Hace frío ya, hace frío ya. La canción se me pega en la piel en la voz de Virginia Innocenti, que en su disco En agua negra creó de nuevo un montón de temas. ¿Qué es la vida, mi amor, si faltas tú?

Camino por la ciudad con una ausencia en la piel. Hace frío ya y la indiferencia no alcanza para tapar a todas las personas que duermen sobre colchones, con suerte, o simplemente sobre alguna manta, en las veredas, a la intemperie.

Yo camino abrigada, y me espanto, claro, porque veo a un joven dormir en la vereda de calle San Lorenzo, muy cerca de la zona más hermosa de Rosario, casi en la bajada Sargento Cabral. El río tan cerca, los departamentos caros, la opulencia a un paso. ¿Y qué hago además de espantarme? Es imposible ser feliz en este mundo horrible, a menos que se viva anestesiada.

Porque hay intemperies de todo tipo, recuerdo a esta hora, muy temprano por la mañana, que vos también odias el frío. Debería escribir odiabas pero no quiero hablar de vos en pasado.

Y que te gusta ir al mar muy temprano a la mañana, apenas amanece. Me aferré a la ilusión de volver al mar con vos. Hasta el último día lo creí. Un poco, porque yo te creo todo, amiga. Y otro poco, porque quería volver a verte sonreír mientras saltabas las olas y te ibas mar adentro. Nos gusta este lugar, que no, cómo que no. Vos me hiciste conocer a Gustavo El Príncipe Pena. No podías creer que no lo conociera. Suena en mi playlist Mandolín, por Trovalina. No te gustaba mucho eso de “es la tercera, es la verdadera” y sin embargo, te reías y bailabas.

Con vos, la única vez que fuimos juntas al mar, me aventuré a entrar un poco más, dejé mis miedos en la orilla, porque confiaba en vos. Lo bien que hice. En un momento, parecía que las olas no nos iban a dejar volver. Y vos, Paola, amiga mía, como siempre, me llevaste con dulzura. “Vení por acá, que es más fácil”, me dijiste, como si fuera una niña.

Vos disfrutas así. Sos audaz. Esa vez, también, me guiaste. No recuerdo si llegué a asustarme, sé que nunca había entrado en el mar con tanta confianza. Y cómo te reías cuando yo hablaba de perder el control. Que igual nadie lo tiene, decías. “Anduve por andar, anduve, en todo el camino del mar”, escucho en Quem vem pra beira do mar, por Adriana Calcanhoto y Dorival Caimmi. En las aguas de dona Janaina te gusta bañarte.

Aquella mañana volvimos a la orilla. Un señor nos quiso retar. Estábamos en La Pedrera, como a las 7, había bruma todavía y casi nadie en la playa. Es cierto que había costado salir. Y él nos reconvenía. Que no era bueno adentrarse en el mar a esa hora, que casi nos lleva. Que tuvo miedo por nosotras.

Vos te reías, con picardía.

Tus ojos celestes siempre tiraban ondas insumisas, como una superheroína rebelde. Sonreías y mirabas. Decías con los ojos. Manifiestos.

Vos dijiste: confía en mí. Y yo ni siquiera lo dudé. Con vos, me sentía a salvo. En estos días lo pienso mucho, siempre me cuidaste. Y yo no pude cuidarte. No supe cómo.

Es que bailas a tu propio ritmo. Y nos gusta Drexler, o eso creo. Qué traicionera es mi memoria, me siembra dudas sobre cada momento. Y sin embargo, si escucho Bailar en la cueva, pienso en vos. En estos días, pienso todo el tiempo en vos.

¿Cómo se llama perder a una amiga? ¿Cómo se atraviesa esa muerte? Y sí, estoy siendo egoísta, porque lo que duele de verdad es que no estés, pero ya no sufrís. Y siempre elegiste, todo.

Pero… ¿cómo se hace con esta pérdida, tan definitiva?

Esta despedida en cuotas: saber que te estás yendo y aferrarse al ínfimo hilo de una ilusión. No te gustaría que escriba esto. Me costó aceptar que estabas enferma. Durante un tiempo, mi forma de estar cerca fue mandarte canciones. Marisa Monte, por ejemplo. No sé si te mandé Ilusión, pero ahora la escucho.

Un día me respondiste con Monsieur Periné, y cuando fui a tu casa, me lo hiciste escuchar. Nuestra canción, te reías y movías los hombros. Me tienta ir a buscar el chat, recuperar esos intercambios.

Por suerte estoy caminando y no es buena idea sacar el celular por la calle. Y además, no te gusta el chat. Preferís las visitas, las conversaciones telefónicas. Si me interno en esas (mínimas) conversaciones por whatsapp que tuvimos el último tiempo, todo va a ser más oscuro. Y yo quiero recordarte con alegría. Con esa ironía que terminaba en sonrisa y carcajada. Con el chiste siempre a mano.

Un día –hace mucho- me hablaste de Aterciopelados, y allí fui a hacerme feliz escuchándoles. Ahora, pongo el Bolero Falaz, y recuerdo cuando dijiste ¡Qué linda es Andrea Echeverri! Y yo hago sonar Quedate, como si alguien pudiera escucharme. Me prohibiste –a tu amorosa manera- que contara lo que te pasaba. En los últimos tiempos, me dijiste, “a ella sí” y yo que era tu apóstola, fui a contarle a nuestra amiga.

No fui una buena discípula, pero te escuché con devoción. Lo que hicieras, lo hacías con corazón y talento. Fuiste periodista, recorriste la ciudad –cuando todavía no era la sangría que es ahora- como cronista de policiales. No nos veíamos en ese tiempo, pero mucho después me contaste lo que te afectaban esas notas. Es que tu piel estaba siempre dispuesta al encuentro con el otro. Menos mal, canta Andrea. Y dejaste el diario. Saltaste. No sé si hubo colchón. Volar te encantaba. Qué alegría tenías cuando volaste, en Alvear. Ese salto en paracaídas sí que lo disfrutaste.

Cuántas de tus amigas, conocidas, alumnas, fuimos felices cuando nos enseñaste a movernos, cuando nos llevaste a descubrirnos con tus manos. Sabías sanar.

Escribiste en tu blog, “Después de años de creer que era a partir de las letras que podría reescribirse la historia, la propia, la de un conjunto; descubrí la fuerza incuestionable de reescribir experiencias a partir del movimiento. Y sin siquiera tener presente las experiencias. Porque en el cuerpo, ahí están”. Tu convicción era inconmovible: era en el cuerpo, con el cuerpo, por el cuerpo. Y es con Bomba Estéreo porque el alma y el cuerpo me suena a vos.

No, no te estoy idealizando. Sos más terca que nadie. Nada ni nadie siembra la duda en tus certezas. Y es cierto que para cada certeza tenés una batería de argumentos, de lecturas, de conocimientos. Imposible discutirlos.

Yo sigo mi ritmo frenético de trabajo, de notas, entrevistas, salidas en la radio. La última vez, me preguntaste cómo estaba y yo –que no quería contarte mis cuitas pero siempre me llevabas a hacerlo- te solté una retahíla de problemas laborales. Sonreíste, casi sin ganas, y me dijiste: “Ojo que la vida es una sola”.

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