Primer Acto

Vi Campo Minado por primera vez el 4 de junio de 2016 en el Royal Court Theatre de Londres. El teatro estaba abarrotado. Las cortinas de terciopelo rojo y las butacas mullidas ayudaban a crear una sensación de intimidad. Los tres funciones iniciales, se habían transformado en nueve; todas ovacionadas de pie. A fin de ese año, los críticos británicos elogiaron la obra como una de los mejores producciones de la temporada. La noche del estreno recuerdo haber estado nerviosa: ¿un grupo de veteranos vetustos, tres británicos (incluido un Gurkha nacido en Nepal, reclutado por el ejército poscolonial) y tres argentinos, recordando una guerra vintage en los confines del mundo? Soy de la misma generación que la directora Lola Arias, y he seguido de cerca su prominente carrera internacional, primero como periodista cultural y luego como académica emigrada en el Reino Unido. En muchos sentidos, la guerra de Malvinas también marcó mi infancia. En muchos sentidos, es la palabra que pone marco a los recuerdos fragmentados de haber crecido durante un régimen de terror desaparecedor. Me pregunté si la celebrada reputación avant garde del Royal Court, uno de los reductos teatrales más exclusivos de Londres, podía verse amenazado por los estertores de una guerra sin glamour que casi nadie del público podía ubicar en el mapa. Nada en el escenario parecía ameritar hablar de teatro: ni escenografía, ni actores, ni nada que pudiera ser identificado como ficción. Apenas un grupo de veteranos hablando de sus vidas, mostrando objetos y cartas viejas, vistiendo uniformes rancios. El Royal Court había aceptado albergar a un equipo de actores no profesionales por primera vez. El extraño aditivo era que habían sido antiguos enemigos en el campo de batalla. “La primera vez que fui a un teatro, estaba sobre el escenario”, contó Marcelo Vallejo, uno de los veteranos argentinos, en una charla post función.

Para reclutar a los protagonistas de la obra hubo más de 60 audiciones en Buenos Aires y en Londres. La selección no se basó no tanto en habilidades actorales sino en el tipo de experiencias que habían vivido los candidatos durante la guerra y del recuerdo que tenían de aquellas. El comienzo de Campo Minado recrea esas primeras audiciones que se incorporan a la obra como una suerte de un casting observado por el público. “¿Edad?” ,“¿Rango?, “¿Rol?” Las respuestas de los ex enemigos se proyectan en vivo en una pantalla con subtítulos. A pesar de las múltiples funciones, a veces, se ve temblar a unos y otros bajo la luz de las cámaras. “La guerra duró setenta y cuatro días, del 2 de abril al 14 de junio de 1982. Los ensayos de esta obra duraron un poco más”, dice Vallejos en otra de sus líneas. La sala del Royal Court se llena de risas. Empieza a quedar claro que para el público británico presente, el affaire Malvinas se acerca más a un ensayo de obra que a un desgarro de la vida en común.

Tiempo después le pregunté a Arias cómo había sido la experiencia de internarse en ese mundo fundamentalmente masculino, cerrado, vertical. “La guerra siempre la cuentan los hombres –me dijo ella---. Que una mujer decida contar la guerra es una acción deliberada, una acción feminista”. Tal vez por eso Campo Minado resulte tan profundamente anti-épica. Trabaja una zona de la experiencia, del fracaso, del desastre que elude todo heroísmo.

A poco de empezar la función somos presa de una máquina de reveses temporales, un experimento social, donde fantasías propias y ajenas, cuerpos, afectos y testimonios se vuelven indistinguibles. Como en obras anteriores de la directora, Campo Minado construye una especie de máquina del tiempo, pero nunca tan intrincada y transnacional. Una vez más la ropa vieja deviene vehículo para viajar en el tiempo: “La ropa pone en marcha un ritual un poco mágico que trasporta el cuerpo y lo materializa en otro momento histórico”, me contó Arias en una charla. “Lo más importante fueron los viejos uniformes. Ponerse el uniforme era una forma de volver a habitar ese cuerpo que fue a la guerra, ese cuerpo joven que ya no está. El desdoblamiento es en la misma persona: quién era yo antes de la guerra y quién soy ahora.”

Segundo Acto

La segunda vez que vi la obra fue el 17 de noviembre de 2016 en Buenos Aires. Esta vez no era un teatro sino un auditorio universitario repleto de sillas de plástico y gradas como si fuera un estadio. No había cortinas, ni siquiera un escenario, apenas una plataforma improvisada en Centro de Artes Experimentales de la Universidad Nacional de San Martín. La entrada era gratuita pero había que reservarla con anticipación. Al público habitual de las obras de Arias, en su mayoría jóvenes de aire intelectual algo hipster, se sumaban cincuentones con remeras camufladas, mequetrefes exaltados, parejas sin edad, activistas solitarios. En total fueron 16 funciones, 220 espectadores por noche, muchos sentados desde el piso. Una convocatoria notable teniendo en cuenta que apenas unos meses antes nadie quería producir la obra. Campo Minado iba a ser parte de la programación de 2016 del Teatro San Martín pero la victoria de Mauricio Macri en diciembre de 2015 al frente un gabinete neoliberal más interesado en negociados entrepreneur que en viejas reivindicaciones de soberanía, hizo desaparecer la obra de la grilla oficial. Pero los ecos de la prensa británica que elogiaron el show como tan “perturbador y catártico” no podían ser desatendidos. Y Campo Minado terminó haciendo temporada en el Centro Cultural San Martín. Así y todo, la noche de aquella función en el auditorio de la UNSaM el clima en la sala era tenso. Sentada en la oscuridad, esperando a que comenzara la función, fui otra vez la niña de principios de los ‘80: estaba a punto de ver al “enemigo” en persona.

¿Por qué la obra resonó tan diferente en Buenos Aires y en Londres? Los espectáculos montados aquí y allá fueron casi idénticos. Solo se agregaron alguna canción y ciertas referencias a la tortura sufrida por los conscriptos argentinos en manos de sus superiores, enmarcando la incursión isleña con las prácticas de subyugación del continente. Sin embargo, la diferencia resultó casi abrumadora. Mientras que entre los butacas del Royal Court se había festejado el beso siliconado entre Thatcher y Galtieri (no olvidemos que una guerra en los confines imperiales también había alcanzado a devolver cierta popularidad a la alicaída gestión de la Dama de Hierro) en la sede universitaria porteña no pude evitar un escalofrío de espanto. Imágenes de archivo mostraban en pantalla a las multitudes locales festejando la euforia beoda del último Jefe de la Junta: “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla.” Volví a ver a mi madre llorando frente al televisor. El público seguía la función como si fuera una película de acción sin importar los spoilers. La gran expectativa era escuchar la historia desde el “otro lado”. Por momentos, las fantasías más morbosas parecían confirmarse: los soldados británicos tarareaban una canción de trincheras: “Estamos de vacaciones de verano en el sur y estamos a punto de matar a uno o dos”. Las lucubraciones de una guerra sin ética se transformaban en mera caza de soldados de segunda clase. El mito de los Ghurkha cortando lenguas de los conscriptos argentinos devenía reality show. El pequeño Sukrim Rai y su kukri, el cuchillo nepalí, comparten escena con Marcelo, el ex conscripto. “Durante mucho tiempo imaginé que si encontraba un gurkha lo mataría. Ahora le invitaría una cerveza”, decía el campeón de triatlón. Pintas aparte, en Campo Minado no hay acuerdo ni reconciliación. Las narrativas en pugna persisten como versiones opuestas de Wikipedia que se gritan en la cara al otro bando. “Ustedes invadieron las islas en 1833”, reclamaban los argentinos. “Nueve generaciones de isleños han vivido allí”, respondían los británicos. “Ustedes bombardearon el Belgrano fuera del área de exclusión”, “¡Ustedes torturaban a sus propias tropas!”. Y así.

En vísperas del 40 aniversario, cuando el nombre Malvinas parece haber quedado inscripto en la cartografía cruel del deseo nacional, Campo Minado sigue convocando a desovillar ese mantra en comunidad. Al tensionar contrastes, la obra logra desarmar categorías tradicionales de víctimas/perpetradores, aliados/enemigos e incluso actores/espectadores. Más que ex solados confesando sus experiencias bélicas mejor guardadas, en escena se ve a todo un nuevo equipo colaborando para poner esas historias en común. Los antiguos enemigos no solo manipulan juguetes, cartas antiguas y cámaras sino que toman prestados sus cuerpos, borrando fronteras entre unos y otros. Sobre esa base, emerge otra percepción de la guerra, que recuerda a veteranos y público hasta qué punto estamos siempre inevitablemente expuestas a Otrxs en modos que no podemos dominar. Esa vulnerabilidad extrema y última, que no distingue naciones ni géneros, es la que la obra se encarga de recordar.

Despedida

Campo Minado no es un simple evento teatral sino todo un acontecimiento político y social. Tanto en Londres como en Buenos Aires, mostró la capacidad expansiva el teatro de oficiar y producir un foro público. A ambos lados del Atlántico, con elementos parecidos, la producción de Arias logró convocar imaginarios distintos sobre la guerra, imaginarios que no funcionaban sobre la base del consenso, sino de la diferencia. Campo Minado también mostró cómo el público también actúa por así decirlo de espectador, modificando la obra a su manera con sus respingos, silencios y complicidades. Hoy, a cuarenta años de aquel conflicto, y con otra guerra rezumando otros bordes, Campo Minado volvió al Teatro San Martín. En una de las escenas, un soldado inglés se encuentra con su enemigo al que disparó desde la trinchera. El argentino está herido y su agresor lo toma entre sus brazos. Balbucea sus últimas palabras en inglés. La escena es mágica, borgeana. Ese también es el centro del trabajo de Arias: poder verse en los ojos del Otrx, en ese instante de la pura especularidad; el punto de inflexión, de reconocimiento, donde el enemigo se transforma en una misma.

*Las funciones de Campo Minado siguen hasta el 24 de Abril, de Jueves a Domingo 20 hs en el Teatro San Martín.