El jueves estaba pensando en escribir sobre el ruido y el silencio. Esa noche iba a haber ruidazo, y pensaba que, de alguna manera, ese estruendo metálico matizado con silbatos y bocinas que iba a unificar a todo el país sería un “pará la mano Macri” también con el silencio. Un basta de silencio. Hay un torniquete de silencio que nos está atormentando. Porque ante los sucesivos reclamos populares, este modelo opone silencio. La indiferencia es una forma del silencio. Las frases hechas son una forma del silencio. El cinismo es una forma del silencio. Estaba pensando en eso cuando me enteré que estaban por detener a Hebe, y salí para la plaza.

Entonces unas palabras sobre Hebe y el silencio: ella fue la que siempre lo rompió. Ella fue el gran ruidazo argentino desde hace cuarenta años. Ella siempre dijo lo indecible. Lo que por buenos modales, por educación, por corrección política, por conveniencia, por miedo, por hipocresía, depende el caso, muchos otros no dijeron. Hebe es una desmesura de luchadora, la que le corresponde a este país en proporción con sus tragedias. Ella es el grito que quedó vibrando para siempre. Ella y sus palabras y sus palabrotas son el filo que siempre rasga el silencio. Milagro, Cristina y Hebe son, además todo lo otro que son, voces en alto. Y son mujeres los blancos elegidos para el escarmiento. Mujeres con feminidades que no responden a la expectativa del poder global, patriarcal, clasista. Las tres dicen lo que ese poder prefiere mantener en silencio. Y no hablan por sí mismas. Hablan por otros.

Durante décadas, la imagen estampada en la memoria colectiva como la síntesis de la vida cotidiana en la dictadura fue el Obelisco enfundado en una pancarta que rezaba: “El silencio es salud”. Ese concepto no se circunscribía al ruido urbano en un país en el que la oposición política, social, estudiantil y sindical estaba siendo sistemáticamente eliminada. “Eliminada” no remite aquí a su noción contemporánea. Hoy eliminamos virus, eliminamos publicaciones o contactos que nos interfieren o nos agreden. Cuando fue colgado aquel cartel, eliminar era secuestrar y desaparecer. Para silenciar.

Se trataba de convertir el silencio en una zona de confort de la que fueran arrancadas las voces críticas. Así opera el poder antidemocrático cuando sus propias acciones y propósitos son oficialmente ocultados y la realidad que podría ser tapa, se tapa. Silenciando. Dentro de esa aspiración totalitaria hay un amplio abanico de silenciamientos. Desde su clímax, que fue la metodología que probaron y condenaron los juicios a los represores, hasta la uniformidad de opiniones en los medios de comunicación, la monotonía de las mentiras, la supresión de la política, pasando por la banalización industrial de la cultura, y llegando al núcleo, al corazón del silencio: quebrar la voluntad de decir de cada uno.

Los dispositivos para implantar el silencio de facto siempre persiguen eso. Que cada vez más gente prefiera no abrir la boca. Que cada vez más gente pierda la dimensión de su propia capacidad de comunicación. Que cada vez más gente se sienta tan impotente y presionada, que ya no sean necesarios los comisarios de las ideas. El ciudadano modelo en los regímenes totalitarios es el que absorbe su dolor o sus pérdidas sin ánimo de describirlo, ni denunciarlo ni de intentar reparar nada. Un ciudadano vencido y parco. Callado. Eso avizoró Orwell hace sesenta años y cuando el capitalismo todavía no había enloquecido tanto. Que vigilar no sólo sirve para acallar, sino también para hacer perder la voluntad de hablar.

En su ensayo Lenguas sueltas, el escritor británico pakistaní Hanif Kureishi, repasando el patrón disciplinador de regímenes e instituciones dominantes, dice que “en parte, la historia del siglo XX es la historia del silencio”. Minorías sociales, étnicas, raciales, sexuales y a veces hasta mayorías –como en los dieciocho años de proscripción del peronismo, durante el cual se pretendió vivir en democracia– han sido silenciadas para dejar en pie sólo un punto de vista, el oficial. Kureishi complejiza el tema porque entrecruza el mandato de silencio político con el vínculo personal, íntimo, que cada quien tiene con la palabra. “En el centro de todo hay algo más: la persona que no quiere oír sus propias palabras. Es la persona dueña de ellas, la que las ha fabricado en el interior de su cuerpo, pero que tiene y no tiene acceso a ellas, que es su prisionero, cárcel y ley. Si queríamos crear un sistema autoritario bien completo, en el que no hubiera lenguas sueltas, habría de ser aquel en el que los sueños estuvieran controlados”.

A lo largo de la historia, la inercia del colonialismo de cualquier tipo hizo que hablaran unos pocos y callaran todos los demás. Las “lenguas sueltas” siempre generan tensiones, discusiones, choques de distintas visiones, suponen una horizontalidad que en estos meses se ha borrado por completo. Diga lo que diga el Pro, que hoy está en uso de la palabra pública, cada día se hace más evidente que el aparato de lenguaje oficial esteriliza las ficciones de debates que vemos diariamente. El Pro no tiene palabra, de manera literal. No sólo porque Macri no haya dicho la verdad sobre el proyecto que encarnaba, sino también porque sus funcionarios callan de una manera nueva: no “hablan” en el sentido que se le ha dado aquí, no “se expresan”. Aparatean los debates con frases ya programadas, y su único objetivo en cualquier discusión es operar como un frontón ante cualquier posibilidad de discusión real.

Estamos, así, en una fase de silencio siniestro, que es a lo que se contesta. Los ciudadanos hacen ruido no sólo porque las tarifas son imposibles, sino también porque nadie los escucha y encima se les ríen en la cara. Es como si sus voces no existieran. Y sus opiniones, sus puntos de vista, apenas tienen reflejo en los medios. En estos meses, se han levantado a destajo programas de radio y televisión que muchos ciudadanos veían o escuchaban. Han sacado de juego a un buen número de periodistas de los medios audiovisuales, sin que los que se quedaron en ellos parezcan inmutarse, como si la interrupción de la libertad de expresión no fuera percibida. Nos pasamos años debatiendo estos temas porque había completa libertad de expresión. Parecía que quedaban las redes, pero Facebook está bajando sitios o inhabilitando cuentas, oficioso ante denuncias masivas de los trolls.

En tiempos antidemocráticos, dice Kureishi, siempre hay buenas razones para no hablar. Razones políticas, razones familiares, razones subjetivas. Hay que sobreponerse al temor e incluso al reparo ancestral hacia la propia voz en alto para hablar. El habla democrática y multicultural genera disputas, incorreciones, desacuerdos. Los que hablan pueden ofender, herir, molestar. Cuando hablan todos siempre habrá un habla sin sentido o un habla irrelevante, pero sólo en la lluvia de voces es donde podemos sentirnos con derecho a decir lo nuestro, y con la chance de hallar nuevas razones, imágenes o argumentos que expresen lo que sentimos. El hecho de que hablen todos puede generar un ruido inmenso y con consecuencias, porque hablar es un acto individual y colectivo a un mismo tiempo. Hablar le abre la puerta a lo impredecible. El problema del silencio, en cambio, “es que sabemos con exactitud cómo va a ser”.

* Publicada el 6 de agosto de 2016.