El poder de la ambición

(Gold - EE.UU., 2016)

Dirección: Stephen Gaghan.

Guión: Patrick Massett, John Zinman.

Fotografía: Robert Elswit.

Montaje: Douglas Crise, Rick Grayson.

Música: Daniel Pemberton.

Reparto: Matthew McConaughey, Edgar Ramírez, Bryce Dallas Howard, Corey Stoll, Stacy Keach, Bruce Greenwood, Rachael Taylor.

Distribuidora: Diamond Films.

Duración: 121 minutos.

Salas: Hoyts, Showcase, Village.

6 (seis) puntos.

 

En algún momento, el propio Kenny Wells (Matthew McConaughey) sabrá aclarar la cuestión: se trata de oro, no de otra cosa. El dinero es su consecuencia. Pero antes y después de eso, el acento está en el oro. Así, el metal precioso oficia como alegoría y horizonte para este hijo de familia minera, hundido, a punto de perderlo todo, en El poder de la ambición.

Desde un sostén verídico, el film de Stephen Gaghan (Sin rastro, Syriana) construye el ascenso y caída de este magnate efímero, que va y viene de Estados Unidos a Indonesia, con la convicción puesta en una -¿ilusoria? mina dorada. Para ello, se vincula con otro visionario, Mike Acosta (Edgar Ramírez), alguien que sustenta teorías en las que nadie cree. Los dos, unos lunáticos. Al primero, el oro indonesio -dice‑ se le aparece en un sueño. El segundo persigue un supuesto "anillo de fuego" que hará aflorar el objetivo dorado. Ambos, una dupla acorde a la narrativa americana, con un toque "latino" justo como para abordar la corrección política y también enrarecer la beatitud próxima.

Si se tratara de un cine de potencia formal y autoral, podría pensarse este episodio como uno de los que Orson Welles hubiera elegido para su extraordinaria película F for Fake (1973). ¿Dónde está lo cierto y dónde la ilusión? En todo caso, hay expertos que se ocupan de dictaminar y darle reaseguro al mercado. Original o falsificación, lo mismo da; al menos, si se trata de dinero. El arte, en tanto, es un interrogante más profundo. De esta manera, Welles indagaba en las falsificaciones y en la esencia misma del dispositivo cinematográfico, tan genial era.

 

Un mundo de cocodrilos voraces y ansias de dinero se precipitan a partir de una trama bastante previsible.

 

Desde ya, El poder de la ambición es el reverso de esa maestría, pero tiene al menos la virtud de exponer al brillo que reluce como una posible pátina, de mera cobertura. Debajo anida lo cierto, es decir: un nido de víboras endogámico que ensancha tantas cuentas como necesite en los denominados paraísos fiscales. Lo que importa, se sabe, es el dinero.

De acuerdo con esta lógica malsana, en tanto víctima de una educación social que lo ha preparado para tales fines -esto es: triunfar‑, pero también como depositario de un desdén de clase, el Kenny Wells de McConaughey luce bruto, con dientes torcidos y panza prominente. De un lado, se nota, asoma el gusto del actor por exacerbar sus transformaciones físicas, cual Lon Chaney revisitado; de otra parte, él se vuelve eje demasiado visible, como guirnalda que crece hasta casi explotar: una vez llegado al punto límite, sólo quedará desinflar el asunto para volver a las raíces.

En este camino de ascenso y descenso, lo que El poder de la ambición ratifica es el caldo de cultivo infame que parecen ser los sueños salvadores de la sociedad americana. Guarda un parentesco que no debe ser casual con la reciente Hambre de poder, con Michael Keaton en la piel de otro insoportable idealista del american dream: Ray Kroc. En ambos casos, las películas acompañan el derrotero de sus personajes, parecen embriagarse con las cimas alcanzadas, pero procuran una distancia prudente, que les permita deshacer ese camino para verlos en perspectiva. La imagen que surge, antes que personal, es bien social: la de un grupo comunitario que se empecina por legitimar lo inequitativo del asunto, mientras sustentan a millonarios que se premian a sí mismos y lucran para el beneficio de sus sucesores. Ray Kroc, artífice inescrupuloso de la franquicia McDonalds, devenido millonario, sería la consumación de este veredicto.

Para Kenny Wells, en cambio, todo volverá a conocer cierto cauce más querible, sostenido en lo sencillo, en lo próximo, en ese afecto que estaba al lado y se había desatendido. Un mundo de origen del cual, parece ser, no debió salir. Igualmente, hay un toque más, un agregado que dispara un posible premio consuelo. Como si luego de procurar ocupar ese lugar sólo reservado para algunos, obtuviera una caricia. No hay, por eso, otra manera de resolver el asunto, sino a través de las mismas cartas de siempre: el sistema es así, el dinero se maneja así. Tenerlo o no tenerlo es la cuestión. Así como al tirar, una e irrepetibles veces más, de la misma máquina tragamonedas.