Pasaron más o menos veinte años desde que decidió que lo que le gustaba era hacer teatro y, mientras los repasa, Juan Francisco Dasso se da cuenta de una cosa: muchas de las personas con las que dio sus primeros pasos como actor o como asistente de dirección parecen haber desaparecido completamente del mapa. No los volvió a cruzar después de esos primeros trabajos en los que los conoció. Dasso teje algunas hipótesis: quizá cambiaron de circuito –la escena porteña es tan vasta que ofrece lugar de sobra para esconderse, si es lo que uno desea–, quizá simplemente se decidieron por hacer otra cosa y dejar los escenarios. Recuerda, en particular, a la actriz de una obra de la que fue asistente: era muy talentosa, nunca más la vio actuar. “Me duele bastante eso”, dice. “Quizá les faltó decisión, quizá creían en sí mismos pero no tanto, quizá se hundieron en el resentimiento pensando que todos eran malos menos ellos y aún así no tenían las oportunidades que se merecían. Andá a saber. Pero pasa, me doy cuenta de que pasa un montón”.

A él, por suerte, parecería no haberle faltado decisión para ir encontrando un camino propio, aunque sus primeros pasos, dice, hayan sido un poco erráticos, más bien guiados por la intuición. Entró al mundo del teatro como casi todos: en la adolescencia, y por la puerta de los talleres de actuación. Cuando terminó el colegio, intentó entrar a las carreras de la EMAD y de la UNA para convertir esa vocación en un título, pero no aprobó el ingreso de ninguna de las dos. De todas formas siguió tomando clases, y un poco después comenzó a actuar en algunas obras. Hasta que le ofrecieron ser asistente de dirección y descubrió que le gustaba mucho mirar los procesos de afuera. Entonces volvió a anotarse en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático para la carrera de Puesta en Escena: esa vez lo logró. Su deseo empezó a virar hacia la dirección. En algún momento, aunque nunca fue de esos adolescentes que escriben poemas, también se dio cuenta de que le daba mucho placer escribir. En paralelo, Dasso estudiaba Letras y comenzaba a entusiasmarse con la teoría literaria.

J.F Dasso. Foto: Bruno Busnelli

En esos tiempos de avidez juvenil y ganas de probar cosas distintas, dio con la convocatoria de un taller que Matías Feldman iba a dar en el marco de Panorama Sur, la plataforma de creación para dramaturgos que coordinaban Cynthia Edul y Alejandro Tantanian. “Me acuerdo de que el título del taller parecía un programa de la Revolución rusa: ‘La desintegración del realismo y sus posibilidades elásticas’. Por supuesto, me anoté, porque enseguida pensé ‘esto es para mí’. Yo ya estaba muy en una búsqueda. Y creo que Matías vio eso. No es que me la pasé hablando en el taller, pero se ve que tuve dos o tres intervenciones lúcidas. Cuando terminó el taller, me invitó a tomar un café y me dijo: ‘Quiero que seas dramaturgista del Proyecto Pruebas’. Y así empezamos a trabajar juntos”.

Heredada del sistema de teatro alemán pero mucho menos institucionalizada acá, la figura del dramaturgista comenzó a aparecer ocasionalmente en el teatro argentino en las últimas décadas. Para el Proyecto Pruebas, que Buenos Aires Escénica (la compañía de Feldman) desarrolla desde hace casi una década, Dasso y el director empezaron a delinear juntos el perfil que debía tener ese rol, que se fue volviendo clave en esa investigación de largo aliento sobre el lenguaje teatral. Una investigación teórica y práctica que hasta la fecha dio ocho obras cargadas de una potencia y una tonalidad muy únicas en la escena porteña, que se meten con la percepción, los modelos de representación, las convenciones y los procedimientos que hacen al idioma escénico. “Básicamente, la forma que le fuimos dando a mil rol fue la de acompañar, charlar dentro y fuera de los ensayos y leer. Leer todo lo que estuviera a mi alcance para estar a la altura y, sobre todo, poder asistir conceptualmente esas investigaciones, que él guiaba. Matías lo que necesitaba era un interlocutor. No es que no pudiera charlar con los actores; pero los actores, cuando están actuando, están ocupados en otra cosa. Poner el cuerpo implica una inteligencia de otro orden. Y Matías necesitaba hablar con alguien”. Desde la segunda obra del Proyecto y hasta la más reciente (La traducción, que hasta el 3 de julio se puede ver en el Teatro Nacional Cervantes), Dasso llevó adelante, además, una bitácora de la investigación de cada una de las obras que llama su “gran hardware”.

El hombre de acero. Foto: Laura Mastroscello

Y aunque tiene un talento incuestionable para trabajar en proyectos ajenos (“me encanta meterme en el mambo del otro, pensar con el otro”), Dasso estaba listo hacía rato para volver a dirigir una obra propia. Este año estrenó El hombre de acero, un monólogo de su autoría que en 2019 ganó el premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia. La obra se mete en la cabeza del padre de un adolescente con una condición que jamás se enuncia, aunque el público entenderá enseguida que se trata de algún tipo severo de autismo. Ese interés surgió en él cuando empezó a coordinar grupos de teatro para adolescentes con síndrome de Asperger, y empezó a pensar que ahí, en ese vínculo con la neurodiversidad, había un sinfín de temas universales que valía la pena tratar. Pero, mucho más que su argumento, lo que importa resaltar de El hombre de acero es que es una obra que genera un sinfín de sensaciones en el espectador, de la incomodidad absoluta a la ternura. En cincuenta minutos, y de la mano de un texto impecable y cargado de eso que podríamos llamar verdad, Montes lleva de paseo a los espectadores por todos estos estados e invita, mucho más que a pensar, a transitar sentimientos. “Me interesaba meterme en un trabajo de verdadero compromiso afectivo, que había una deuda con el público ahí”, reflexiona. “Siento que a veces, en el teatro, da miedo abordar ciertos lugares que pueden generar una emoción. A veces los directores tienen miedo de quedar, no sé, medio mersas, de hacer obras que sean una chorrera de sentimentalismo, o de ser demasiado solemnes. Y ese es un miedo muy profesional, pero me parece que eso genera que todas las obras sean levemente irónicas, que estén paradas al lado del objeto y lo miren un poco de afuera. El desafío fue generar un material que sea verdadero sin ser solemne, que tenga un peso dramático fuerte, pero se anime a ahondar en otros lugares”.

La traducción. Foto Ailén Garelli

El hombre de acero se puede ver los sábados a las 17 y los domingos a las 18 en el Espacio Callejón (Humahuaca 3759). La traducción (Prueba 8), de Matías Feldman, está de jueves a domingo a las 20 en el Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815).