Un daltónico sabe muy bien que John Dalton no es, precisamente, una marca de whisky escocés. Solamente un daltónico entiende lo importante que es poner las cosas blanco sobre negro. La mayoría de los afectados por esta anomalía, nos jactamos de lo que carecemos intentando engañar al prójimo permanentemente mediante apariencias, usando dichos tan populares como coloridos, " el que quiera celeste, que le cueste", "hay que ver la vida color de rosa”, " verde que te quiero verde", junto a otros refranes que nunca podríamos pintar. 

Intentamos camuflar nuestra alteración genérica, esquivando la burla en algunos casos, la sorpresa en otros y la explicación en todos. En el sexo femenino, por suerte, dicha enfermedad es casi inexistente, facilitando coloridas conversaciones ricas en distintas tonalidades de verdes, musgo, botella, cobre, helecho, o variados rosas, persa, amaranto, francés, gamas para las cuales, los afectados, somos completamente ciegos. No obstante nuestra dificultad, nos gusta mimetizarnos en exposiciones de cuadros, sitios en donde nos cuidamos mucho de llamar a los colores por sus nombres, hablamos de detalles y significados ocultos en las obras y cuando podemos, citamos a nuestro prócer, Vincent van Gogh, así pinta un daltónico, señores. 

Esta contradicción manifiesta que nos caracteriza a través del tiempo, llegando a extremos incomprensibles como la de viajar a Uruguayana a principios de los 80 para adquirir televisores a color, puede tener su origen en la discriminación con la que se nos estigmatiza, confundiendo nuestra insuficiencia con una brutalidad manifiesta, "¿qué decís? ¿No ves que es verde? o acaso no sabes los colores?".  

Tal vez, en el error de creer en que todos vemos lo mismo cuando miramos algo puntual, se encuentre el origen del ninguneo al que fuimos sometidos a través de los años. Si bien en mi infancia la poesía hecha canción me ayudó, a la hora de apreciar mi entorno que el buzón era color carmín porque en el fondín lloraba un tano, su rubio amor lejano, que mojaba con bon vin o la gran María Elena me avisó que era celeste la lluvia de flores de los jacarandás tanto en el este como en el oeste, el problema estaba a la hora de plasmarlo en el cuaderno. 

En mi escuela fiscal había controles anuales odontológicos y oftalmológicos, pero nunca me hicieron un simple test con cartas que me hubiera ayudado a conocerme. Ni mi collar de derrotas en el Veo Veo, tampoco la observación de mi señorita Zunilda el día que pinté un perro de verde, menos aún la tarde en la que me expulsaron, acusado de rompecoches, de la pista municipal de kartings por no distinguir el rojo encendido en un semáforo, fueron suficientes para darme por aludido. 

Recién en mi adolescencia tomé conciencia de mi problema, ocurrió en la ciudad de Santa Fe, la vez que acompañé a un pariente a la cancha del tatengue para ver al local enfrentando a Banfield. No había más que confusión en aquel encuentro. Veinte jugadores vestidos iguales, sin publicidad en el frente ni en los pantalones, sólo las medias fueron un reflejo para mí de dicho enfrentamiento. 

 Dicen que el ignorante no tiene culpa alguna y que para no ser necio es preciso hacerse cargo de sus limitaciones, si bien lo tengo asumido, nunca lo pude prevenir. Un sábado por la mañana gasté menos de lo pensado comprando unos zapatos en oferta y una remera de ocasión. Esa misma noche, capturé todas las miradas de los asistentes al baile, imposible no mirar a un pretendiente vestido de chomba rosa y rojo calzado. 

Al ciego Luis, vendedor ambulante de billetes de lotería en el tramposo barrio de Pichincha, le gustaba descansar por las tardecitas en el local de venta de golosinas de su cliente y amigo Saverio el cruel. El kiosquero, hombre mal hablado como pocos, pero muy estricto en ofrecer su mercadería nombrando marca y contenido, se equivocaba fácilmente cuando sus clientes le solicitaban pastillas, caramelos o cigarrillos por el color del envoltorio. 

En una oportunidad supo aconsejar al vendedor de ilusiones desde el centro mismo de su impiedad, "che, Luis, no te olvides de pedirle a dios todos los días que no te devuelva la visión, si llegás a ver a la mina con la que estás saliendo, te pegas un tiro en el acto". El no vidente, lejos de enojarse, le contestó con celeridad, luego de iluminar su rostro con una blanca sonrisa contrarrestando el negro intenso de sus lentes, "nunca fui un hombre de quedarse a mitad de camino, antes que daltónico, prefiero ser ciego". 

Mi tío Tomás, de quien conservo como herencia una docena de boletos capicúa, aseguraba que, si el tiempo perdido durante la espera de bondis por parte de los pasajeros lo hubieran invertido en estudiar alguna carrera, los rosarinos de a pie serían profesionales. A pesar de que su teoría, en la actualidad, toma más fuerza que nunca, me sigo quedando con las ventajas que me brinda el servicio público. Estaría mintiendo si escribiera que alguna vez, un chofer me amargó el día recordándome patentes, multas o pólizas impagas o me afligió con la noticia de un inevitable cambio de cubiertas, filtro o aceite de la unidad. 

Libre de preocupaciones, leo, escribo y duermo en sus butacas sin ocasionar accidentes por practicar dichos placeres. El progreso, frecuentemente, no sólo no corrige viejas injusticias, también las agudiza. Con el sol del mediodía, a los ciegos de colores, se nos hace imposible leer las modernas banderas de los nuevos micros. Si nos tuvieran en cuenta, con un simple papel con el número de línea, pegado en el parabrisas, nos evitarían dicho inconveniente. 

Juro que no lo vi cuando me miró. Ambos levantamos los brazos casi en el mismo instante con el fin de detener el colectivo amarillo. A las pocas cuadras de haber ascendido, nos levantamos bruscamente de los asientos para descender rápidamente, en el preciso momento en que el bus no dobló donde debía hacerlo. Cuando volvíamos caminando hacia la parada más cercana con el fin de retomar el viaje, le comenté al joven compañero de desventura, "a mí me pasa lo mismo que a usted y no es la primera vez que me pasa, a veces pienso que es más fácil que nos curemos de lo incurable antes que la Municipalidad se acuerde de nosotros". 

Sin dejar de mirarse la punta de sus zapatillas ni aminorar su marcha, me respondió, "difícil que el chancho chifle, la cantidad de daltónicos aumenta junto al crecimiento de la población". Después de mirarme por primera vez a los ojos, me confesó entre preocupado y orgulloso, "ayer mi hijo más chico me regaló un dibujo de Bob Esponja pintado de verde".

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