“Estamos en el 2017 y hoy tengo una familia grande”, dice Cristina Comandé mirando a cámara en el documental que guarda la Biblioteca Nacional, (…) “dos hijos, tres nietos, una nieta que viene en camino, un compañero de toda la vida”. Cristina está a punto de contar que nació varias veces, no lo dirá literalmente, no lo dirá así: finalmente murió el 7 de febrero de este año pero su testimonio es un renacimiento de cauce resistente.

“Estoy enferma, pero estoy bien, estoy fuerte y voy a seguir declarando todas las veces que sea necesario (…) estoy viva, quiero dar testimonio por todos y cada uno de los estuvieron conmigo y continúan desaparecidos o fueron asesinados y me ayudaron a sobrevivir”. Su mamá era española y su papá, el que le leía cuentos antes de dormir y la llevaba al Museo de Bellas Artes para hablarle de Ernesto de la Cárcova mientras le explicaba Sin pan y sin trabajo, italiano. 

Cuando habla de su educación cuenta que la noche antes de nacer estuvo en el Teatro Colón porque su mamá y su papá habían ido a ver Mefistófeles, enseguida nombra a su escuela y a las monjas tercermundistas echadas por una comisión de padres, a la Facultad de Filosofía y Letras y a la Juventud Guevarista donde militaba. Cristina estudiaba Letras y trabajaba en una empresa mayorista de telas para sastrerías cuando la secuestraron. El 16 de septiembre de 1976 un grupo de tareas entró a su casa, encerró a su familia en el baño, robó la cámara de fotos de su papá, los borceguíes de uno de sus hermanos, las cadenitas de oro y las medallitas de bautismo que encontraron. A Cristina la sacaron de su casa de San Cristobal esposada, la metieron en un auto con la cabeza hacia abajo y la llevaron a la comisaría 6ta.

A esa misma comisaría fueron su mamá y su hermano al otro día a hacer la denuncia, nadie les dijo que Cristina estaba ahí. La habían hecho subir por una escalera caracol, le habían sacado la ropa, la habían torturado y estaba tirada en el piso con los ojos vendados. Unos días después la trasladaron al Campo de Concentración (ella lo llamaba así) de Puente 12. La liberaron el 30 de diciembre. Cristina necesitó veinte años para poder contarle al mundo los días en Puente 12.

“Fueron 105 días siniestros, 105 días terribles que marcaron mi vida para siempre”. En 1996, después de refugiarse unos años en Mar del Plata, de parir mellizos y de inventarse una vida con un pasado en blanco, volvió a Buenos Aires y volvió a la facultad. Cerca de la entrada, escritos en un cartel, estaban los nombres de los alumnos desaparecidos de Filosofía y Letras. Su nombre estaba en esa lista. “Cuando vi mi nombre entré en una crisis terrible porque no sabía quién era yo, la que se había callado, la que no había hablado, la que estaba desaparecida, la que no le había pasado nada, ¿quién era?”. Después de aquel día, la mujer que sentía culpa por haber sobrevivido, la que había mirado el informe de la CONADEP por televisión y lloraba en las marchas con sus hijos a babucha, fue al Instituto Gino Germani (que había hecho esa lista) para pedir que la borraran.

“Así empecé a ser yo”, dijo Cristina recordando la época en la que comenzó a recorrer organismos de Derechos Humanos, a identificar el lugar donde estuvo secuestrada, a ser querellante y dar un testimonio clave en las causas de lesa humanidad por los crímenes de Puente 12, conocido como Cuatrerismo-Brigada Güemes y Protobanco, donde se lo condenó a Etchecolatz. Cuando Cristina murió imprescindible fue una de las palabras preferidas para nombrarla. En dolor de ausencia y como un antídoto, volvió su voz contando el abrazo con su mamá cuando la liberaron: “un abrazo hermoso e impresionante que lo tengo puesto” y diciendo en voz alta los nombres de quienes estuvieron con ella secuestrada. Volvió la memoria de los familiares a los que acompañó, su palabra en los juicios, su clamor confesando el silencio y la imposibilidad: “yo sentía que si le contaba a una persona lo que yo había pasado la estaban torturando como me habían torturado a mí”, su interés por la política como un abrir los ojos al mundo y su celebración por la proyección cuando supo que había nacido HIJOS.