Mientras huía al exilio, recordó que no siempre se llamó Laura Avellaneda. En el Buenos Aires de 1952, la vida aún no tenía los destellos violentos del ‘77. Es posible imaginar acaso otra biografía. Por ejemplo: en una pieza pequeña del barrio de Boedo, una nena, a la que llamaron María, juega con una muñeca negrita que ama: será la única muñeca que tendrá en su vida porque, en verdad, odia las muñecas. ¿Les teme a las muñecas? ¿Los objetos inanimados le dan terror? O no. O tal vez sólo porque para su madre, ella fue una muñeca. La casa de Boedo es de las llamadas “chorizo”, de habitaciones enlazadas por una galería descubierta, un patio amplio, con macetas repletas de malvones. Al fondo del patio, hay una cocina y un baño con ducha a alcohol compartido por los inquilinos. Los padres de María, Fermín y Olga, son todavía muy jóvenes y definitivamente peronistas más por obreros que por militantes. Contada en sobremesas largas y tediosas, María escuchó que el origen inmigrante de la familia se remontaba a las rías gallegas, las minas asturianas, o la tierra fértil de Cosenza. Salvatore Cuartieri, bisabuelo materno, había desembarcado en Buenos Aires allá por mil ochocientos sesenta y cinco. Los escasos registros familiares ubicaban su rastro en el paese de Lungro, un rincón del sur italiano formado por cientos de albaneses desesperados, de quienes era probable que descendiera. Los albaneses habían escapado del dominio del Imperio Otomano, cerca del año mil cien, en pleno medioevo y se habían ocultado en el borgo de Lumgrum. Varios Cuartieri habían muerto en la famosa batalla de Volturno, en mil ochocientos sesenta, donde las tropas garibaldinas derrotaron definitivamente a la tiranía borbónica. Salvatore había huido para salvarse de una postguerra devastadora. Era campesino, rudo, silencioso. Tenía quince años cuando, luego de tres meses de travesía, llegó al puerto de Buenos Aires en tiempos de la presidencia de Bartolomé Mitre y del comienzo de la infame guerra de la Triple Alianza. La Argentina era una extensa llanura semidesierta, aún, con menos de dos millones de habitantes. Miles eran extranjeros: la mayoría, italianos, o españoles, franceses, judíos e ingleses. Salvatore era un muratore analfabeto, asunto común entonces porque el setenta por ciento de los argentinos lo era. Se salvó de morir en la epidemia de fiebre amarilla del verano del setenta y uno, y nunca olvidó -según contó a sus hijos- al francés que murió colérico en sus brazos recitando ¡Oh mort, vieux capitain, il est temps!, un verso de Baudelaire. Se casó con Giovanna, una siciliana bella y alegre a quien la vida, y las ansias de Salvatore, la harían parir diez hijos. Ambos pertenecían a esa legión de seres anónimos que desembarcaron en América: habían migrado como golondrinas, con levedad e intrascendencia. Eran el descarte de la Europa decimonónica. Aunque Salvatore jamás se interesó por la política criolla, era garibaldino y anticlerical. Bestemiare, e il mio ufficio, se lo escuchaba decir cada tanto al maldecir a la virgen y a todos los santos. Sólo guardaba respeto por los muertos de todas las hambrunas y las guerras, de todas las familias de su paese. Y tenía pocas pasiones: el juego de bochas y las caminatas por el centro de la ciudad. Los Cuartieri vivían hacinados en un conventillo de madera y chapas y allí nació Paula, la última de la prole, horas antes de que expirara el mil ochocientos noventa y ocho. En su niñez, escuchó sobre la matanza de indios, la pujanza del campo, la exquisita fanfarria de la oligarquía, los ecos de la Revolución del Parque que dio nacimiento a la Unión Cívica, radical mucho después. Supo más tarde del fraude y del derecho al voto para los hombres. Supo, como en un eco lejano, de sus primos muertos en las trincheras del Monte Blanco en la Primera Gran Guerra. Supo amar a Gardel y bailar el tango. Supo de las violaciones de los niños ricos a las empleadas domésticas. Entrevió, en los cambios del vecindario, cómo llegaba ese mundo cabecita negra desde el fondo de la Argentina a poblar las fábricas. Y recordará siempre el privilegio de haber visto nevar sobre Buenos Aires, allá por el mil novecientos dieciocho. Confesó: eran las cinco o seis de la tarde. Tuve miedo porque pensé que era la fin del mundo. Nunca, sin embargo, pudo recordar los diarios de la época. Nunca la alcanzó la ola educadora: quedó analfabeta. Su vida estuvo resumida en el silencio, la espalda encorvada, la pulsión por el mango para morfar y cierta admiración doméstica por los cuchilleros, aunque odiaba la sangre derramada en los duelos de las orillas tal como contaban sus hermanos, expertos en la riña de gallos y en el juego de taba que se tiraba en los baldíos de ciertos bodegones. Paula mantuvo la tradición boca a boca, espasmódicamente, porque hablaba poco y entrecortado, como si su mundo interno no alcanzara a tener expresión en palabras que no podía reconocer dibujadas. Muchos años más tarde, se la escuchó decir: mi mamma murió de una mala menstruación. Se le fue la sangre a la testa. La sangre, como el sexo, producía locuras, padeceres. Hasta la muerte. A los quince años, Paula se casó con su primo hermano Pedro, también Cuartieri. La fiesta de casamiento fue sólo una mesa tendida en el patio del conventillo, cubierto por parras y glicinas, con fuentes repletas de ravioles amasados por Giovanna, rociados con litros de vino común aportados como dote por el padre del novio, abundante pan para alimentar a la parentela invitada, y a algunos vecinos polacos y españoles. Hubo grapa casera, pero no hubo torta de casamiento. Hubo una vitrola de los polacos que derramaba compases de la orquesta de tango de Roberto Firpo. La noche de boda se consumó en una pieza más pequeña en el fondo del conventillo, donde distintas familias compartían, por turnos, el baño y la cocina. La única diferencia de intimidad entre esa noche y otros momentos fueron unos metros de patio: Pedro y Paula ya habían hecho el amor en el zaguán. Yo ya estaba encinta de Roberto, dijo no sin pudor muchos años después cuando la viudez le permitió la confesión. Cuando se emocionaba, porque era áspera pero mansa y sólida como una roca antigua, Paula solía contar que había firmado el nacimiento de sus ocho hijos (Roberto, Agostina, Marga, Irene, Olga, Julia, Malena, y una nonata) con su pulgar, y que Pedro trabajaba de mozo en el Hotel de Inmigrantes donde se había enredado con una chinita. Nunca contó si con ella contrajo sífilis. La verdadera causa de la muerte de Pedro allá por el treinta y siete nunca se supo. La novela familiar dirá que murió de un ataque cardíaco. Y que cuando dejó este mundo y la ciudad que amaba, Paula quedó en la miseria. Nunca amó a otro hombre y vivió, al principio, de la caridad ajena. Amamantó niños de la Casa Cuna a cambio de una paga. Pero amó como a ninguno al pequeño Oscar que se quedó para siempre enrollado a sus polleras porque nunca nadie volvió a buscarlo y elevó, con esa piedad, a nueve su ejército de hijos. Cosió mamelucos para sobrevivir y envió a los mayores de apenas quince años a trabajar en las fábricas de los suburbios. Eso sí, ellos irían contra viento y marea a la escuela pública: entre sus hijos no habría jamás analfabetos.

 

La nona Paula murió en noviembre de 1979. Laura recibió la noticia en Turín. Leyó lentamente la carta que le enviaba su madre. La nieve cubría, tempranamente, la avenida Po. Entonces, comenzó a correr, a patear la nieve con violencia. Es masa helada y blanca, derritiéndose a su paso, era la confirmación de la lejanía de lo que amaba y temía. El duelo y el amor, suspendidos. La fractura ontológica entre el ser y el estar se deslizaba sobre la nieve como la marca definitiva de su exilio.