Es un hombre entrando en la vejez. Lleva un bastón blanco, de material plástico. Sin embargo, le parece que ve. Porque fija los ojos, alternativamente, en puntos que existen. Presiente que no son ojos que operan desprovistos de sí, buscando lo que no conocen. Mucho menos cuencas ocupadas por guiñapos de carne.

Apenas ingresa se toma del pasamanos de arriba. Seguramente se ha dado cuenta de que, junto a él, los dos asientos están ocupados. Son dos tipos jóvenes.

Por el gesto nota que al hombre se le hace difícil viajar de pie.

Su rostro se tensa y entonces confirma su ceguera porque el rictus parece proyectarse hacia adelante, hacia la oscuridad y sin disimulo.

Con las sacudidas, al arrancar después de la segunda parada, la expresión se intensifica. Piensa que quizás no tenga consciencia de la tensión de su rostro. Puede que nunca se haya visto y menos en esa expresión de súplica.

Sentados junto a él siguen los dos hombres jóvenes, altos y flacos. Hablan animadamente, en especial quien está al lado del hombre. Ése ha cruzado una pierna y se masajea el pie descalzo y sin medias donde contrasta, como ocurre con sus manos, la oscuridad de la piel en el dorso contra la claridad de la planta y las palmas.

Cuando la velocidad se hace constante las facciones del hombre parecen relajarse.

Los tipos sentados, abajo y al lado, siguen con su diálogo.

El subterráneo frena bruscamente al llegar a la nueva estación y nota que el crispamiento del ciego se intensifica.

Él se siente acuciado, pero no hace nada, se da cuenta de que el ciego no puede saber si dispone de asientos vacíos en otro sector del vagón. Y no hay.

Pasan dos o tres estaciones. Así como cada detención y cada arranque renuevan su padecimiento, con la marcha estabilizada sus facciones buscan distenderse. Y él espera ese momento para mitigar su responsabilidad con la propia tranquilidad frágil del ciego.

La conversación de los de al lado se mantiene constante, como los masajes del más locuaz sobre su pie derecho apoyado sobre su muslo izquierdo.

Piensa que el ciego estará contando las paradas. También prestará atención a lo que dice el altoparlante con voz femenina, enunciando el nombre de cada una dos veces, primero a modo de pregunta, después como una confirmación.

Nota -o le parece- que algo cambia en el aspecto del ciego. Ya no percibe el dolor de hace instantes. Ahora, tras la quinta estación, los músculos faciales se reacomodan rápido. Apenas el subterráneo arranca, el ciego se lanza a la carrera. Corre.

Corre oblicuamente.

Son cinco o seis pasos, primero seguros, después no.

Se le escapa el bastón. Se oye el golpeteo de los rebotes hasta que cae del todo y rueda. Los pasajeros se quedan en sus sitios.

Otro hombre, de edad semejante, que está sentado justo hacia donde va el ciego, se levanta de golpe y lo sujeta firmemente de los brazos con las dos manos. El ciego se revuelve. El hombre tiene que abrazarlo para que, por fin, se quede quieto. Le dice algo y, después, lo ubica en su propio espacio. Recupera el bastón que quedó cerca de los tipos jóvenes que pararon con su charla para mirar y se lo pone en las manos. El ciego lo aferra con ambas.

El hombre que ha sentado en su sitio al ciego venía con un chico. El chico permanece tieso en su lugar. Él ve cómo el hombre lo alza y ocupa el asiento, acomodándolo sobre su falda.

Siente que el ciego percibe las acciones y, luciendo una sonrisa, le hace al otro un comentario sobre el chico. El hombre, con el chico en la falda, asiente y el ciego acota algo sin perder la sonrisa. Sus facciones parecen, ahora, tranquilas.

Los tipos jóvenes vuelven a su diálogo y el más locuaz retoma sus masajes.