El artículo 40 de la Constitución Nacional, según la reforma de 1949, establece que las riquezas del subsuelo son propiedad de la Nación, que debe acordar con las provincias su participación en la explotación.

Apenas 10 años después esa norma fue derogada y comenzaban los contratos para que empresas extranjeras participen en la extracción de petróleo y gas. Pocas décadas más tarde, en 1994, una nueva reforma constitucional trasladaba la propiedad de los recursos a las provincias. Antes de fin de esa década YPF fue privatizada.

En 2012, luego de ser prácticamente vaciada por Repsol, el Estado expropió el 51 por ciento de las acciones de YPF. En 2014, a su vez, se aprobaron modificaciones legales que ampliaron los beneficios a los concesionarios privados –ya no más contratistas– de áreas petroleras, mientras se restringieron las posibilidades de trabajo de empresas propiedad de los estados provinciales y de la propia YPF.

A partir de 2016, finalmente, se sostiene que la prioridad en la cadena de valor energética es la rentabilidad de los productores de gas, petróleo o de energía eléctrica y los consumidores deben adaptarse a ese axioma.

Fuentes permanentes 

Nací en 1943. Cuando fui a la escuela primaria, mis compañeros y yo, éramos dueños de alícuotas iguales de la riqueza del subsuelo, como todos los demás habitantes del país. En menos de una vida, todos somos compradores de la energía generada con nuestros recursos, a precios que no sabemos cómo surgen y el gobierno nos dice que esa es una ley natural de la economía.

¿Cómo pudo suceder? El tsunami neoliberal que no termina de pasar creó las condiciones culturales y económicas para que nos metieran la mano en el bolsillo. En realidad, para que aspiren de allí hasta la pelusa que suele depositarse.

Es hora de volver a tomar lo que es nuestro. Con un detalle no menor a considerar: la tecnología en el área tuvo enormes avances en 70 años y esos cambios esta vez están de nuestro lado. Ahora es posible generar energía a partir de fuentes infinitas y permanentes, de libre accesibilidad, como el sol y el viento. Esa energía la podemos conseguir en la cantidad que la necesitemos y disponerla cerca de donde la usaremos.

Se han diseminado por el mundo los megaproyectos de parques fotovoltaicos y parques eólicos, dejando en manos privadas la producción y distribución de energía. La tecnología por sí sola no cambia estructuras, al menos no basta para cambiarlas para bien. La Argentina es un ejemplo, ya que el gobierno intenta avanzar incorporando energías renovables a la matriz energética, pero lo hace a través de medianos o grandes proyectos contratados a empresas extranjeras, sin siquiera prever una promoción persistente de proveedores nacionales del equipamiento necesario.

Soberanía 

Pero disponiendo del saber cómo, la lucidez política y la organización social deberán permitir encarar las necesarias luchas por la soberanía popular en materia de energía. Cada techo de un pobre es igual al techo de un rico en cuanto al sol que recibe por metro cuadrado. Pero para el primero puede ser un componente de independencia que le sirva en sí mismo y que además le ayude a pensar cómo liberarse del resto de los grilletes que lo afligen.

Necesitamos que los tibios intentos por adaptar la legislación, para de tal modo eliminar los obstáculos a la generación a escala doméstica, se hagan vendaval. Necesitamos que se subsidie las instalaciones pequeñas, al menos en la misma proporción en que se subsidia a las grandes empresas de cada eslabón de la cadena. Necesitamos que las escuelas, los hospitales, las unidades productivas rurales tengan todas las facilidades para energizar sus techos. Necesitamos que esta idea de autonomía se haga carne en grupos sociales en todo el país, que aprendan de las experiencias que cada uno vaya realizando y de la enorme cantidad de antecedentes en todo el planeta.

Eso también es libertad. Pero de la buena.

* Instituto para la Producción Popular.