A veces me emociono cuando veo que mis hijos garabatean algo en un cuaderno; es como si lanzaran una gota en el mar de palabras y gestos que desarrollan frente a la computadora. También noto las dificultades que tienen para escribir. Como si estuvieran recordando en el momento de trazar cada letra, la forma, el tamaño, la ubicación que debería tener.

El mayor tuvo por primera vez un examen escrito a mano en la facultad hace unos meses. Muy difícil, dijo, había que escribir largo, desarrollar ideas, relacionar autores escribiendo en papel, sin poder borrar, tachar y esas cosas que en la computadora hacemos sin siquiera pensar. Igual, agregó, está bueno escribir.

De alguna manera, esa imagen de mi hijo descubriendo el valor de algo que ya conocía me hizo tomar nota de que hay toda una generación que ya no está marcada por el acto físico de escribir manuscrito y los saberes en torno a ello.

La escritura es contradictoria en su doble pretensión, dice Roland Barthes en Variaciones sobre la escritura: por un lado, es una técnica útil, permite comunicarnos, intercambiar; y por otro, es una “práctica del goce ligada a las profundidades pulsionales del cuerpo”. Me gustaría detenerme en esta última acepción.

Escribir a mano es pasar la escritura por el cuerpo. Lleva tiempo, esfuerzo, cansa. Y el cuerpo --como si la mente no fuera parte-- tiene otras formas de incorporar conocimientos, de gozar, de expresar, de impactar en nuestra subjetividad.

Escribir fija ideas, permite apropiarse de los conocimientos y crear. Yo no pienso y luego escribo, más bien, mientras escribo, pienso. Esto en cualquier dispositivo, pero más aún si escribo a mano.

Los diarios personales han sido en gran parte una manera de entender el mundo, de quejarnos a los dioses, de entendernos. Ahí, con la pluma o el lápiz y el papel, nos salvamos un poco con cada palabra.

Mientras pensaba estas cuestiones, me enteré de que en España hay un concurso de cartas manuscritas, para fomentar la escritura a mano y la cultura epistolar. La nostalgia parece envolver a estas tecnologías en transformación constante.

Cuando mi mamá murió, me encontré sola en su casa, desbrozando ese espacio como si fuera avanzando por un bosque tupido, una selva de especies conocidas y otras exóticas; buscando el misterio, los secretos. Lo que descubrí fueron cientos de recetas escritas a mano en un pedacito de hoja de diario, en una hoja de cuaderno arrancada, en dorsos de boletas amarillentas, entre revistas, adentro de cajas de bombones vacías, o en el cajón de los repasadores. Las recetas eran ahora piezas de museo, con su letra alargada y levemente inclinada hacia la derecha, con sus efes al revés. Podría reconocer esa letra entre miles. Podría empapelar la casa con esas recetas de cocina copiadas con deseo, aunque nunca se hicieran.

También di con su cuaderno de primer grado inferior. Me detuve en las frases copiadas para adquirir la destreza de la escritura: “Amo a mi mamá/Ana es nena sana/Mimi es mimosa/Su mamá la ama/Un nene en el suelo/No seas miedoso/ Tomás es un nene listo/ La luna ilumina la senda”. Esa letra prolija se parecía bastante a la que ella adoptaría de adulta. ¿Cuándo forjamos nuestra letra y qué dice de nosotros? No lo pienso en términos científicos o grafológicos. Pienso en cuánto de lo que somos está ahí encerrado. O estaba. Quién sabe. Ahora que escribimos cada vez menos a mano tal vez esos saberes adquiridos con el pulso no lo sean tanto o sean menos importantes en convivencia con otros.

Mi mamá tenía la mano suelta al escribir. En cambio, yo siempre fui tensa. Todavía sobrevive un callo en el dedo mayor derecho, justo ahí donde apretaba la lapicera Parker primero, cuya pluma se trababa en las hojas Rivadavia, y las biromes, con su deslizar resbaloso, después.

Encontré también en esa casa vacía, papelitos, cartas, tarjetas que intercambiábamos con un novio que tuve. Su letra simétrica, pareja y redonda siempre en imprenta, me hablaba de amor en recetas de médico (él lo era). También descubrí una postal de aquel otro que tenía letra desordenada, con las consonantes peleándose con las vocales, y volando por encima de los renglones. Cuando veo esas notas algo de ellos se hace presente otra vez, aunque hayan pasados décadas.

En la novela El discurso vacío, el personaje creado por Mario Levrero se propone hacer una “terapia grafológica” que consiste en dedicarse todas las mañanas a escribir a mano, concentrándose en la caligrafía, en el dibujo de las letras --en por dónde se comienza a escribir una b mayúscula o cómo trazar el palito de la z sin levantar el lápiz--, más que en el contenido de lo que dice. Tiene algo de espíritu religioso, de ritual, para entregarse a una tarea que le resulta muy difícil porque todo el tiempo se desvía de su propósito. “Observo que la letra viene muy pequeña, eso debe ser porque me siento culpable”, dice. A veces la escritura refleja nuestro estado de ánimo. Si estamos apurados o nerviosas, los trazos lo delatan. Pero para el personaje de Levrero es mucho más que eso. A medida que pasa el tiempo, su letra se vuelve más legible y por momentos encuentra cierto equilibrio, cierta calma, aunque todo el tiempo siga luchando por disciplinarse con la escritura como si ello pudiera a ordenar el caos de su vida.

Es consciente de que no hace buena letra. Oh, la importancia que tenía tener/hacer “buena letra”. Y lo imposible que se vuelve cuando la mano se mueve nerviosa, arrastrando en su locura sin pensamientos a la lapicera y haciéndonos decir cosas en apariencia distintas a las que teníamos en la cabeza. Y qué angustiosa sensación, como de estar perdiéndonos, cuando nos reencontramos con un escrito propio y no podemos descifrar nuestra letra.

Escribimos para recordar. La escritura es recuerdo de quienes ya no están y de otras personas que no volvimos a ver. También es instrumento de memoria de una sociedad, una civilización, aunque para este fin hoy las computadoras y la escritura tipográfica superaron ampliamente a la escritura manuscrita. Y también permite recordar en el antiguo sentido de la palabra: despertar “el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos”, apunta Levrero, parafraseando al poeta español Jorge Manrique.

Desde el año pasado volví a la facultad. A estudiar, y tal vez, por qué no, a reencontrarme con esa que yo era cuando me dolían la mano y el codo de tomar apuntes tratando de captar algo en un teórico.

Hace unos meses pasamos de la cursada virtual a la presencial. El primer día, una profesora se puso frente al pizarrón a escribir los ejes centrales que abordaría durante las siguientes horas. Escribía en cursiva, con letra de maestra, paciente y clara. Fue un momento raro, primero pensé qué antigüedad, ya estamos grandes. Pero después, me dejé llevar por ese tiempo distinto, más lento, que marca la escritura manuscrita y por el embrujo de esos símbolos legibles; miré mi propia mano deslizándose por el cuaderno a rayas, el callo en mi dedo mayor, y sentí una mezcla de orgullo y felicidad.