Los y las jóvenes de las escuelas secundarias de gestión pública o privada piden talleres de salud mental. Cuando son convocados a desplegar “eso” qué buscan en los encuentros que piden, vuelve a enunciarse una y otra vez la falta de adultos referentes que los escuchen y, también, de lugares institucionales que les permitan sentirse parte de un colectivo. A partir de estas ausencias piden lisa y llanamente que les enseñemos cómo cuidarse entre ellos. Sus interrogantes son ¿qué hacer con un o una compañero/a que tiene un ataque de pánico, depresión, ansiedad, trastornos de la alimentación, pensamientos compulsivos, etc.? Así los sufrimientos individuales se enuncian y son tantos que cuesta definir el tiempo institucional escolar para escucharlos uno por uno y poder acompañar a cada uno de ellos.

El discurso de los estudiantes deja en evidencia cómo los manuales de psiquiatría --DSM-- se metieron en el mundo cotidiano de los y las jóvenes y se convirtieron en uso corriente del lenguaje de las nuevas generaciones; tal vez porque crecen en una época que provee pocos ideales que operen como enlaces comunitarios. A falta de proyectos colectivos que posibiliten hacer con el vacío existencial que implica la vida, ellos encuentran otros caminos para hacer algo con esto. La búsqueda de un diagnóstico de parte de los y las chicas es uno de ellos, a través de los cuales buscan reconocerse y ser reconocidos en un “yo soy en este sufrimiento”.

En nuestra sociedad carente de utopías colectivas, los diagnósticos psiquiátricos suelen captar miradas, preocupaciones e intereses individuales; se convirtieron en fuentes de nombres como TGD, TDHA, TAG con los que se identifican muchos jóvenes. La falta de potencia en los ideales compartidos y la propuesta de los DSM para nominar los vacíos existenciales tienen sus consecuencias, una de ellas es la orientación de la libido hacia el “sí mismo”. Esto podría explicarnos la exacerbación del yo que busca definiciones en las etiquetas patológicas que lo mortifican.

Los equipos de conducción, docentes y profesionales que intervienen refieren, muchas veces, no dar abasto para atender los sufrimientos expuestos por parte del alumnado que dice “soy donde sufro” y hace base en el padecimiento para hacer lazos. Una directora contaba angustiada que un viernes por la noche después de una semana de haber intervenido con varios alumnos con ataques de pánico, de ansiedad, depresión y etc. recibió a su celular imágenes de cutting de diferentes alumnas; aunque no se las identificaba, las fotos captaban partes del cuerpo de diferentes jóvenes en el que se mostraba las autolesiones y una madre que le decía “hacé algo, por favor”.

¿Cómo leer este fenómeno que se presenta en las escuelas secundarias de jóvenes que se autodiagnostican y piden ayuda para ellos o sus compañeros?

En Psicología de las masas y análisis del yo, Freud refiere que las pulsiones de meta desinhibida acrecientan el narcisismo y que el amor es un dique posible a éste. Desinhibida porque su descarga es directa, porque es una satisfacción sin desvío, sin demora. En el contexto escolar actual, ¿cómo pensar las condiciones institucionales de una escuela para hacer de dique al “yo soy en el padecimiento” --retorno libidinal al yo--  de los y las estudiantes que logran encontrar un nombre ahí?

Cuando algo es frecuente en una escuela y toma las características de una epidemia, no podemos naturalizarlo, hay que rever las condiciones institucionales que favorecen que ciertos fenómenos epocales se fortalezcan y crezcan. La pandemia y su aislamiento obligatorio tocó las tramas vinculares y las afectó, en general, de manera negativa. Muchos grupos conformados se desarmaron, regularidades de encuentros entre amigos perdieron su sistematicidad y existe un número importante de personas que aún duelan sus pérdidas afectivas. El desentramado social implica un retorno de la libido al yo sin hacer lazo al otro. Y este retorno no es sin padecimientos.

Por lo tanto, si ya existía una transferencia afectiva a los diagnósticos, la pandemia con el aislamiento y rotura de tramas vinculares lo recrudeció. En este contexto, ¿cuál es el alcance de la intervención pedagógica para orientar a los y las jóvenes a construcciones más vitales del sí mismo y no hacia etiquetas patológicas que mortifican al sujeto, lo privan de su singularidad nombrándolos con categorías universales: TGD, TDHA, TAG, etc.? ¿Qué tipo de institucionalidad escolar puede ofrecer un dique a la subjetividad de las nuevas generaciones y favorecer la tracción de la libido hacia modos de identificaciones más vitales?

La respuesta es toda aquella estrategia o dispositivo que convoque a la palabra, que genere encuentros colectivos para que los y las chicos se escuchen y escuchen a los otros, que los llamen a pensar en algo más amplio que lo que implica el sí mismo; intervenciones que propongan a los jóvenes temas que los enlace a la vida y a un futuro compartido. Para que esto sea posible es imprescindible habilitar y sostener los espacios de participación. Los chicos tienen mucho para decir, solamente hay que convocarlos a hablar en su posición de sujetos y escucharlos. Se les puede proponer hablar sobre la escuela, qué necesitan de sus docentes, de sus compañeros, qué quieren ofrecerles a los otros; y estar dispuestos como profesionales de la educación a modificar algo de las prácticas institucionales para alojar a los jóvenes en sus malestares. Temas que provoquen la palabra de los estudiantes y nos orientan como adultos a intervenir donde ellos lo necesiten y no donde nosotros creemos que ellos precisan.

Necesitamos poner en cuestión las creencias de los tiempos modernos que dicen tener explicaciones “científicas”, “un saber verdadero” sobre los sujetos. Pero esto no dejan de ser engaños semánticos favorecidos por el paradigma de la razón: la creencia en que la palabra puede describir la subjetividad y adaptarla a un mundo con pretensiones de universalidad. Estos intentos de normativizar a los sujetos generan efectos como la medicalización de las infancias y juventudes, mayores cuotas de padecimientos y un sentimiento profundo de impotencia de parte de los adultos para calmar a los y las jóvenes. La directora que recibe en su celular las imágenes de dolor de sus alumnas refleja un cuadro de época.

Por lo tanto, los espacios de participación escolar deben orientarse a favor del desapego de los estudiantes a la palabra científica, para dar lugar a la palabra que destella sentidos que nunca se alcanzan, ecos en el cuerpo que provocan algún efecto de saber que oriente sobre la singularidad del deseo. Si algo de esto es posible, la impotencia de los adultos se vuelve potencia para acompañar a las nuevas generaciones a encontrarse, a partir de sus propios deseos, con la propuesta pedagógica.

Marina Lerner es psicóloga (con formación en Psicoanálisis). Directora del Dpto. de Educación de APBA. Codirectora de la Diplomatura “Intervenciones profesionales en la escena escolar” (APBA/UNT).