La filosofía política contemporánea destina insistentes esmeros reflexivos para desmenuzar lo que se denomina “crisis de la representación”. Cuadro traumático que describe las maneras en que un determinado elenco dirigencial pierde la confianza de aquellos que le concedieron oportunamente su voto. Quiebre durable entre un representante que formula promesas y un conjunto de representados que contemplan el incumplimiento reiterado de los compromisos que inicialmente suscitaron su entusiasmo. Pendulando entre la ajenidad y el fastidio, los ciudadanos concluyen sobre la inutilidad de sus mandamientos, traduciendo la continuidad de sus pesares como aviesa traición del político o pertinaz ineficiencia del funcionario.

Partiendo de admitir la imposibilidad radical de que todos los ciudadanos decidan sobre todos los temas todo el tiempo, el principio de la representación es consustancial a la constitución de cualquier orden político moderno; sólo que los engranajes se resquebrajan cuando el mecanismo por el cual le concedo mi voluntad a otro para que resuelva en mi nombre, deriva en la insatisfacción de las expectativas contenidas en el vínculo representativo. En definitiva, la consumación de la crisis de la representación desemboca en descreimiento, apatía o furor; tonalidades de un mismo apartamiento que en todos los casos corroe los cimientos de un sistema político que se presume razonablemente sano.

Sobre este diagnóstico no cabe ningún provincianismo, pues sus causas y sus efectos involucran universalmente a la política en los tiempos que corren. Pero quisiera detenerme aquí en los anclajes locales del fenómeno. Pues bien, no parece impertinente señalar una cierta unanimidad ideológica al momento de ponderar la hondura de estos males. A derecha e izquierda no deja de percibirse cierta independencia entre el humor social transitorio respecto de los desempeños de una gestión, y un perseverante disgusto en torno de las menguadas virtudes de la dirigencia política.

Sin ir más lejos, a partir de mayo del 2003 la sociedad argentina recuperó dignidad y autoestima, y sin embargo es palpable observar que la anhelada reconciliación entre el sujeto social y la actividad política marcha aún a un ritmo inestable y oscilante. El retorno de la derecha neoliberal primero y la pandemia después restituyeron fastidios que asedian la credibilidad del sistema político. Hablamos entonces de una tendencia de larga duración, de incrustadas marcas de desprestigio que no se extirpan con golpes de efecto y ni aún siquiera con mejoramientos ostensibles de nuestra calidad de vida.

Veamos por un instante las dos líneas argumentales prevalecientes a la hora de auscultar la genética de esta crisis y sugerir por tanto un pliego de soluciones. La primera de ellas, que llamaremos materialista, fundamenta el enfado de los ciudadanos en las recurrentes privaciones toleradas en nombre de la democracia. Para simplificar, con la democracia no se curó, no se comió ni se educó; y bajo la bandera del salariazo y la revolución productiva recibimos el desmantelamiento salvaje del estado, el desempleo estructural y la cristalización de la pobreza. Hoy el círculo se reitera bajo el título de la inseguridad. Varían los candidatos pero se perpetúan los anuncios incumplidos. La crisis de la representación es básicamente entonces crisis de resultados.

La reparación requiere por tanto incrementar la eficacia de los gobiernos. Importa así tomar el camino programático correcto, garantizar coherencia ideológica de los gabinetes, adoptar las medidas adecuadas en cada circunstancia. Existe así un maridaje directo entre índices crecientes de dinamismo estatal e identificación grata con el mandatario. Si se aminoran las carencias amaina la intensidad de la crisis de la representación.

La segunda, que denominaremos procedimental, coloca sus miras en los defectos de la trama institucional que media entre la opinión de los ciudadanos y el espacio en el cual se tramitan las decisiones en política pública. Esto es, se verificaría algún eslabón en el cual la demanda social se empantana, malversa o desvirtúa, perjudicada por algún diseño organizativo que favorece la burocratización o el engaño. Fallan los instrumentos para seleccionar, lo que permite que el funcionario se encapsule y el político claudique.

La estrategia a seguir en este caso implica introducir reformas drásticas en los canales a través de los cuales la voluntad ciudadana ingresa al interior de la cosa pública. Audiencias públicas, presupuestos participativos o entes de control con participación de los usuarios son ejemplos de instituciones que aproximan la decisión al pueblo más allá del episodio ritual en el que emite periódicamente su voto. La calidad de la democracia se incrementa cuando el representante se sabe continuamente controlado.

Nos interesa sin embargo ahora otro aspecto de esta misma lógica, aquel que se adentra en las modificaciones de los sistemas electorales; a partir de una radiografía que concluye que las normativas que diagraman la emisión del sufragio entorpecen o purifican la elección del candidato apropiado. En estos días, asistimos a un debate nacional que recoge esta sintonía, alimentado de una batería de diatribas disparadas contra las llamadas listas sábana y una apología de la boleta única. Sus impulsores anuncian un oasis de transparencia y sus detractores la objetan centrándose en sus aspectos operativos.

Pues bien, el sistema que se fomenta como panacea se afinca en una base conceptual por la cual la segmentación del vínculo representativo garantiza su perfeccionamiento, en la medida que si separo físicamente una categoría de otra puedo advertir con mayor nitidez los méritos de sus postulantes. La lista sábana disimula a los impresentables y la boleta única los obstaculiza. Escindir al concejal del intendente, por ejemplo, se supone que evitaría que un buen intendente nos embauque auspiciando a un inepto concejal. Se consuma así una rotunda personalización del sufragio, estableciendo que el corte de boleta ya no es ocasional y voluntario sino premeditado y sistémico.

Al respecto, caben dos comentarios. El primero invita a no dejarse seducir por cierta propensión al fetichismo institucional, que reincide en depositar en sucesivas ingenierías normativas poderes curativos que las exceden. Es una faceta que sin dudas importa, pero no al punto de construir en torno a ella narrativas épicas de huidiza constatación. Para muestra vale un botón. El mecanismo de internas, abiertas y obligatorias en algo supera a la derogada ley de lemas, pero cuesta aseverar que la calidad de nuestra política provincial se haya enriquecido sustancialmente luego de su puesta en práctica.

Y el segundo es que la política no es una yuxtapuesta sumatoria de talentos individuales, sino un compromiso ideológico que se plasma en torno a una voluntad colectiva. Con la lista completa se votan (se deberían votar) valores, principios, contratos programáticos, un equipo de hombres consustanciados con un rumbo que los aúna. El desmembramiento del voto tiende a fisurar la cohesión de un grupo homogéneo de gestión sin el cual no hay gobernabilidad transformadora posible.

Por lo demás, y el caso de Santa Fe en este punto presenta sólidas evidencias, la personalización del voto favorece la presencia de los famosos que llegan súbitamente desde afuera de la política, lo que en más de una ocasión implica improvisación y falta de capacidad para el desempeño del cargo.

Aunque no se explicite, el nuevo sistema convalida la cantinela reaccionaria del ocaso de las ideologías, apocado centrismo que descree de la inerradicable presencia de los antagonismos axiológicos en la política, y postula que las soluciones que se debaten son apenas técnicas y de sabia administración; por lo que conviene elegir para ejecutarlas a los supuestamente no contaminados y no a aquellos cegados por un pernicioso encuadramiento partidario.

La boleta única se abastece no obstante de otro componente. Es el que auspicia la transparencia a partir de la disminución del peso de las estructuras partidarias a la hora del comicio y la unificación del control (evitando el robo de votos, etc.) En este sentido, es cierto que esta iniciativa democratiza el ejercicio del sufragio, pues facilita la competitividad de los partidos más pequeños. Este es el único mérito del sistema, aunque es insoslayable señalar que cualquier fuerza política con pretensiones de protagonismo debería contar con un dispositivo de fiscalización medianamente apropiado.

Por lo demás, el efecto ocultamiento que caracterizaría a las listas sábana, con la boleta única no solo no desaparece sino que se incrementa, pues el votante únicamente puede observar (y con dificultades) el nombre de los tres primeros candidatos que encabezan cada una de las categorías.

Finalmente, no es claro el porqué de la centralidad que la oposición le otorga a este tema. El sistema electoral argentino funciona en general correctamente y agitar el fantasma de supuestos fraudes es directamente un absurdo. Y respecto del “ahorro” que se anuncia, por un lado es inverificable en términos prácticos y por el otro es una prédica que mide torpemente en dinero la importancia de garantizar una buena democracia.

No obstante, a aquellos que desconfiamos de las virtudes de la experiencia en debate, nos cabe trabajar para que los partidos realmente existentes erradiquen las causas que la tornaron atractiva. Vigorizando la dimensión ideológica de la lucha política, regenerando prácticas militantes más genuinas, trabajando por la inclusión social y desalentando que en nombre de “el proyecto”, se cuelen vivillos e ineptos en la oferta electoral de turno.