Patrizia Cavalli me regaló uno de los libros a los que más vuelvo, el suyo. El ítalo - mexicano Fabio Morábito acababa de llevar al español esa antología llamada Yo casi siempre duermo. Ese título que carecía de toda rimbombancia, se me vino inmediatamente a la cabeza la mañana en que entré al bar del hotel céntrico donde se alojaba, para entrevistarla, y ya peinada y vestida para las fotos, se quejó con Gabriela Rodríguez, una de las traductoras, de los ruidos que no la habían dejado dormir.

Nos habíamos conocido el domingo anterior brindando en la apertura de un festival de poesía del que después nos fuimos junto a un grupo de amigas, todas comprimidas en un taxi a la búsqueda de algún bar que no hubiera cerrado todavía. Si Patrizia dormía casi siempre, para mí era evidente que eso no parecía suceder de noche. O dormir, esa situación física en la que acontece el soñar, era más bien metáfora de una aislación contra la banalidad de un mundo al que sin embargo criticaba impiadosa, con incomparable gracia. Narrando las peripecias de una vida que según ella había perdido su luz desde que en el colchón de dos plazas nadie más que ella dormía, pude ver que su desilusión era un estilo, un artilugio para la seducción.

“Ahora que cada día me espera/ la desmedida longitud de una noche/ en donde no hay llamado y no hay motivo/ de desnudarse aprisa para guarecerse en la dulzura/ cegadora de un cuerpo que me espera, / ahora/ que la mañana no comienza nunca/ y silenciosa me abandona a mis proyectos, / a todas las cadencias de mi voz, / ahora de repente añoro la prisión”, escribió en uno de esos grandísimos e irónicos poemas de su Yo casi siempre duermo. 

Si para Barthes unx autorx muere en un sentido biográfico mientras un otro yo, literario, sale a flote, Patrizia, que se definía como la poeta menos espiritual que conocía, parecía ser la carne de esa poesía expiadora de sus noches solitarias, de su amargura cotidiana, brillante como el oro. Desde el comienzo escribió para sublimar el enamoramiento que una estrella del cine de Hitchcock le despertó. “Recuerdo que el primer poema que escribí fue a mis diez años y se llamó “Oh, Kim, Kim, Kim Novak”. Porque yo estaba profundamente enamorada de Kim Novak. Y el segundo poema que escribí, ¿sabes cómo se llamaba?: “Si muriese Kim Novak””, me dijo esa mañana en el hotel con ingenio de experta entrevistada. 

Pero aunque se mostraba muy franca con el tema, también sabía arreglárselas para configurar un lesbianismo selectivo que no dejara expuesta ninguna cama real. Cuando le pregunté por su mentado romance con la ensayista norteamericana Susan Sontag, esquivando el bulto, respondió: “¿Qué tiene que ver esto con la entrevista?”. Si bien todo tenía que ver no me animé a contrariarla, la Cavalli estaba demasiado dispuesta a no sacar del closet aquél flirteo. Ya en el brindis del festival, cuando le propuse hacerle una nota para Soy, levantando su copa de chardonay, me dijo: “No sé qué puedo agregar yo que no soy una especialista y solo hago el amor con quien se me da la gana”. 

Esta mañana cuando me enteré por un posteo de Gabriela Rodríguez de su muerte, un aluvión de felices recuerdos de aquellas noches robadas al sueño acudió a mi memoria. Hubiera querido más, pero dos años después de su visita, en 2017, viajé a Roma y no me animé a llamarla; mi italiano era tan malo como mi inglés, su español era nulo y Gabriela no estaría entre nosotras para traducirnos al momento de encontrarnos en un café, ¿cómo íbamos a comunicarnos, con la mudez sin idioma de los sueños, a través de la risa, de la música de la poesía que tantas veces ni siquiera hace falta entender? No.

Patrizia se había roto un hueso, estaba enyesada, no iba a arriesgarme a sacarla de su casa y que se aburriera mortalmente. Pensé mucho en ella caminando largas horas por las calles de su ciudad, la más hermosa que visité. Hace unas horas fui a mi biblioteca y saqué su libro del estante, como lo hice tantas veces mientras estaba viva, y di con estos versos que ya conocía, pero que hoy cobran un significado especial: “Es evidente, yo me muero. / Estoy a punto de morir, ignoro si es cuestión/ de días o años, pero me muero, / voy a morirme. Todos lo hacen, / yo no soy la excepción. Sí, me resigno/ a esa regla banal. Mientras, / sin embargo, entre un sueño y otro, / hasta que el sueño existe/ (sólo quien vive goza de su sueño), / mirando el cielo, inspeccionando/ con los ojos, en este lapso incierto, / no cabe duda: soy inmortal”. 

Lo sos, bellísima Patrizia. Hasta siempre.