“La oscuridad suele ser amiga del que tiene miedo”, dice Francisco “Pancho” Amaro Villafuerte, periodista, delegado sindical y escritor, cuya primera novela, junto a decenas de miles de libros “subversivos”, fue quemada por la dictadura en junio del 76. De pronto “alguien sin importancia”, un hombre de izquierda que no pertenece a ninguna organización política, se convierte en un tipo marcado que decide no volver a su casa ni a la redacción. La única persona que lo puede ayudar a salir del país es su adversario ideológico, el director editorial de la revista, respetado por los militares. En Esto nunca existió (Edhasa), Mempo Giardinelli explora el vértigo que separa la vida de la muerte en una ficción paranoica sobre la espera.

El escritor chaqueño presentará la novela este jueves a las 18.30 en el Centro Cultural Borges, acompañado por Claudia Piñeiro, Gabriela Cabezón Cámara y Noé Jitrik. “El régimen era atroz, la arbitrariedad del poder político y militar, empresarial y religioso, eran absolutos y la muerte se olía en el aire y en las relaciones personales, como se veía en las calles. Todos y todas éramos potencialmente sospechosos y nadie sabía qué era delito ni había racionalidad en nada, hicieras lo que hicieses. Vivíamos bajo una especie de Inquisición de cuño moderno, autocensurándonos y presas de un miedo constante y viscoso. La incertidumbre y el terror que sembraba el régimen era a la vez su modo de gobierno y de sometimiento. Cualquiera lo sabía, pero de eso no se hablaba”, reflexiona Pancho en Esto nunca existió.

En el último libro de Giardinelli hay algunos elementos autobiográficos. Entre 1971 y 1976 fue delegado sindical de la vieja Asociación de Periodistas de Buenos Aires. Al comienzo de la dictadura cívico militar eclesiástica trabajaba en la revista Siete Días. La editorial Losada estaba por distribuir su primera novela, ¿Por qué prohibieron el circo?, cuando se produjo el golpe y los ejemplares no solo nunca llegaron a las librerías sino que en junio hubo un allanamiento del Ejército, que incluyó la quema de libros. Sin pasaporte y sin dinero, le pidió ayuda a Raúl Horacio Burzaco, entonces presidente del directorio de la editorial Abril, como recordó en una contratapa de este diario, publicada en febrero de 2004.

“El personaje es el que es; no mi alter ego. Y la novela es eso: una novela, una ficción, una propuesta narrativa como cualquier otra”, plantea Giardinelli a Página/12. “Claro que indudablemente al escribir esta historia, que me llevó muchos años y fue primero un cuento breve, yo quería que el eje central fuese el diálogo, o quizás mejor, la tensión, entre dos personalidades absolutamente opuestas que de pronto dialogan casi sin palabras sobre la vida y la muerte en una sociedad polarizada y violenta. Que en la literatura universal me parece que es uno de los temas más cautivantes, sí que también más arduos. De manera que en esa búsqueda, y después de algunas vacilaciones, fui encontrando el tono que quería”, explica el autor de Luna caliente, La revolución en bicicleta y Santo Oficio de la Memoria, entre otros títulos, que recibió el Premio Rómulo Gallegos y el Premio Manuel Rojas, entre otros reconocimientos, y fundó y preside en el Chaco, ciudad donde nació y vive, una Fundación dedicada al fomento de la lectura.

Quemar libros

-“Esto nunca existió” parece una ficción que se vuelve paranoica, en términos de Ricardo Piglia, una novela sobre el miedo y la espera. ¿La pensaste como una ficción paranoica?

-No sé si paranoica, pero sí en el borde, en esa especie de cruce entre novela policial, narrativa de carácter social y relato intimista que caracteriza a buena parte de la literatura argentina, y porteña en particular. Y que a la vez y por eso mismo retrata o intenta retratar una sociedad burguesa en decadencia. Piglia fue un maestro a ese respecto. Y si me apurás yo no podría negar que, quizás, inconscientemente, haya un poco de Renzi en esta novela, como también algo de Zama de Antonio Di Benedetto. Y de tantos más que pienso ahora velozmente: Rodolfo Walsh, Beatriz Guido, Haroldo Conti, Denevi. En toda nuestra literatura hay espera y temor.

-El protagonista se entera de que los militares quemaron la edición completa de 3000 ejemplares de su primera novela, como te pasó a vos con tu primera novela “¿Por qué prohibieron el circo”? ¿Qué consecuencias tuvo la quema de libros, “la piromanía devenida política de Estado”, en la trama editorial y cultural de la Argentina?

-Las consecuencias fueron atroces en lo inmediato y todavía las estamos sufriendo. El comportamiento autoritario de la Corte Suprema, las Casaciones, las alzadas en general y también lo que todavía se llama “Justicia” en este país, son, metafóricamente, piromanías mejor vestidas, nomás. La industria editorial, y las culturales en general, sobreviven gracias a su fenomenal capacidad de resistencia.

-¿Quemaste libros de tu propia biblioteca, por miedo, como hizo Francisco Amaro Villafuerte?

-Quemé, sí. Y también “perdí” libros adrede. Es la experiencia que le presté a Pancho.

-“Lo único que yo sé es que escribo porque no puedo parar y quizás para enterarme de por qué escribo y así el proceso escritural es, al menos para mí, una fuente inagotable de preguntas que abren más preguntas". ¿Qué preguntas abrió la escritura de “Esto nunca existió”?

-Todas las que están en la novela. De la primera a la última página todo son interrogantes. Pancho, mientras espera poder salir del país, se pregunta: “¿Qué nos pasó?” “¿Qué nos había pasado a los argentinos, a mi generación? ¿Qué nos había pasado que nos inculcaron el cuento del país rico hasta la saciedad, generoso como una madre, inagotable como el Paraná? ¿Qué pasó para que nos criáramos en la confianza y en la soberbia de ser un pueblo elegido, granero del mundo, sabia mezcla de razas y patria del trigo y de las vacas que se autoconvenció de míticos destinos de grandeza, sueños de potencia, proyección continental y mundial?”.

Víctima potencial

-Hay muchas novelas que trabajan, desde distintas perspectivas, la dictadura cívico militar eclesiástica. Pero en “Esto nunca existió” aparece una figura quizá no tan frecuentada: “un ciudadano vulgar”, como se define el periodista y escritor que protagoniza la novela, “alguien sin importancia pero marcado”. ¿Por qué te interesó explorar esta figura de un sujeto sin importancia, pero perseguido igual?

-No es algo que me propuse; simplemente sucedió en el texto que Pancho sabe, y además lo siente, que está en la mira. ¿De quién? De la dictadura y el sistema imperante, cuyos esbirros andan sueltos como perros rabiosos y entonces para él, Pancho, trata de invisibilizarse como pueda y como le salga. El perseguido es siempre un sujeto que se autopercibe víctima potencial de lo peor, y lo que mejor sabe hacer y aprende de inmediato, es a esquivar posibles verdugos.

-Hay algunas figuras muy reconocibles en la novela, como el editor de Impresada, que remite a Jorge Lafforgue, también un capítulo en el que aparece Osvaldo Soriano y otro en el que se menciona a un poeta, que es Miguel Ángel Bustos. ¿Qué significaron Lafforgue, Soriano y Bustos en tu vida?

-Bueno... Jorge Lafforgue fue el primer editor de mi primera novela, luego incinerada. Osvaldo Soriano fue mi primer amigo y compañero de trabajo en Buenos Aires cuando llegué del Chaco, justo cuando él llegaba del Sur y de Tandil. Y Miguel Ángel Bustos fue un sensible poeta al que un día una patota asesina secuestró llevándoselo violentamente de la redacción. Todo eso significaron... Y de hecho son parte de mi vida, como no podía ser de otra manera. Y ahora me parece que por eso irrumpieron en este libro.

-La figura más compleja y ambigua de la novela es Raúl, “la vieja yarará”, el director de la editorial en la que trabajaba el protagonista, un colaboracionista de la dictadura, pero que ayuda a escapar a Francisco Amaro Villafuerte. ¿Cómo fue escribir sobre un cómplice de la dictadura que le salva la vida a un empleado en medio del terror?

-Fue difícil, complejo y por momentos doloroso, para mí un verdadero tour de force literario. Porque tuve que ratificar, sobre la marcha y en cada párrafo, que yo no era ni demiurgo ni juez ni personaje. Simplemente era, mientras avanzaba la escritura, un escritor enfrentado a imaginar un arduo capítulo de una vida.