Después de una larga convivencia con el cáncer, la mañana del 14 de julio Sylvia Molloy (1938-2002) decidió trasladarse a otra parte.

Murió el día de la Bastilla y Emily Geiger, su compañera, señaló que seguramente Molloy estaba ya en las barricadas parisinas. Sylvia se había doctorado en Literatura Comparada en La Sorbona en 1967, así que conocía bien el territorio y también el espíritu de la revuelta, que ella ejercitaba con ironía y con las mejores maneras.

Copio los datos más fríos que sobre ella provee Wikipedia: se desempeñó como becaria de la Fundación Guggenheim, del National Endowment for the Humanities, del Social Science Research Council, y de la Fundación Civitella Ranieri. Presidió la Modern Language Association of America y el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. La Universidad de Tulane le otorgó el título de doctora Honoris Causa.

Enseñó en las universidades de Yale y Princeton, donde fue la primera mujer en conseguir un puesto titular en 1974.

Algunos años después, cuando iba en su auto hacia Princeton, paró el auto en la banquina, se preguntó qué estaba haciendo y giró en redondo para volver a su casa en Nueva York. Ocupó la cátedra de Humanidades Albert Schweitzer en la New York University, donde creó en 2007 la Maestría en escritura creativa en español, la primera en los Estados Unidos.

Pero esa cadena de logros y de honores, aún con todo su brillo, dice más bien poco sobre las razones para explicar nuestro dolor. Sylvia fue para muchas generaciones de estudiantes de todas partes de América latina la más generosa tutora, la más amable maestra, la amiga más cariñosa. Yo no fui su alumno, pero siempre quedó claro que era mi maestra, mi amiga, y que amábamos a los mismos seres (personas y animales: Cartulina, nuestra gata ya muerta, la acompaña en sus fotos).

Sylvia nos queda en sus libros de ensayo y sus novelas, que fueron y son esenciales porque abrieron nuevas perspectivas para pensar las articulaciones entre género(s), sexualidades disidentes y escrituras en América latina.

Molloy no sólo se encargó de situar esos problemas en un horizonte de comprensión y de actuación en el mundo, sino que inventó un dispositivo para leerlos (Acto de presencia: la literatura autobiográfica en Hispanoamérica; 1997 y Poses de fin de siglo: desbordes del género en la modernidad, 2013 son apenas dos ejemplos).

Publicó cinco novelas deliciosas, la primera de las cuales, En breve cárcel, instaló en la noche de la dictadura una voz abiertamente lesbiana, destituyente y por lo tanto impublicable en Buenos Aires. El libro circuló en fotocopias hasta que recién en 1991 lo editó Simurg. Desde ese momento, Molloy se encargó de subrayar que “Me sentiría defraudada si mi novela fuera reconocida sólo por las lesbianas”. Ese libro incluso fue incluido en una colección de Soy.

En El común olvido, su segunda novela, el punto de vista es el del protagonista gay, tensionado entre lenguas y perdido en laberintos de memorias familiares que debe desentrañar. No porque alguien le haya ocultado verdades, sino por su torpeza para verlas.

El deseo, la memoria, los vínculos, las lenguas, las formas de vivir y los gestos del amor y del acompañar: esos temas de las ficciones y los ensayos de Molloy nos iluminaron desde siempre y nunca dejarán de estar, para decirnos que incluso en los momentos de mayor desesperanza su caricia vendrá desde el otro lado de la barricada, allí donde nos espera sonriendo, rodeada de murmullos prenatales.

 

A Sylvia no hay forma de llorarla todavía, porque no hay tampoco forma de aceptar su ausencia.