En la hoja abierta del tiempo, el grano mudo de un destino sale de la sombra. Kumiko, gravemente enferma, le comunica a su hija Haru una decisión: Kazuko, gran maestra de uno de los dojos más célebres del país, recibirá a Haru como alumna cuando ella muera. “El camino del tiro con arco puede parecer, desde fuera, destinado a hacer coincidir la punta de una flecha con el centro de una diana pasando por la fuerza de una cuerda, pero es, como todas las disciplinas sagradas, un camino para hacer coincidir la flecha de los pensamientos con la diana de los actos, pasando por la cuerda de las palabras”, se lee al principio de Haru (Catedral), magnífica novela “oriental” de Flavia Company, en la que narra la historia de vida de esta joven que llega al dojo con la sensación de que su padre, ya viudo, la expulsó de su hogar. Hay demasiada rabia y rebeldía en esta muchacha que, junto al resto de los alumnos, practica meditación, caligrafía y tai chi. El aprendizaje no es fácil: meditar hasta ver el animal que es, porque si no conoce su naturaleza nunca podrá avanzar.

Haru se alejará del dojo para trabajar como aprendiz de Tame, un maestro zapatero muy anciano cuyas enseñanzas no podrán eclipsar la arrogancia de la joven, que atesora proyectos y acumula ambiciones más allá de la rutinaria vida que lleva en el oficio. Company, autora de más de una decena de novelas, cuatro libros de cuentos, uno de microrrelatos y dos poemarios, invita en Haru a circular frases a cada renglón, como si las marcas que cada uno traza sobre el papel construyeran las distintas formas del roce con la palabra y los pensamientos. Aunque vive en Barcelona desde 1973, la escritora y traductora, que colabora en el suplemento Soy de este diario, tiene el acento de una porteña que nunca salió de Buenos Aires. La memoria de un enojo entre dientes asoma por los labios cuando recuerda la escisión entre el “allá” y el “acá”, una fisura que se desplegó en el lugar menos esperado: el desierto de Atacama. Desde la primera semana de junio está viajando por Latinoamérica casi como una mochilera, experiencia que se prolongará hasta fines de septiembre. No podía volver a esta ciudad en la que nació en 1963 sin aprovechar para dar clases en Casa de Letras –un taller de microrrelatos y otro sobre la “Influencia de la escritura en la vida de quien escribe”– y para hablar de Haru, hasta el momento su obra maestra.

“Quería proponer una lectura distinta del mundo: vos también sos oriental, solo depende de dónde te ubiques. Haru es la historia de una vida entera y en esa vida entera ocurren las vicisitudes que nos ocurren a todos, porque todos pasamos por la rebeldía, el deseo, el enojo, la avaricia, la pasión, el amor, el desamor, la muerte, el dolor; todas las personas nos enfrentamos a las mismas cosas. La humanidad es una repetición de sí misma hasta el infinito”, plantea la escritora en la entrevista con PáginaI12.

–A Haru le costó mucho aprender a manejar el arco. Hay una escena muy linda en la que ella no va a comprobar si dio o no en el blanco porque si lo hiciera eso significaría que no habría acertado. ¿Qué tuvo que aprender para poder escribir la novela?

–La respuesta fácil es que tuve que aprender lo mismo que Haru: rebelarme, luchar, incomodarme, dolerme... Todo. El tiro con arco es la metáfora de la literatura; por eso, cuando terminé de escribir Haru –porque escribo a mano– me puse a llorar desconsoladamente, algo que nunca me había pasado, porque supe que esa flecha se había disparado sola. Entendí que todo el esfuerzo, que toda la fe que tuve que aplicar y sostener para seguir escribiendo durante tantísimos años, desde los 17 que escribí mi primera novela, no eran un error. Que existe el tiro, que ocurre sin vos. Desde el principio de mi escritura, yo tenía dos obsesiones: desaparecer de la literatura, que pareciera que una obra se cuenta a sí misma, y alcanzar el lenguaje más sencillo del mundo para hablar de las cosas más complicadas. Lo que tuve que hacer es no claudicar, que no es fácil porque mi literatura nunca ha sido comercial y por lo tanto, el mantenerme cerca de lo que debo escribir, que no deja de ser una deuda moral al mismo tiempo, siempre me ha alejado de lo mainstream. Sigo acá por la fe, una fe que no tiene nada que ver con la religión. Es una fe en la justicia poética, en la literatura, en que hay un orden, hay algo que no sabemos, pero que podemos intuir. 

–“La emoción te lleva afuera del río. El sentimiento, al fondo del agua”, dice Haru.

–El tema es que nos identificamos con las emociones, pero las emociones son el disfraz de los sentimientos. Voy a poner un ejemplo muy fácil: la ira es el disfraz de la tristeza. Nos parece más digna la ira que la tristeza. Y no es así. Las emociones muchas veces nos distancian de nuestros sentimientos.

–¿Cómo es la relación entre emoción y sentimientos en la escritura? ¿La emoción la distancia o la acerca respecto de lo que está escribiendo?

–En mi caso, la escritura jamás es emocionada. No estoy emocionada cuando escribo. Durante la escritura no hay emoción. Diría que hay cálculo, frialdad, control, voluntad de construcción. No escribís cuando tenés frío, escribís para cuando tengas frío, ¿no? Entonces pensás cuántas ventanas precisás, cómo son los cimientos, hasta dónde querés construir, cómo le tiene que dar la luz. En fin, es algo muy meditado y obviamente no depende en absoluto de la emoción que te está embargando en ese momento. Es importante vivir a fondo para poder conocer las emociones, pero no escribís durante las emociones.

–¿Viajó a Japón para escribir la novela?

–No, nunca estuve en Japón. En Asia, estuve en Sri Lanka y en Tailandia. No es necesario viajar para escribir.

–¿Pero qué lecturas la conectaron con lo que podría llamarse “sensibilidad” oriental?

–Más que las lecturas, diría que la experiencia que me conectó con el mundo oriental es el tai chi. Mi maestra de tai chi se llama Kazuko, como uno de los personajes de la novela. Esa conexión con el modo de meditación del tai chi, con esa filosofía integral del tai chi, me interesó muchísimo, al margen de que me encanta el cine y la literatura oriental, como los escritores (Junichiro) Tanizaki y (Hiromi) Kawakami. La imaginación, cuando uno se acostumbra a meditar, se libera de muchos prejuicios que habitualmente funcionan cuando queremos controlar. Tengo una conocida japonesa que vive en Málaga, en España, a quien he visto tres veces en mi vida: una por una conferencia que di, otra porque vino a Barcelona de visita y me avisó para tomar un café, y la tercera fue porque me llamó y me dijo que había leído la novela y quería verme. Yo me dije: “la japonesa me va a retar” (risas). Ella se llama Kumiko, como la mamá de Haru en la novela, y vino con la novela toda llena de papelitos color rosa. “Mirá, Flavia, no entiendo cómo pudiste escribir este libro”, me dijo. “Yo recordé mi infancia, los años que pasé en el dojo, los olores, los sabores, los paisajes; este libro no lo pudo haber escrito una occidental”. Yo estaba a punto de llorar. “Mirá, Flavia, este libro sólo lo pudo haber escrito un maestro zen. Tú no eres un maestro zen. Yo te traje este libro para que lo leas y entiendas lo que escribiste.” Y me dio un librito sobre filosofía zen en castellano. En el arte hay una parte intuitiva que no tiene por qué responder al conocimiento racional. Medité mucho; para escribir este libro hice noventa días de meditación seguidos. Esta historia tenía que ser escrita. Me tocó a mí escribirla, aunque parezca una locura. 

–Kazuko le dice a Haru que “el tiempo solo existe cuando hay sufrimiento”. ¿Esta idea viene de la propia escritura o de la meditación?

–El contenido de Haru proviene de la experiencia. Mi vida no ha sido fácil. Me emigraron cuando era muy chiquita, mis papás se fueron a Barcelona en el ‘73. Emigrar a los 9 años fue un drama para mí. Me habían prometido que volvíamos en dos años y lloré durante dos años todos los días. Al cabo de los dos años, les reclamé y me dijeron: “Pensamos que te ibas a olvidar”. Me fui de acá siendo pianista, tocaba el piano desde los 5 años. La incomunicación en la que estaba me mandó directo a las palabras porque necesitaba decir. Dos años sufriendo son larguísimos. Una soledad tan consciente a los 9 o 10 años es algo que te marca mucho. En Barcelona se fueron muriendo mi mamá –muy joven, a los 49 años–, mi tío y después murió mi abuela materna –que inspira el personaje de Tame en la novela–, persona con la que he tenido una relación muy intensa. Me di cuenta de que Haru soy yo mientras leía la novela, no mientras la escribía. Después de escribir la novela, me reconcilié con mi padre. Escribir esta novela me cambió la vida.

–Hay dos personajes Itachi y Fuyuku que se van del dojo y triunfan con una cadena de zapaterías. Estos personajes son los que entran en la lógica del sistema capitalista, en una novela que es muy crítica del capitalismo, ¿no?

–Sí. La literatura es filosofía para mí, pero escrita de una forma distinta a los ensayos filosóficos. No deja de haber, en mi opinión, un proyecto de pensamiento sobre el mundo que se refleja mediante las historias que uno escribe. Haru es una novela profundamente anticapitalista, antirracista y antixenófoba. Diría que es una novela profundamente humanista. Me parecía importante que en la novela Haru se tentara, que es la tentación de sumarse al mercado. Esa tentación es inevitable porque el mundo es muy áspero.

La sonrisa de Company, como un gesto epifánico, restituye un idea residual que vibra en su mirada. “A mi abuela materna, que sobrevivió a su hija y a su hijo, le hubiera gustado ser escritora, pianista y patrona de barco. Y yo hice las tres cosas. Tengo un velero y navego, soy el sueño de mi abuela. El día que publiqué mi primera novela, Querida Nélida, dedicada a mi abuela, mi madre hizo una fiesta y me dijo respecto de la dedicatoria: ‘Te perdono porque es mi mamá’. Mi mamá me apoyó mucho en todo, pero la abuela Rosa era la que me contaba cuentos. Soy escritora por mi abuela, eso lo tengo clarísimo”.

–Cuando la emigraron, ¿ya sabía que iba a ser escritora o lo descubrió en Barcelona?

–Lo descubrí en Barcelona. Siempre escribía, pero al principio eran boludeces del tipo: “la palomita se fue por la ventanita” (risas). Creía que iba a dedicarme a la música. Pero a mi llegada a Barcelona, poco a poco fui relacionándome más con la palabra, aunque seguí tocando el piano. Cuando terminé filología hispánica en la universidad, fui a pedir trabajo a la revista Quimera, que dirigía Miguel Riera, a su vez director editorial de Montesinos. Yo tenía 20 años, entonces Riera me preguntó si escribía. Le contesté que sí y me acordé de mi novela terminada a los 17 años, Querida Nélida, que era lo único que tenía y fue lo que le llevé. Después me escribió una carta y me dijo: “No puedo darte trabajo, pero quiero publicarte el libro”.

–¿Qué vínculos tiene con poetas y narradores argentinos?

–No tengo la relación que querría porque la cotidianidad se pierde. Cada vez que vengo acá, esta vez también, pienso: “Me quiero venir”... Es muy fuerte, ¿cómo puede ser? Conozco a algunos narradores argentinos y los leo, pero no formo parte del mundo literario argentino y tampoco formo parte del mundo literario español. Me gusta saber de experiencias muy distintas y el mundo literario suele ser muy cerrado. Me gusta más leer a los escritores que conocerlos (risas).

–No formar parte de la literatura argentina ni de la española, ¿fue algo buscado o sucedió sin que lo pudiera evitar?

–Es algo que sucedió. De hecho, cuando entro a una librería nunca sé si mis libros van a estar en literatura hispanoamericana, literatura española o literatura argentina. Nunca sé lo que me voy a encontrar. En la librería El Ateneo estoy en literatura argentina, cosa que me congratuló enormemente porque soy argentina. Muchas veces he sentido que mis lectores están acá, pero que no me conocen porque yo estoy allá. El primer poema que tengo publicado se titula Volver antes que ir; es un poema narrativo de 1117 versos, escrito en argentino. El segundo que publiqué es Yo significo algo y ahora estoy escribiendo La dimensión del deseo por metros cuadrados. La poesía me sale más en argentino. El otro día estaba en el desierto de Atacama y me tiré en la ruta, donde está la raya del medio, para sacarme una foto. La ruta se está resquebrajando por el medio y pensé: es la imagen que me describe, ¿de qué lado voy a caer? Cuando te vas, nunca terminás de irte y nunca terminás de llegar. Como no me fui y me fueron, prefiero volver antes que ir.