El libro que recopila la correspondencia de mi padre comienza con una carta a “las dos familias” (la de él y la de mi madre). Está escrita en la ciudad de San Rafael (Mendoza), donde mi padre hizo el servicio militar, donde se quedó después de casarse y donde nací yo a fines de agosto, condenado para siempre al signo de Virgo.

En esa carta, mi padre anunciaba que nos mudábamos a Rosario. La leí hace poco, y después perdí el libro dentro de mi propia casa (hay muchos libros, sin exagerar), como me ha pasado desde joven, más de una vez. Pero me quedó grabado que la fecha de mudanza era a principios de diciembre de 1948. Nunca recobré ninguna imagen de aquella ciudad con la memoria, aunque mi madre sí tenía, muchas, y contaba abundantes recuerdos: el agua era “durísima”, casi no hacía espuma; los dueños de casa eran buenísimos; yo acostumbraba comer tierra del patio. O sea que pisé por primera vez Rosario cuando tenía poco menos de un año y medio.

Hubo un intermedio corto del que tampoco recobré imágenes. En cambio no bien nos instalamos en Bvard. Oroño 3671, en un departamento de pasillo, entra toda mi infancia y mi adolescencia como una catarata, o un torrente. Cuando escribí un principio de memoria, muchos años después, titulado “Archipiélago” (que nunca publiqué), el primer capítulo empezaba: “El barrio es un planeta”. Tenía un amigo de fierro, Rogelio; su madre, la señora Hortensia, se juntaba con la mía a disfrutar de una hora o dos de tranquilidad, charla y arreglo de ropa, durante las cuales estábamos obligados a “dormir” la siesta, descontentos y rebeldes.

A esa altura el boulevard era de tierra, a un poco más de media cuadra del pavimento del Bvard Segui, y dos o tres cuadras antes de la “villa miseria” que lo cerraba. La vereda estaba recorrida en paralelo por anchas zanjas de agua negra, adornada en primavera y verano por capas de hojitas flotantes de color verde brillante. En esa etapa, previa a la escuela, en que el niño capta todo con extrema nitidez y precisión, tuve algunos de mis primeros contactos con la muerte. La calle era muy ancha, con un centro de pasto entre la ancha mano izquierda y la ancha mano derecha. Una mañana vi que se había juntado gente alrededor de algo, en la mano de enfrente, y que había un par de policías. Al acercarme vi que un cuerpo grande, adulto, estaba tendido boca abajo, sobre una mancha considerable donde la tierra seca había absorbido la sangre.

En otro tono, que motivó una anécdota de repetición constante, Herminia, la hermana de Polidoro (carnicero, dueño y constructor del departamento) le dijo a mi padre, que estaba por irse en bicicleta a la imprenta donde trabajaba, que se acercara. Cuando lo hizo le señaló la zanja: entre las hojitas, se asomaba algo raro. Mi padre lo observó, y ella agregó que, al verlo, había pensado: “¿Ma qué é’ questo? ¿Una oreca?”. Sí: era una oreja, de un borracho que había tropezado en la noche, y se había ahogado.

Al fondo del pasillo había un departamento que lo cerraba. Allí vivía una pareja muy joven, con un bebé. Un amanecer hubo un estruendo de fin de mundo. Cuando salimos, entre asustados y excitados, no había más departamento, sino cielo. Se había caído, sepultándolos. En las primeras horas, más de uno dijo que el departamento se había desmoronado, seguramente por defectos de construcción. Cuando llegó Polidoro y alguien lo hizo, dijo seguro, sin enojo: “Mis departamentos no se caen”. En efecto, se trataba del gas acumulado en la cocina, por una pérdida, que había estallado cuando el padre entró a prepararle una mamadera al hijo, y prendió un fósforo.

Toda la infancia y la primera adolescencia tuvo un fondo de educación familiar católica, apostólica y romana. Con el paso del tiempo, casi toda la familia se fue alejando de cumplir con los ritos y creencias, salvo mi hermana Ema y mi madre, firme creyente hasta el final. A un par de cuadras, había empezado a alzarse la gran iglesia del barrio, con un párroco vigoroso, de cine italiano, que adecuadamente se llamaba Cantilo, y otro, delgado, Mazzaferro (sic), de contacto estrecho con las barras que iban al cine parroquial. Cuando se pasaban de la raya, los sacaba físicamente de la sala, a empujones si era necesario. Alguna vez fui monaguillo, a cambio de entradas para ese mismo cine.

Entré a primero inicial en una escuela mixta sobre el Bvard. Oroño, que antes había sido stud de caballos. Los primeros cuatro años, enseñado y cuidado por la señorita Celia De Caroli, que cumplía por completo con la tarea de ser una segunda madre. Quinto y sexto los hice en otra, sólo de varones, que quedaba en Entre Ríos y La Paz, creo recordar. Con dos maestros sucesivos, Lonardi en quinto, y Cerrutti en sexto. A esa altura leía mucho, y descubrí con asombro que un “celador” culto y muy canchero trabajaba de noche en Librería Ross. También descubrí que la diferencia con la escuela mixta era feroz: había que luchar duramente para no ser arrasado por la violencia en los recreos. Práctico, y a la vez inconsciente, fui descubriendo que, para alguien de mi estatura, un arma bastante segura iba siendo desarrollar un sentido del humor sólido y por momentos agresivo.

Mis padrinos -la tía Elvira y el tío Ervin-, fueron en buena parte responsables de la ayuda necesaria para instalarnos, y de proveer anécdotas incesantes. Por ejemplo, que mi padrino se cansó de esperar que moviera una pieza de ajedrez su suegro, mi bisabuelo. Una tarea inútil, porque el cuerpo gigantesco y gordo lo mantuvo sentado e inmóvil, como pensando, cuando hacía unos cuantos minutos que había fallecido.

La zona del placer, la aventura, la naturaleza, y los primeros tironeos del sexo se desarrollaba en Leones, un pueblo de Córdoba, muy cercano a la frontera con Santa Fe. En las fiestas, y en las vacaciones tanto de verano como de invierno, íbamos allí, a la casa de mi abuela. Esa abuela, Eloísa Bienvenida de Kern, era una criolla a la vez intensa y tierna (para darse cuenta había que tratarla), y nos asustaba un poco. Kern era mi abuelo suizo Eduardo, que manejaba con naturalidad un trabajoso castellano litoraleño con fuerte acento alemán: su peor insulto era “atorrante del gobierno”. Principal talabartero del pueblo, se especializaba en hacer pecheras de caballo, famosas por no perder nada de la paja que las rellenaba. Allí veía a mis tíos y tías por la parte materna, y a sus hijos e hijas (o mis primos y primas): Eduardo, Enrique, Estela, Willy, Edith, Titina, y siguen firmas.

Mi padre había perdido a su propio padre cuando era muy chico: a él y sus cuatro hermanos los crió “la nana”. Eran de Hernando, otro pueblo cordobés, más al norte, pero desde el cual todavía no se veían las sierras, salvo a lo lejos. Los hermanos de mi padre eran cuatro: Mingo, Teresa, María, Enrique. A este último lo llamábamos Chiche. Era pintor, conversador infinito, influencia en mi caso esencial. A la larga se destacó como pintor ingenuo pero entrenado. Mi tía María, en cambio, era una pintora ingenua a full: tengo desde hace décadas un cuadrito muy pequeño pegado a las baldosas de la cocina, con un ángulo de mesa, un florero y siete flores blancas.

De toda esa época, aprender a leer fue el hecho clave. Al principio cometí acoso y abuso con mis padres. Les leía todo en voz alta: etiquetas, carteles, palabras en los ómnibus que tomábamos. Con el tiempo aprendí a ser tipógrafo (mi padre ya lo era desde siempre), empecé a escribir, armaba compilaciones de poemas o cuentos y las abrochaba en la imprenta. Bastante después, con 21 años, fundé con mi padre, Eduardo D’Anna y Samuel Wolpin, viejo amigo, y Hugo Diz, la revista el lagrimal trifurca.

A partir de allí, descubrí Uruguay, nos hicimos muy amigos con Mario Levrero, me casé con Carol Moyá, volví a Rosario, tuvimos a nuestra hija Laura, y regresamos a Uruguay, primero a Piriápolis, después a Montevideo. Seguir detalladamente exigiría mucho espacio (esta autobiografía ya se me descontroló dos veces). Si tuviera que sintetizar el tramo posterior diría que seguí haciendo cosas relacionadas con la cultura, la poesía, la traducción, y la tipografía.

Con el tiempo me estabilicé hasta cierto punto en la inestabilidad: llegué a recorrer las tres ciudades principales (Rosario, Montevideo, Buenos Aires). Pasé dos dictaduras (Uruguay y Argentina), viviendo sobre todo en la primera. Pasé malos momentos, pero se imponían los buenos: la increíble constancia y maravilla de criar una hija, de trabajar en lugares que me daban vuelta (Diario de poesía, Con V de Vian y La mujer de mi vida), o de dirigir una editorial municipal (de Rosario), donde mucho después apareció un grueso volumen con los tres primeros libros de poesía de mi padre.

Había tomado decisiones importantes. Por ejemplo, no seguir con la facultad de Filosofía y Letras, después de tomarme un año sabático luego de la secundaria, ir a averiguar los programas y descubrir que eran bastante absurdos. O encarnizarme con las traducciones, después de quince años de tipógrafo en la imprenta paterna, adecuadamente llamada La Familia (en la nueva dirección: Ocampo 1812). Digamos que en los últimos quince o veinte años, me di cuenta no hace mucho, al no plantearme la compra de una casa (objetivo que se había vuelto inalcanzable ya desde los años cincuenta), y alquilar con constancia, había terminado por llevar una vida que tenía bastante que ver, desde mi punto de vista, con la de un aristócrata. Viajaba, veía gente, escribía, tenía amistades, con el tiempo vínculos sentimentales, algunas envidias, algunos rencores. Vivía, y sigo viviendo.

Más de un amigo o una amiga recomendaron en su momento no hablar de cosas privadas, de religión, de política. Y aquí he cumplido, rigurosamente.