-Te buscan- dijo la telefonista apenas abrió la puerta de mi oficina.

-¿Quién? –pregunté con mal humor.

-Es un chico.

Lo atendí con cierto desinterés. Lo hice sentar en un viejo sillón de cuero. Cuando se acomodó, me sorprendió: “El Negro Fontanarrosa me dijo que hablara con vos. Escribo, soy estudiante de Comunicación Social y estoy buscando trabajo en un diario”.

Rosario/12 acababa de salir y la fila de postulantes a cronistas – mayoría de jóvenes entusiasmados por la aparición de un nuevo medio gráfico- crecía día a día.

Mi respuesta al enviado del Negro fue la misma que repetía a todo aquel y aquella que buscaba trabajo: prepará un sumario de notas y traélo. La otra consigna era: contame una buena historia.

–Perfecto, en los próximos días vuelvo y te traigo unos artículos que tengo escritos-. El pibe se despidió con una sonrisa.

A los pocos días, volvió a la redacción que estaba ubicada en el segundo piso de un edificio parisino de peatonal Córdoba.

Trajo dos notas. Y quedó. Tenía 19 años. “No sé si escribir es lo que mejor hago, pero me voy a ganar la vida escribiendo”, dijo una vez.

Publicó grandes crónicas en papel –no eran tiempos de periodismo digital, por lo tanto no circulan en internet-, hasta que un día, a los 24, 25 años, tomó la decisión de marcharse a Buenos Aires. Me citó en un bar, me pidió un consejo. -Andate- le dije y entonces me extendió una carta de despedida. La carta no la conservo. Solo puedo decir que me decía que recordaría para siempre el tiempo de vida en la redacción.

Nos despedimos en la vereda del bar de Sarmiento y San Lorenzo riéndonos con una anécdota laboral. Un día le ordené que cubriera la reunión de Cavallero (por entonces intendente) con concejales por el aumento del boleto de pasajeros. La reunión se prolongaba y había que cerrar la edición. No tuvo mejor idea que abrir la puerta del despacho del Lord Mayor y apurarlo: “Perdón, ¿alguna novedad? porque tengo que volver al diario ya”.

–Salí de acá, pendejo- escuchó como respuesta.

 

Un sábado a la tarde Gerardo Rozín me llamó por teléfono. Era otra despedida. Me contó de la enfermedad, que estaba escuchando mucho jazz (del guitarrista Bill Frisell tenía todos los discos) y que esperaba entrar al quirófano con un chiste de su cosecha. Me tumbé en el sillón del living y me puse a llorar.