Después del COVID me hice asidua al cardiólogo, por unas palpitaciones que me dejan sin aire, inesperadamente, caminando por la calle, atendiendo un paciente, reprendiendo algún hijo, o simplemente acostada mirando tele, cuando el día terminó.

Resulta que el Doctor ya no atiende en la clínica céntrica, dice la secretaria del lugar que sigue en su consultorio de calle tal. Lo busco en doctoralia, y, a cambio de ver algunas propagandas, consigo su teléfono. Me atiende él. Me recuerda. Nooo, dice, no voy más al centro, no encontraba lugar para estacionar, un lío. Me da el turno para el otro día, entre ruidos de niños y perros, con la recomendación de que estacione en “la cortada”, que todos lo dejan ahí.

Quedo con cierta expectativa de dónde y cómo será el lugar donde atiende. También con cierto engorro porque tengo que viajar cuatro kilómetros para asistir. Me digo que iré esta vez para no ser tan descortés, pero la próxima saco turno con un médico precarizado de bulevar Oroño.

Salgo con tiempo, pero no llego tan holgadamente, por varios embotellamientos que ya son una constante en esta ciudad. Me cuesta encontrar estacionamiento, pero al fin quedo en esa cuadra. No encuentro el número que me dio, y está la vía del tren. Dudo si no será después de la vía, donde excepcionalmente se cortarían los números por la mitad. Pero no, el último número que él me había dado (o que yo escribí) era incorrecto. Reconozco la casa por las placas de bronce, donde visualizo sólo la de mi médico. Es la casa de la esquina, enfrente hay una plaza, luego la vía. La casa es una típica construcción inglesa. Nunca entré antes en alguna. Toco timbre, no veo movimiento. Un señor que viene detrás de mí me indica que tengo que abrir la reja y golpear directamente el vidrio repartido de la puerta.

Una señora linda nos abre.

Me sorprende ver que hay vida dentro. En un hall de tamaño pequeño varias personas esperan sentadas en sillones o sillas de mimbre. Pero lo central es una mesa ratona que ha sido emplazada en el medio del espacio, para obturar el paso, para seccionar, apoyada sobre una alfombra gris que señala el camino a la secretaria, a la derecha. La mesita tiene un ramo de flores artificiales y un cartel que atrasa veinte o treinta años: "Se ruega no fumar". ¿Cuánto hace que no se fuma en un consultorio? Recuerdo que cuando mi abuela estaba internada en terapia intensiva, por su eterno cuadro de asma, muy grave, el médico entraba a revisarla fumando, y nadie le decía nada. Todos sufríamos, pero el tipo era intocable. Pero eso fue a mis 13 años, una vida atrás. Entrar en estos no más de seis u ocho metros cuadrados me han hecho pensar qué tenía en el olvido. El escritorio de la secretaria obstruye a su vez el paso a tres puertas diferentes, como si fuesen un tríptico medieval, y ella su guardiana. La casa no tiene simetría por ningún lado. La escalera sube a la izquierda, sobre un elegante giro de madera.

La decoración es indescriptible. Ha quedado colgada allí hace aproximadamente cincuenta años. La pintura también. Las cortinas son de voile blanco con festones dobles. Conviven una reproducción del fresco de la Capilla Sixtina, “Dios crea a Adán”, con una artesanía en cerámica azul “Dios es amor”, con un grabado más moderno en blanco y negro, con tulipas con volados donde han insertado luces de bajo consumo que sobresalen. Pero lo que más impacta es un reloj de pie que da la hora en aplomadas campanadas cada quince minutos.

Lo más moderno es el panel de acrílico sobre el escritorio, invento pandémico, aunque la única de la habitación con barbijo (y más joven) soy yo. Pregunto con timidez si sacan la orden en forma virtual, y me dice que sí. Me cobra el co-pago, luego agarra mis trescientos cuarenta pesos y se los lleva al doctor, interrumpiendo su consulta, así hará con todos.

Escucho conversar al doctor con los matrimonios que entran, mientras otro matrimonio gay espera para ser atendido. Tienen la complicidad de un amor de muchos años. Uno ha salido antes a comprar caramelos para el otro, porque tenía tos. Este bromea ante el estruendo del reloj. Sonó antes, son menos cuarto, dice. No, le digo, suena cada quince minutos. Se ríen. Cuando suena el último dong, y luego de esperar una hora, entro.

Siéntese, me dice. Pero la silla no está enfrente del escritorio. En su lugar yace tapada con una manta celeste, la camilla. La sillita se encuentra al lado de la puerta, y es allí donde me acomodo, cosa que hace que el Doctor atienda ladeado para su izquierda. Me pregunta cómo estoy, más o menos, bueno, siga con la medicación entonces. Venga que la reviso. Desde la camilla, mientras me toma la presión y asegura que siempre el primer registro da dos puntos más, puedo ver la biblioteca. Siempre que veo la biblioteca de un médico (de un médico con consultorio propio, de un médico con biblioteca, o sea, un médico de antes), pienso en el libro de Jean Clavrel, el Orden Médico, donde decía que en la biblioteca del médico no hacía falta mucho (su autoridad viene de otro lado), unos libros de la especialidad, la Biblia, y alguno que otro más general. Aquí, entre los libros de la especialidad, resalta el Martín Fierro, y dos tomos de Corazón, de Hurst. 

Un poco mareada por esa casa anacrónica, pienso si Hurst sería un escritor de policiales, apellido inglés, se me mezcla Poe, el corazón delator que late detrás de la pared, el corazón de las tinieblas, de Conrad, cualquier cosa. Al instante me doy cuenta que no es metáfora, es literal, es un manual de su especialidad. Me río de mi tontería. Él junta cajas de muestras para que me vaya con la medicación. Se vino desde el centro, me dice. No importa, digo. ¿Estacionó en la cortada? No, conseguí acá en la puerta. No tenga miedo de los muchachos, hay una plaza de skaters, no tocan jamás los autos. Uno los ve y parece buooh, pero son chicos buenos. A veces me pongo a charlar con ellos. Algunos vienen de la adicción, pero son respetuosos. Uno estaba leyendo el otro día. ¿Qué leía?, pregunto. Fontanarrosa. Ah, qué bien. ¡Sí! Entonces agarré unos libros de acá, hay un montón de libros acá abajo. ¿Cómo? (él se da cuenta de que mis ojos brillan) Acá abajo hay -hace una pausa, para darle suspenso- hay un sótano. Esta es mi casa paterna. Me imaginé, Doctor. En ese sótano dormimos con mi hermano toda la vida. Nunca usamos ventilador ni estufa. Esta casa la hizo mi abuelo, bueno, la hizo construir. Él era jerárquico del Ferrocarril. Se hizo la casa al lado de la vía para tomar el tren, porque trabajaba en Pérez. Algunas veces se inundó y nos teníamos que venir a dormir arriba. En el año ’73, cuando yo estaba en primer año de medicina, hicieron el Emisario 9. ¿Qué es eso? Un caño enorme que pasa cruzando calle Mendoza, un desagüe pluvio cloacal, creo que se dice. De ahí no se inundó más hasta hace diez años más o menos. Dejó un montón de libros hechos pasta. Ay, no, ¿se rompió el caño? No, no roto, averiado –acentúa-. Pero igual hay un montón de libros. Entonces agarré un par y se los llevé a este chico. ¿Qué libros eran? No sé, agarré al vuelo. Suponete, uno de Marcos Aguinis y otro de Wilbur Smith. No he pasado todavía a ver qué le parecieron. No sabe la curiosidad que me da, me quiero poner anotar todo ahora. No, bueno, tengo que seguir, pero… -me dice mientras les pone a los medicamentos una bandita de goma y me los da- la próxima le sigo contando.

Contengo mis ganas de darle un abrazo y lo saludo con un apretón de manos.

No te firmé la orden, le digo a la secretaria. No, lo que pasa es que él las imprime después. Cualquier cosa te aviso, o le hago yo un garabato, dice, mientras me despide.

 

Me voy sin agradecerle los medicamentos, sin hablar de una prescripción médica precisa, me voy de un lugar que, entero, resiste a la medicina técnica del vértigo y la facturación. Algunas cosas no están rotas, sólo averiadas, esperando a que baje el agua para volver a entrar. Me voy pensando que cuatro kilómetros, para atravesar el tiempo, prácticamente no son nada.