La epilepsia es un trastorno del sistema nervioso que se caracteriza por la presencia de reiterados episodios convulsivos. La alteración del funcionamiento normal en la actividad eléctrica del cerebro produce “descargas” que (aunque por lo general no se prolongan por más de 2 minutos) dañan la entereza física y mental de quienes las padecen, que necesitan el descanso casi instantáneo. Si bien existen tratamientos efectivos basados en dietas cetogénicas y fármacos, no todos los individuos afectados responden de manera adecuada. Así, los casos de epilepsia refractaria (el 30 por ciento del total) constituyen el grupo más complejo, porque pueden experimentar entre 30 y 40 crisis por día. Y como si este cuadro no fuera suficiente, al padecimiento físico se suma uno mucho peor: la marginación social. 

En el pasado, la patología estaba ligada al mapa de las religiones, en efecto, quien tenía epilepsia estaba poseído indefectiblemente por dioses o demonios. Pronto, ante la primera erupción nerviosa se convertían en seres sobrenaturales, que era necesario separar del tejido sano de la sociedad y recluir en espacios cerrados. Se cree que fue Hipócrates quien allá por el siglo IV a.C. fue el primero en asociar sus efectos a un proceso originado y dominado por las riendas del cerebro. 

En Argentina, tener epilepsia implica afrontar escenarios de segregación que ubican a los enfermos en un sitio incómodo y oscuro. Una etiqueta social que nunca escapa demasiado de la lástima y el menosprecio: dos respuestas lineales provistas por una sociedad que solo conoce de extremos y de fronteras. Con ello, deviene la propia naturalización de los pacientes que terminan por aceptar su situación de desventaja y reproducen los esquemas del prejuicio. De allí, tres salidas distintas que se unen en cascada: dependencia, inseguridad y temor. En este marco, quien mejor que la doctora Caramuta para construir una perspectiva que “pone el acento en las personas”, brindar información acerca de las crisis y los diversos tratamientos disponibles, y compartir sus experiencias sobre cómo es trabajar en un hospital público en una profesión médica que “combina de modo perfecto la ciencia y lo social”.

–¿Por qué se especializó en neurología infantil?

–La neurología abarca no solo al conjunto de patologías y a las lesiones del sistema nervioso, sino también al desarrollo del niño a nivel neuronal. Las personas crecen en peso, altura y talla, y en paralelo aprenden a caminar, hablar y jugar en un ambiente de contacto e interacción con los demás.

–En este sentido, la epilepsia constituye uno de los trastornos neurológicos más frecuentes en niños... 

–Sí, por eso resulta fundamental estudiar mucho sobre epilepsia porque la mayor parte de los niños que recibimos a diario tienen esta patología. Sin embargo, sus manifestaciones dependen de una enorme gama de particularidades que se asocian de modo individual a las características y a las trayectorias de cada paciente. De este modo, el diagnóstico siempre se afirma como un proceso complejo. El trastorno se produce por una alteración en la actividad de un grupo de neuronas, un mecanismo que el cuerpo traduce en convulsiones. Además, según la región del cerebro en que se genere la afectación, puede abordarse la crisis que cada individuo experimenta.

–Se trata de una enfermedad que ha acompañado al desarrollo de la humanidad desde sus orígenes. Como el cuerpo de quien padece una crisis no parece obedecer a la voluntad de su dueño, a menudo, se vinculaba a las convulsiones con la presencia de dioses y demonios...

–Las primeras pruebas que aparecen vinculadas a la epilepsia se remontan a la época de Babilonia. Se trataba de una enfermedad sagrada, las personas que la padecían eran concebidas como individuos poseídos por dioses o demonios, aunque prevalecía su carácter negativo. De hecho se los marginaba socialmente, pues no se les permitía casarse ni formar una familia, ni tenían ningún tipo de derecho. Se creía que podían afectar a los miembros del entorno y contagiarse por alguna que otra vía. De este modo, tempranamente, se las vinculó con las religiones, hasta que afortunadamente apareció la figura de Hipócrates en la Grecia Antigua. Aunque el mecanismo no estaba bien detallado, Hipócrates proponía la relación entre las manifestaciones de las crisis epilépticas y el funcionamiento del cerebro. Incluso, en aquella época ya se mencionaba la existencia de una dieta como método de tratamiento, que es bastante parecida a la que nosotros recomendamos en algunos casos. Sin embargo, la marginalidad nunca se superó del todo; más cercano a nuestros tiempos, la enfermedad fue asociada con la locura. Por eso, se procedía a encerrar en sitios de reclusión a los pacientes con crisis.

–En la actualidad, el panorama es más claro y se conocen con más precisión los factores que pueden causarla...

–Sí, claro. Lo primero que hay que saber es que la epilepsia no equivale a tener convulsiones. Una persona puede experimentar una convulsión porque le subió el azúcar en sangre o se incrementó mucho el sodio, o bien porque tuvo un traumatismo de cráneo con un sangrado. Y por otra parte, quien tiene epilepsia debe diferenciarse de quien es epiléptico.

–¿En qué se diferencian?

–El “ser epiléptico” implica experimentar crisis frecuentes pero también y, sobre todo, es llevar puesta una etiqueta. En realidad, las personas asumen condiciones de la enfermedad que pueden provenir de causas genéticas (predisposición que se hereda, lo más frecuente en pediatría) o bien como producto del desarrollo cortical, es decir, que cuando se forma el feto las neuronas se desordenan y ocasionan las descargas que se observarán, tiempo más tarde, durante las crisis en la niñez. También están las secundarias, vinculadas con una infección en una meningitis y secuelas de tumores cerebrales, entre otras.

–¿Es cierto que los pacientes pueden anticiparse a una convulsión? 

–“Epilepsia” es una palabra que proviene del griego y significa “ataque por sorpresa”. Pienso que esta primera definición describe bastante bien lo que ocurre, ya que las crisis pueden sobrevenir en cualquier momento y son difíciles de predecir. Sin embargo, algunos pacientes (dependiendo el área de la corteza cerebral en que se origina la descarga) experimentan náuseas, sensaciones visuales, olfatorias y auditivas previas, así como también parestesias (“hormigueo”) en alguna parte del cuerpo. Todo ello se denomina “aura”. La realidad es que las crisis son muy rápidas (duran aproximadamente dos minutos) y la primera vez que ocurren no pueden ser identificadas por los pacientes. Incluso, muchos anuncian sentirse “raros” durante los instantes previos. 

–¿Cómo se debe actuar ante una crisis?

–La crisis epiléptica brinda una sensación de gravedad que supera lo que realmente siente la persona. Ello ocurre porque en las convulsiones se modifica el aspecto corporal (la mirada, el color de la piel) y causa taquicardia. Pero lo que hay que hacer, básicamente, es esperar porque el 90 por ciento se cortan solas, a partir de la puesta en funcionamiento de actos inhibitorios del cerebro. Es imprescindible sostenerlos para que no se golpeen, ubicarlos de costado (por si se produce un vómito posterior), aflojar las ropas y acompañarlos. A veces, incluso, expulsan sangre de la boca, pero ello es porque se muerden la lengua cuando contracturan los músculos de la mandíbula. Del mismo modo, la “espuma” –que en general se asocia a este tipo de eventos–, en verdad, es exceso de saliva porque la persona no tiene posibilidad de tragar. El paciente, de cualquier modo, respira por la nariz, así que lo mejor es no alarmarse.

–¿Y luego?

–Cuando despiertan sienten mucho cansancio y dolor en el cuerpo, como si hubieran realizado una actividad física de larga duración. Lo que se recomienda es el descanso, para que puedan recuperar las energías resignadas durante el desgaste. 

–¿Qué tratamientos se pueden realizar? 

–El 70 por ciento de las epilepsias se tratan con fármacos que a veces pueden combinarse para ser más efectivos. Se escogen en función al tipo de epilepsia y a las particularidades de cada persona. La epilepsia puede controlarse porque son edad-dependientes: en muchos casos de niños, el riesgo de afrontar crisis desaparece conforme transcurre el tiempo. Cuanto más se reduzcan estos períodos críticos, mejor calidad de vida tendrá el individuo. Por otro lado, existen tratamientos que deben sostenerse de por vida y están asociados a lesiones cerebrales que no se modifican con el tiempo.

–¿Se refiere a las epilepsias de difícil control o “refractarias”?

–Sí. Constituyen el 30 por ciento restante y se diagnostica en aquellos pacientes que toleran hasta dos fármacos distintos sin una respuesta adecuada. En estos casos, agregar una tercera droga causaría efectos adversos por lo que la respuesta no llevaría a un control completo de las crisis. De modo que es necesario evaluar otros tipos de tratamientos como la cirugía (se debe procurar que no deje peor secuela que la propia enfermedad), la dieta cetogénica (más rica en grasas que en hidratos y proteínas, que estimulan la formación de cuerpos cetónicos que desarrollan un mecanismo anti-epiléptico a nivel cerebral), el estimulador vagal (electrodos colocados alrededor del nervio vago que generan impulsos para la liberación de neurotransmisores que bloquean las descargas). Se trata de mecanismos anticonvulsivantes que permiten reducir (a más del 50 por ciento) las crisis en pacientes que experimentan hasta 30 o 40 en un solo día.

–Por último, ¿cómo es trabajar en un hospital?

–La principal ventaja es que permite trabajar en equipo, una tarea interdisciplinaria que te hace sentir acompañada en todo momento: compartir opiniones respecto a la profesión, a un mismo paciente, decidir un cambio de fármaco, saber cuándo hay que mantener la calma y cuando es necesario actuar con celeridad. No es lo mismo indicar un tratamiento a una persona que tiene todos los medios materiales y está contenido, que a uno cuya situación económica y la posibilidad de costear el proceso es bien complicada. No se puede recetar una dieta cetogénica a un niño cuya madre tiene otros nueve hijos para cuidar, o bien que no tiene un congelador donde colocar la comida. Ello te obliga a pensar un poco más, a desarrollar estrategias que se adecuen a la realidad social de los individuos. Aprendemos a ubicarnos en el lugar del otro todo el tiempo. 

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