A veces es un suave roce, el esmerilado guante de cabritilla que manda a la lona al oponente. A veces es un upercut a la mandíbula, un descabezamiento producto de un bullupunch y el golpe abajo, donde el hígado supura aceite que de tanto drenar sangre se encuentra seco. Eso es todo: después la figura ritual del ganador parado en la esquina y los masajes para el caído que escupe bilis y tiempo de vida. A veces es un roce, un afelpamiento sobre una nalga. Un palmotear sobre ellas hasta dejarlas rojas y el cabalgamiento de una cualquiera montada sobre otro desconocido que hace su trabajo con precisión de tornero. A veces es una latina. Una negra, una oriental, una rubicunda yanqui de uñas postizas que entra y sale de una parte del cuerpo de otro o de otra. A veces caen ambos, o tres o cuatro en un revoleo de sábanas torcidas y hay derrame de océanos blancos, sudor y nada de sangre. Se sabe poco pero algunos mueren. En la lona, en la cama. Bajo los focos, en un estudio en gimnasio. Infectados, explotados, olvidados, contaminados, vaciados. A veces es un roce de una bala en el reborde de una piedra, entrando en la mirilla de un tanque, entre las piernas sin protección, en el casco que no aguanta el misil. Entonces mientras cae piensa en la tierra suya, la que dejara en el Caribe por una green card y ya empieza a ser muy tarde. Mar de carne, soldados que corren en su ayuda, el helicóptero y volver a la base hospital y a retaguardia, con un premio extra pero una pierna menos.

A veces es un delicado apoyo sobre el conducto de la nariz o un pinchacito en la vena o un vaso en donde se disuelven todas las anfetaminas del siglo que vienen, indetectables, leves, depuradas por científicos que las hacen penetrar en el torrente sanguíneo y propicia el descanso en la cabeza repleta de tormentas y malestares de temporales de viento frío o nieve derretida sobre los recuerdos de cuando éramos inocentes y no imaginábamos este infierno cotidiano.

A veces es una voz trémula que nos marca el camino, nos habla de la salvación y hay olor a laurel o mirra en el aire y una rubiona se nos acerca y nos bendice y nos llama hermanos y dejamos de creernos que somos la última porquería del mundo porque ese grupo, ese morenazo que habla por un micrófono que acopla nos habla y la señora a nuestro lado, el tatuado con las manos engrilladas entre sí nos besan y abrazan y nos vuelve a llamar hermanos.

A veces es el que ordena con voz convincente; un iletrado millonario malversador de ojos claros que ha asesinado gentes sobre la tierra y bajo los océanos, quien se pasea con camisa clara y pantalón chupín jugando al bridge y regresa y al centro de gentes desvariadas y hay roces de besos con el público y creen y vuelven a creer y ganan algo, un paso invisible para no caer al fondo y volver a poner su nombre en una boleta y jurar por los enemigos que nunca han de volver mientras exista este roce de alas de mariposas exangues, estas caricias definitivas y provisorias con que muchos llegan al fin del domingo con algo de una ternura de manicomio en el alma, burdamente pacificados, mansamente esperanzados, leales a los que ordenaron que ese era su día, el del roce con el que oraba y le hablaba a nuestros corazones y nos prometía un cielo sin penurias ni sangre ni lamentos. Y ese bastión de maldad profunda y dientes blancos será protegido por jueces del cualquier roce con los bajo fondos de los estrados donde se ajustician pobres ladrones de gallina. No, él, ellos, son la suavidad exasperante de quien te manda al hoyo con una sonrisa de linóleo y venden agua, selva, lagos en escritorios de escribanos, la patria misma agujereada a pedorreos de sus vientres marmolados. A veces una palabra de ellos, un decreto, son la muerte, el roce de una mariposa que sobrevuela el ring donde cada día peleamos hasta desfallecer.

A veces hay esto: la sensación de inmortalidad mientras cae una hoja que no tendría que hacerlo porque parece verano, pero se desata y con ella atrae a un colibrí que viene a libar de nuestro té con leche empalagado de azúcar. Y uno siente que le ha rozado un dios tenue, un dios de cabotaje que se ha manifestado en este bar donde no hay nadie más que yo y ninguno es testigo de este prodigio. Y entonces todo lo dicho se esfuma y se reproduce: no hay campeonatos, ni muerte, ni traidores, ni pornos, ni droga que nos seque la propicia condena de estar obligados a vivir. Yo me quedo quieto como lo hice en aquella comisaría hasta que pasen las cachetadas o en aquel quirófano donde me entregué a lo que sea, en aquella cama de mujer adulterada que no iba a vivir más que unas semanas y aun así me donó su tarde libre, mientras que por la ventana todo Buenos Aires respiraba un golpe de estado. Quiero estarme quieto, quisiera morirme ahora sin despedirme de nadie, evaporarme a sabiendas de que a quienes he querido los quise en serio y a quienes odié lo hice a fondo. 

Un equivocado, un místico, un arrabalero, un canalla, un testigo, un príncipe de las mareas, un error ambulatorio, un leonino inclaudicable y frágil, un impostor, un apostador, un emblema del caradurismo, un vendedor de ilusiones, un benteveo en la tormenta, un capitán de la patrulla perdida, un francotirador corto de vista, un ciego guiando a los ciegos, un melancólico licántropo, un amansador de locos, un puestero en el mangrullo, un indio siciliano, un perro solitario, la alegría burlona, un tipo desesperado pero quieto al fin, como están los muertos, los que comprenden, los que somos tocados por este colibrí verdebrillo que viene a limpiarnos de todo, de ustedes, de mí, del loco mundo de escribir a sabiendas de que todo lenguaje es una pobre traducción de algo extraordinario que no alcanzaremos nunca a revelar.

 

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