El sexo, la muerte, el tiempo y la locura son los cuatro conceptos fundamentales de la obra de Carlos Herrera (Rosario, 1976) en el último decenio: una serie de producciones interconectadas entre sí, que reciclan las mismas familias de objetos rituales en torno a los mismos sujetos, profundizando sin prisa un universo cada vez más íntimo y personal. En cada obra, Herrera construye en acto la sintaxis de un idiolecto material y mudo, pero capaz de articular una erótica ceremonial, un hacer ahí con el duelo por quien uno mismo fue en el pasado. Es el modo contemporáneo de habitar la existencia, y cuyo patetismo se oculta bajo la amnesia... hasta que alguien abre un ropero.

El objetivo, según el artista, es "sostener vivo un silencio". Podría ser la obra de un poeta, si en vez de agua, jabón, tiempo, animales muertos y reliquias de un museo de la memoria de la ropa olvidada en viejos cajones y reencontrada, usara palabras. Un poeta, Mariano Blatt, se dejó accionar 4 horas por Herrera, constituyéndose en cadáver vivo y ofrenda para una performance en colaboración, "Ave Miseria. Tradición y ritual" (Galería Ruth Benzacar, 14 de julio de 2015), cuyo registro fotográfico (http://www.herreracarlos.com.ar/) parece una versión benigna de "Rhythm 0", de Marina Abramovic (a la vez que revisa tópicos de la pintura, como el Descendimiento o la Piedad).

Desde sus "Autorretratos" hasta las nuevas y efímeras "Coronas" que Carlos Herrera inauguró el primer día de junio en la Sala Boglione de la Escuela Municipal de Artes Plásticas Manuel Musto (Sánchez de Bustamante 129, planta alta), una pregunta que insiste es la de cómo contener los restos de lo vivido: ¿en bolsas, en zapatos, en cajas, en vitrinas? ¿Qué continente puede alojar las pertenencias‑cuerpo?

Hay un paradójico erotismo fúnebre en las nuevas piezas, cuya estructura en común proviene de la memoria sensible del oficio de uno de sus primeros empleos: "alambraba flores", recuerda Carlos. Con ellas, el florista componía coronas para velorios o celebraciones. Otro fantasma invocado es el de la miseria, la indigencia de unos como efecto del poder perverso de otros y como reducción de lo humano a lo mínimo: un hilo rojo sutil, parece decirnos Herrera, conecta a los sin techo del siglo XXI con los deportados en los genocidios del siglo XX.

El montaje in situ fue un ritual en sí mismo, un desguace y ensamble de materiales humildes y de un caos de cosas de su archivo de vida o de obras suyas anteriores. Se reconoce el arnés de cuero que usó uno de los performers en "Pan agua jabón vos" (Pasaje 17, Buenos Aires, 2016) o las plumas de plumero de "Mi silencio miseria" (acción en La Toma, UNR, en 2016), mientras que las prendas evisceradas con tijera dejando solamente las costuras son ya casi una firma.

La belleza nada convencional de las instalaciones de Carlos Herrera (y de "Coronas" muy especialmente) pertenece a la categoría estética que los japoneses llaman "wabi sabi" y que expresa el gusto por lo basto, lo áspero, lo perecedero, lo imperfecto. Si bien las diferentes coronas (entre ellas una de espinas: leve guiño a colegas que también citaron este símbolo religioso) se distribuyen en el espacio como obras independientes, arman una sola escena que se disolverá el 28 de julio, cuando este otoño ya sea un muerto más.