Recorriendo las calles de la ciudad, principalmente el centro, es posible percibir cómo la opulencia y las miserias son palpables. El contraste brutal entre los vehículos de alta gama con los que las clases privilegiadas hacen obscena ostentación de su poderío, y los desvencijados carros de cartoneros buscando los desechos que les procuren un mínimo sustento cotidiano.

Mientras desde los grandes afiches, candidatas y candidatos a legisladores sonríen bonachones, en las veredas se apiñan personas que transcurrirán las noches invernales sobre trozos de cartón, y con sus estómagos semi vacíos.

Por más que las autoridades pretendan maquillar la decoración urbana, la irritante desigualdad asoma y es inocultable. En el sistema del capital mercancía nada es lo que parece. El simulacro es la norma. Pero la explícita violencia de la concentración de bienes para unos pocos no puede camuflarse eternamente bajo las máscaras de una ciudad que dice tener igualdad de oportunidades. Esto solo existe en los discursos de los funcionarios, en carteles y volantes. La realidad es muy distinta. Para verificarlo hay que salir a las calles.

 

Carlos A. Solero