La historia parece pergeñada por un escritor de novelas policiales durante una noche de hiperactividad creativa, pero es ciento por ciento real. Hacia finales de la década de 1990, James Keene, el hijo de un encumbrado policía de la ciudad de Chicago, dejó de lado una posible carrera como jugador profesional de fútbol americano para dedicarse al narcotráfico. Detenido, enjuiciado y condenado a diez años de prisión, a poco de iniciado el encierro el fiscal que llevó adelante su caso se acercó con una oferta tan extraña como peligrosa: trasladarse a una prisión de máxima seguridad para reos con problemas psicológicos en Springfield, Misuri, e intentar obtener información de primera mano de Larry Hall, un presunto asesino serial de adolescentes y mujeres jóvenes, encarcelado dentro de esos muros y a la espera de una confirmación de la pena. A cambio de una improbable confesión –el lugar preciso dónde estaban enterrados los cuerpos de dos víctimas– el castigo de Keene sería conmutado por la libertad. El resultado de esa experiencia límite fue sublimada en forma de libro. Publicado en 2011, Encerrado con el diablo, del propio James Keene con la colaboración del periodista Hillel Levin, detalla a lo largo de casi 300 páginas la compleja relación entre ambos hombres, echando mano a la estructura del relato de suspenso. Con esos hechos bien reales como inspiración, la miniserie Black Bird – Confesiones de un asesino, cuyos dos primeros capítulos de un total de seis debutarán en la plataforma Apple TV+ el próximo viernes 8 de julio, pone en pantalla un relato oscuro, con los condimentos más atractivos del true crime, erigiendo una narración clásica que alterna temporalidades para intentar una descripción del corazón más oscuro de la sociedad estadounidense. Para ello, la saga creada por Dennis Lehane, el autor de las novelas Río místico, Desapareció una noche y La isla siniestra –llevadas al cine, respectivamente, por Clint Eastwood, Ben Affleck y Martin Scorsese– contó con un reparto de talentos jóvenes y veteranos encabezado por Taron Egerton, Paul Walter Hauser, Greg Kinnear y, en uno de los últimos papeles antes de su sorpresiva muerte el pasado 26 de mayo, Ray Liotta. Es un viaje a infiernos personales reprimidos y una lucha por mantener la cordura en un ámbito inseguro y alienante.

“En la vida, las personas pueden dar unos cuantos giros equivocados que las llevan a la destrucción. Yo soy una de esas personas”, escribe James Keene en el prólogo de su libro autobiográfico, editado en español por Roca Editorial, antes de confesar que “se me concedió una segunda oportunidad, no solo para salvarme yo, sino también para redimirme ante la sociedad por las malas decisiones que había tomado. Si a principios de los años noventa te hubieses presentado en mi ciudad natal, Kankakee, en Illinois, y hubieses preguntado por mí, casi todo el mundo te habría respondido que Jimmy Keene era un trozo de pan. Me consideraban una especie de niño bonito, hijo de un padre apuesto y heroico que había trabajado de policía y de bombero, y de una madre guapa que regentaba un conocido restaurante. Pero toda mi magnífica fortuna no fue nunca todo lo buena que aparentaba. Tal vez mis padres hicieran buena pareja, pero en realidad nunca se habían llevado bien; su divorcio, cuando yo tenía once años, puso punto final a una infancia dichosa. Luego, durante mi paso por el instituto, atravesaron además dificultades económicas, mucho más que cualquier otra persona que yo conociese, y no me resultaba fácil mantenerme al nivel de la pandilla de chicos disolutos con la que alternaba. Pero entonces descubrí una manera de meterme en el bolsillo más dinero del que tenían los chicos más ricos: vender droga”. 

En la pantalla, las respuestas lacónicas de James (Taron Egerton, el Elton John de Rocketman) mientras es trasladado de una prisión a otra dan una pista del pasado licencioso, en todos los aspectos, de su vida personal y profesional. “¿Tenés hijos? No. ¿Esposa? Tampoco. ¿Novia? Nada serio?” Black Bird lo presenta como un joven atractivo, musculoso, de rostro prototípicamente “americano”, cuya profesión como traficante para las elites le ha permitido una vida de pequeños y medianos lujos. Desde luego, no todo son flores: en los primeros minutos del episodio piloto, el protagonista debe enfrentar a su proveedor ante la inesperada revelación de que uno de sus empleados de confianza – y amigo desde la infancia– acaba de robarles una parte de un cargamento. Por la noche, un levante de bar termina en una noche de sexo y, por la mañana, un pelotón de agentes federales armados hasta los dientes lo detiene por cargos de narcotráfico, posesión de armas de guerra y algunas yerbas más. La suerte está echada y no hay mucho que hacer. Ni siquiera su padre, el policía retirado con honores “Big Jim” Keene (Liotta), puede hacer demasiado para ayudar a su hijo.

UN DRAMA CARCELARIO

Hay un pasado de violencia doméstica y separaciones dolorosas en la vida de los Keene (la madre de James está interpretada por la neozelandesa Robyn Malcolm), un trauma que encenderá el fuego de la catarsis cuando se produzca el encuentro con Larry Hall, pero por el momento la mayor preocupación es la interminable década de encierro que le espera al joven de la familia. Es entonces cuando la agente del FBI McCauley (Sepideh Moafi) llega con la propuesta más inesperada. De aceptar la misión y llevarla a buen puerto, lo espera la libertad. Ya en el primer capítulo, el montaje de Black Bird alterna un presente de angustia y esperanza con la cacería, a mediados de los años 90, del posible asesino de muchachas. El cazador es el policía Brian Miller, un Greg Kinnear que, fiel a su costumbre, cumple y dignifica, ejemplo de actor usualmente relegado a papeles secundarios que siempre enaltece el resultado final. Lo de Miller es casi una obsesión personal, a pesar de que el principal sospechoso, según le dicen propios y ajenos, es un profesional de la autosugestión, un hombre-niño habituado a reconocer hechos que jamás cometió. Un mentiroso serial. ¿Será así? ¿O detrás del rostro aniñado de Larry se esconde realmente un criminal sin moral, capaz de llevar a cabo los actos más terribles sin ningún tipo de remordimiento? Black Bird puede describirse como un drama carcelario: a pesar de las escapadas del guion al exterior, en particular a varias instancias del pasado reciente y lejano de los involucrados, una parte sustancial del tuétano dramático transcurre entre rejas. Sin embargo, y más allá de algunos de los lugares y circunstancias recurrentes de los relatos de prisión –los jefes y seguidores, la violencia latente, las tensiones y fidelidades, el guardiacárceles corrupto, la posibilidad de una rebelión–, la historia comienza a concentrarse cada vez más en el vínculo entre James y Larry. Una amistad, al menos para una de las partes. Cuando las reticencias iniciales comienzan a esfumarse, y James realiza un truco arriesgado para ganar las simpatías de su vecino de celda, las conversaciones comienzan a girar sobre cuestiones personales, íntimas, traumáticas. La llave para que el protagonista abra la puerta de la confesión casual y, con algo de suerte, las rejas del presidio.

Escribe Keene en Encerrado con el diablo que “el singular aspecto de Hall constituía un elemento clave que le relacionaba con numerosas de sus supuestas víctimas, cuyo secuestro coincidía con ‘reproducciones de escenas históricas’ en antiguos campos de batalla de las inmediaciones. Como gran aficionado de la Guerra Civil, Hall viajaba por todo el país actuando como soldado raso de la Unión e incluso había hecho de extra en dos películas, caracterizado de época. Las patillas, con las que emulaba a un general de la Unión, cumplían el propósito de conseguir que su rostro tuviese un aspecto tan auténtico como su uniforme y su rifle. Aunque Beaumont y el FBI estaban convencidos de que Hall era un asesino en serie, solo había sido condenado por el asesinato de una de las víctimas, y además habían hecho falta dos juicios para lograrlo. El veredicto culpable del primero quedó anulado tras una apelación, y en esos momentos había otra apelación pendiente de resolución en relación con la segunda sentencia condenatoria. La base de ambas apelaciones era que la confesión de Hall había sido fruto de la coerción infligida por unos arteros investigadores. Si el estado perdía la segunda apelación, Beaumont tendría que someter a juicio a Hall nuevamente, y tal vez quedase en libertad”. La peor noticia para Keene, que comienza a observar las agujas del reloj con un nerviosismo inusitado.

EL ÚLTIMO RAY

Paul Walter Hauser, uno de los ases en la manga de una serie muy concentrada en la precisión de las performances del reparto, entrega una caracterización notable, perturbadora, misteriosa e irritantes en partes iguales. Casi la antítesis de su encarnación de Richard Jewell en el film homónimo de Clint Eastwood, quien supo aprovechar ciertas características físicas para construir un insospechado heroísmo. El aspecto infantil, la voz suave y aflautada, la dicción entrecortada e indecisa, los granos en el rostro, los ojos claros, casi traslúcidos, y esa barba anacrónica terminan de otorgarle al personaje un aire extrañamente ominoso. Pero las dudas del juez que tuvo a su cargo el caso también comienzan a atenazar a James. ¿Es realmente Larry una suerte de Hannibal Lecter de la vida real, un abusador sexual y asesino a sangre fría que sabe disponer de los cuerpos de manera que nunca sean hallados? ¿O acaso la mitomanía, producto de varios traumas pretéritos (un flashback junto a su padre, enterrador en un cementerio, da pautas de una infancia terrible), mantienen tras las rejas a un completo inocente? Entrevistado por el medio especializado The Hollywood Reporter pocos días después del muerte de Liotta, Dennis Lehane describió la estatura del protagonista de Buenos muchachos al tiempo que definió algunas de las claves centrales del relato de Black Bird. “Escribí el papel de ‘Big Jim’ Keene para Ray. No tenía en mente a ningún otro actor y quedé anonadado, honrado y eufórico, cuando aceptó interpretar el papel menos de veinticuatro horas después de que le enviáramos el guion. Su actuación fue una clase magistral, encarnando a este hombre que, finalmente, se da cuenta de que toda una vida de tomar atajos, de revolotear por los límites de la corrupción, ha colgado opciones muy sombrías alrededor del cuello de su propio hijo. Pero a pesar de lo profundamente defectuoso que es el personaje, Ray logró hallar la nobleza en un hombre que entraría sin dudarlo en un edificio en llamas por su mismo hijo. Esa dualidad es el corazón emocional de la serie, de principio a fin”.