Había caminado hacia el sur y dobló en la avenida, a la derecha por la acera opuesta a la del Palacio Municipal. Había mucha gente en la calle. Por fin el sol alumbraba y la temperatura era agradable para andar. Estaba llegando a la esquina cuando la vio.

Le pareció asombroso que pudiera estar sola, que no hubiera nadie con ella, cuidándola. Era una mujer vieja pero no una anciana. Iba bien vestida, con pantalones de tono celeste y un tapado liviano color caqui. No se movía y estaba junto a una de las columnas de metal que suele haber en los cruces para peatones. Cuando el semáforo habilitó el paso de la gente permaneció inmóvil, siempre en esa posición terrible.

Era delgada y su cuerpo estaba doblado hacia su derecha a noventa grados. Hay en su ciudad una mujer que saca a pasear su perrito y está doblada casi a noventa grados también, pero, como suele suceder, hacia adelante. El dolor se le ve en la cara cuando, a duras penas, va detrás de su perro, cada tarde. Nunca lo ha saludado y piensa que es porque no encuentra el ánimo. La ve al salir de su oficina y él también puede estar desanimado a esa hora.

Esta mujer, en cambio, iba doblada hacia la derecha y miraba con los impávidos ojos alineados verticalmente. Miraba un poco hacia arriba, como puede hacerlo alguien que está de lado en su cama.

Cuando el semáforo volvió a dar luz verde ella no hizo movimiento alguno y se quedó en su puesto mientras la gente cruzaba la calle con la urgencia cotidiana que se repite en todas las ciudades. Nadie ―él tampoco― se detuvo a preguntarle si necesitaba cruzar, porque eso parecía, detenida en la crueldad de su posición.

Había podido distinguir, al pasar al lado de ella, el rostro horizontal que, en su impasibilidad, parecía no reclamar nada. Pero era imposible: ¿cómo se había atrevido una mujer en ese estado a salir por sus propios medios al centro de la ciudad? ¿Qué querría? ¿Qué pretendía?

No paró a preguntarle nada. Le pareció que eso debía hacerlo la gente de la ciudad, los de allí. Aunque era difícil saber si había alguien “de allí” entre la gente que circulaba por semejante capital. Llegó a la acera opuesta y no pudo seguir. Nadie se había detenido. Algo que le impedía alejarse. No volvió sobre sus pasos a preguntarle si necesitaba ayuda. Se encendió la luz roja y los peatones se detuvieron.

La mujer seguía inmóvil. ¿Hasta cuándo?

Al volver la luz verde la gente se echó a la calle como para dejarla de nuevo. Una mujer joven que había avanzado se detuvo y regresó hacia ella que seguía sin solicitar nada. Tal vez no supiera si debía hacerlo o no.

La mujer joven le preguntó algo y la condujo uno o dos pasos hacia adelante, alentándola a cruzar. Se separó de ella y llegó enseguida ―como todos― hacia la acera opuesta. La mujer doblada avanzaba muy lentamente, demorando cada pasito.

Volvió la luz roja cuando él vio el autobús que venía rápido, sin miras de frenar.

Adivinó, con la certeza de la premonición, que no había nada que hacer, que se escucharía el golpe seco, una queja apagada, y que el cuerpo desbaratado volaría muchos metros hasta caer sordamente sobre el asfalto caliente. Y qué después él se iría como había llegado, inmerso en sus asuntos, consciente de que nada puede alterar el rumbo de las cosas y de que todos estaban absolutamente solos. Oyó, como en un sueño, el chirrido de la frenada y percibió a la mujer que seguía con su paso ausente, como si ya no le importara.

El autobús se detuvo a más de un metro de distancia. Una chica se volvió hacia la mujer, la tomó del brazo y le dijo algo sonriendo. Después la acompañó hasta la vereda opuesta. Cuando llegaron se despidió. La mujer torcida habló delineando su sonrisa elegante y acostada.

No se quedó a ver qué hacía. Se iba alejando con el resto cuando irrumpieron dos profundos sollozos.

No podía asegurar que era por compasión.

La muchacha que la asistió llevaba un velo sobre la cabeza y vestía un tapado gris. 

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