Hay muchas maneras de empezar. Por ejemplo, como el protagonista de una novela que se despierta después de un desvanecimiento frotándose los ojos, con la mirada perdida, y murmura: “¿Dónde estoy?”. Porque no le resulta fácil reconocer dónde se encuentra, sobre todo después de un confinamiento tan largo, cuando sale, enmascarado, a unas calles medio vacías donde, de los transeúntes, solo ve sus miradas huidizas.

Lo que más lo desanima, no, lo que más lo asusta es que lleva un rato mirando la luna –desde anoche es llena- como si fuera la única cosa que aún podría contemplar sin sentirse mal. ¿El sol? Imposible disfrutar de su calor sin sentir de inmediato en el calentamiento climático. ¿Los árboles que los vientos agitan? Le atenaza el miedo a verlos secarse o perecer bajo la sierra. Hasta el agua que cae de las nubes le preocupa, pues tiene la impresión desagradable de ser responsable de su llegada: “¡Sabes que no tardará en agotarse en todo el mundo!”. ¿Gozar de la contemplación de un paisaje? Ni pensarlo, somos responsables de cada una de sus contaminaciones, y si todavía te maravillan los trigos dorados es porque has olvidado que las amapolas han desaparecido debido a la política de la Unión Europea; allí donde los impresionistas pintaban una profusión de bellezas solo puedes ver el impacto de la Política Agraria Común, que ha convertido los campos en desiertos… No, decididamente, solo puede aliviar su congoja dirigiendo la mirada a la luna: de sus recorridos, de sus fases, al menos, no se siente en absoluto responsable; es el último espectáculo que le queda. Si su brillo te emociona tanto es porque, a fin de cuentas, sabes que eres inocente de su movimiento. Como lo eras antes al contemplar los campos, los lagos, los árboles, los ríos y las montañas, los paisajes, sin pensar en el efecto de cualquier acción tuya. Antes. No hace tanto.

Cuando me despierto empiezo a sentir los suplicios del protagonista de Kafka en su relato La metamorfosis, que durante el sueño se ha convertido en cucaracha, cangrejo o escarabajo. De repente se siente aterrorizado al ver que no puede levantarse como antes para ir a trabajar; se esconde debajo de la cama; oye cómo su hermana, sus padres, su jefe, llaman a la puerta de su habitación, que ha tenido la precaución de cerrar con llave; ya no puede ni levantarse, su espalda es dura como el acero; tiene que aprender a dominar las patas y las pinzas, que se agitan en todas direcciones; poco a poco se va dando cuenta de que nadie entiende ya lo que dice; su cuerpo ha cambiado de tamaño; siente que se ha transformado en un “insecto monstruoso”.

Es como si yo también hubiera sufrido una verdadera metamorfosis. Todavía recuerdo que antes podía desplazarme inocentemente con mi cuerpo a cuestas. Ahora siento que debo echarme penosamente a la espalda una larga ristra de CO2 que me impide volar comprando un billete de avión y estorba todos mis movimientos, y casi no me atrevo a teclear en mi ordenador por miedo a fundir algún glaciar lejano. Pero es peor desde enero porque, además, proyecto ante mí –me lo repiten continuamente- una nube de aerosoles cuyas finas gotitas difunden en los pulmones unos virus minúsculos capaces de matar a mis vecinos, que se ahogarán en la cama desbordando los servicios hospitalarios. Por detrás y por delante, lo que debo aprender a arrastrar conmigo es como un caparazón de consecuencias cada día más espantosas. Si trato de guardar la distancia reglamentaria respirando con dificultad en esa mascarilla quirúrgica, no consigo ir muy lejos, porque, cuando intento llenar el carrito del súper, el malestar crece: esta taza de café estropea el territorio en los trópicos; esta camiseta me habla de la miseria de un niño de Bangladés; del filete sanguinolento que comía con mucho gusto emanan bocanadas de metano que aceleran aún más la crisis climática. Entonces gimo, me contorsiono, aterrorizado por esta metamorfosis. ¿Despertaré de esta pesadilla, volveré a ser como antes: libre, íntegro, móvil? ¡Un humano de los de antes, qué demonios! Confinado, de acuerdo, pero solo unas semanas; no para siempre, eso sería demasiado horrible. ¿Quién querría acabar como Gregor Samsa, muerto desecado en un armario, para alivio de sus parientes?

Pero metamorfosis claro que la ha habido, y no parece que vayamos a volver atrás despertándonos de la pesadilla. Confinados ayer, confinados mañana. El “insecto monstruoso” debe aprender a moverse de lado, a agarrarse a sus vecinos, a sus parientes (¿y si la familia Samsa también empieza a mutar?), todos estorbados por sus antenas, sus estelas de virus y gases, todos rechinando con sus prótesis, un estrépito de alerones de acero entrechocados. “Pero ¿dónde estoy?": en otra parte, en otro tiempo, soy otro, miembro de otro pueblo. ¿Cómo me acostumbro? Tanteando, como siempre. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Kafka había dado en el clavo: el devenir- cucaracha es un buen punto de partida para que aprenda a orientarme y saber dónde estoy. En todas partes los insectos están en vías de extinción, pero las hormigas y las termitas siguen ahí. Para ver a dónde nos va a llevar todo esto, ¿por qué no partir de sus líneas de fuga?

Fragmento de ¿Dónde estoy?: Una guía para habitar el planeta del filósofo y antropólogo Bruno Latour, una reflexión acerca de cómo seguir y aprovechar las experiencias de confinamiento, que acaba de publicar Taurus.