conflicto) que parece decirle al mundo: “yo te avisé”.

El principal punto de reflexión (o de ataque) del libro es esa línea de pensamiento surgida luego de los movimientos del 68 en territorio europeo, con epicentro en Francia. Michel Foucault fue, sin dudas, el que mejor condensó ese impulso, esa moda. Foucault entiende que es difícil pensar el presente, que para poder asirlo hay que ir atrás, a sus complicados orígenes, con el fin de ver en espejo qué de esos inicios inciden en el “ahora”. Por eso es que le dedica su curso en el Collège de France de 1978-1979 a un concepto ya recuperado en el primer tomo de Historia de la sexualidad, pero que poco a poco irá convirtiéndose en central en su trabajo: la biopolítica. En Nacimiento de la biopolítica, se analiza la aparición de una forma de limitar el ejercicio del arte de gobernar ya no de manera externa, como había sucedido en los siglos XVI y XVII a través del derecho, sino vía una limitación interna que el ejercicio del gobierno encuentra para cumplir los objetivos que se plantea a partir del siglo XVIII. Esa autolimitación es llamada “economía política”, y busca siempre acortar los abusos del arte de gobernar restringiendo su accionar y fomentando la idea de una relación libre de auto-control entre los miembros de la sociedad.

Ese “estado de paz” necesario para cumplir el sueño liberal de una sociedad independiente sólo puede sostenerse sobre algo: la guerra. Alliez y Lazzarato dirán: la guerra civil extendida a través del mercado internacional, que no ha hecho otra cosa en los últimos años que volverla más abstracta como principio fundador de todo orden social (lo cual asegura su rápida “transmisión” a todos los espacios del planeta), aunque lo suficientemente concreta para ver su accionar efectivo sobre las víctimas. En los mismos años en que Foucault corría el eje de la “guerra” y la violencia pura como concepto para entender el ejercicio del poder, el mercado llevaba la guerra como guerra colonial, o sea, como un modo de la guerra de todas las guerras, esa “guerra civil”, al llamado tercer mundo. De ahí, el golpe de Estado en Chile en 1973 no fue otra cosa que el momento fundacional de ese nuevo estatuto de la economía mundial: así como los fisiócratas entendían que el despotismo era la mejor manera de tener la calma necesaria para regular las relaciones de mercado; así también figuras como el economista Milton Friedman, habiendo visitado Chile en 1975 (un año antes de recibir el Premio Nobel), estaba más preocupado por la posible mejora de los índices económicos antes que por denunciar o resistirse a la figura de Pinochet. El “milagro chileno” sólo pudo ser posible con una sociedad “pacificada” por el poder soberano del dictador.

Foucault era uno más de los que veían la necesidad de dar vuelta la famosa frase de Clausewitz: la política es la continuación de la guerra por otros medios. Pero Alliez y Lazzarato, con un pie puesto en el presente, rebaten la idea de que la guerra se haya desvanecido microscópicamente en dispositivos de poder puntuales. La guerra se trasladó con su faceta más cruda a los extremos de Occidente, a las antiguas colonias (libres, pero integradas al mercado, esa “sociedad de naciones”), probó allí ser principio fundador de la máquina económica necesaria para poner a andar la máquina de máquinas, el comercio internacional, y ahora regresa como violencia bélica, no a las puertas de Occidente, sino a su interior. La guerra civil como guerra de guerras incumbe los cortes que el mercado produce y sobre los que luego opera: género, raza, clase, etc. No es que hayan cortes sobre lo social que envejecieron y otros más actuales, sino que el mercado produce siempre nuevos cortes, porque es su forma de “individualizar” y promover el enfrentamiento.

Alliez y Lazzarato, en Guerras y capital, en definitiva, interpretan y buscan cambiar el mundo. Para pensar para adelante, ponen en crisis la idea de biopolítica que primó en las humanidades luego del 68 y proponen entender, por ejemplo, a las guerras mundiales como guerras civiles (¿no es eso lo que pasa entre Rusia y Ucrania?), y al (extinto) Estado de bienestar como un movimiento de incorporación de la mayoría al Estado militar, haciendo del individuo un potencial soldado. La guerra no es lo opuesto a la paz, sino su condición, y la única forma de desarmar esa lógica es a través de las luchas que encarnan los cortes promovidos por el mercado. Las luchas minoritarias, desde el relegado tercer mundo, por ejemplo, podrían abrir la puerta a una alternativa legítima. Pero no son ni Alliez ni Lazzarato los que tienen la respuesta a cómo salir de esta encrucijada: mal o bien, son europeos intelectuales pensando el otro costado del mundo. Son los relegados los que tendrían que hablar, que luchar por sí mismos. Aunque sí vale la pena aclarar que Guerras y capital encuentra un nuevo nombre para esos cortes y esos componentes dominados. La actualización del principio de guerra civil hoy pasa, dicen, no entre negros y blancos o ricos y pobres, sino entre acreedores y deudores.