La historia de los homosexuales, su compleja narración hacia el Día del Orgullo, comienza siempre en Latinoamérica con una vasta matanza fundacional o una cacería humillante que conduce a las víctimas a su muerte civil; un crimen colectivo que nunca podrá mutar en individual, ni siquiera en los llamados crímenes de odio, porque quien en soledad mata a otro por maricón no hace sino representar aquel asesinato originario y tumultuoso que se seguirá reinventando de generación en generación. 

Hay voces que el homófobo psicópata, en su eclosión de fascismo, logra descifrar, como si les fuesen especialmente dirigidas desde tiempo inmemorial. Ya lo dijo Carlos Monsiváis en su texto “Los 41”: los asesinatos “porque sí” de los gays, hoy, son la herencia tardía de las hogueras del Santo Oficio contra los antiguos sodomitas. Por eso, por ejemplo, el Grupo Gay de Bahía decidió publicar hace unos años, como homenaje, la breve y amanerada historia de San Tibira de Maranhao, el indio brasileño que en 1613 fue quemado por orden de los monjes franceses capuchinos para “limpiar la tierra de sus maldades” (la mariquita yacía con otros varones como una mujer pública, dijeron). Claro que lo carbonizaron después de bautizarlo, porque eso no se le niega a nadie. Y así fue llevada su almita purificada con el pinolux sagrado a los cielos, certeza infalible de la salvación como acontecimiento crístico. Si su alma seguía con vida, su carne, en cambio, iría a resucitar como la de todos cuando a Dios se le cantase. Porque Dios, como el papa, no quiso su muerte sino su vida, aunque del otro lado de la orilla para prevenir infecciones. El librito acompaña el nombre del santo con la cronología 1613-2013, para acreditar su carácter de crimen homofóbico permanente. 

¡Ay, Paraguay!

Leyendo Putos de fuga.ar (Universidad Nacional de General Sarmiento), el reciente libro del pensador “italiano, migrante y argentino” Rocco Carbone, que analiza la obsesión de la dictadura de Stroessner contra los homosexuales paraguayos, se me ocurrió pasar revista a la génesis de la homosexualidad en Latinoamérica, es decir la emergencia monstruosa de la figura histórica del puto, el joto, el maricón, el desviado que, como San Tibira de Maranhao, esparce sobre sus países de origen el mal cosmopolita. Un oprobio que, según el Estado (de derecha a izquierda), desorganizaba hasta no hace mucho con su presencia des-generada el ser nacional. Y que, como escribe Carbone, produce en el país de su investigación todavía un trauma, en medio de tantos otros que tampoco le son ajenos (la guerra de la Triple Alianza, la miseria y las tretas para sobrevivir, la violencia de las élites, el machismo en una tierra donde se diezmó a los varones). Porque trauma en el cuerpo urbano resultó ser aquella humillación colectiva producida por el Estado paraguayo en 1959, cuando 108 maricas fueron obligadas a desfilar su “desvergüenza” por las calles de Asunción, insultadas y encharcadas. Ese hito histórico habrá seguramente llevado a sus dueños a bautizar el bar gay más famoso de Asunción, precisamente, con el nombre de Trauma. Díganme si eso no es tener la memoria de un colectivo grabada en los panteones secretos del pueblo, ahí donde los dueños de la torta jamás pisan. La homosexualidad entró siempre a la escena pública en la historia de América Latina con paso cruzado de comedia y de tragedia.

Cero a la izquierda

Maricones hubo desde hace siglos en la literatura; ya en los inicios del cine argentino se pavoneaba el famoso Pocholo de Los tres berretines, y sobre todo en los chismeríos familiares de sobremesa, pero todos cubiertos por el manto del eufemismo. La sociedad estaba más o menos a salvo del estrépito del temible número mediatizado: los amorales éramos una especie numérica casi invisible, casi un cero a la izquierda, una cofradía misteriosa que brotaba y moría en carnaval para solaz de la familia bien constituida, algo espinoso que, sin embargo, le sucedía a otros países devastados por el nihilismo, el ateísmo marxista (si llega el comunismo, me voy a vivir a la estancia, decían que anunció una señora de la alta sociedad porteña) o las guerras continentales, donde la moral se suspende para poder comer. 

Por eso, cada vez que aconteció el escándalo homosexual en alguna sociedad latinoamericana, “el número” tuvo entidad de acontecimiento, cifra catastrófica que jamás debía ser olvidada, circunscripta a lo sorprendente, porque el carácter de lo escandaloso era, justamente, su excepcionalidad: ¿Había tantos maricones en la ciudad y yo ni cuenta me daba? En México, Monsiváis nos recordó el oprobio traducido en el número 41, porque cuarenta y uno fueron los maricones de alta alcurnia apresados en un famoso baile durante el porfiriato (una suerte de roquismo, contemporáneo a este e igual de afrancesado): “22 visten masculinamente y 19 se travisten”. Si la cifra es una ventana que se abre a un subsuelo de la sociedad en la que nadie se había antes detenido, también lo será como instalación de la vejación y el chiste. Al contar los invitados a cualquier fiesta o evento, nadie querrá ser anotado como el 41: “yo paso”. En un cancionero folclórico se consigna en una copla que de los varones de una partida para joda de polleras “uno está muy viejo, y el otro es 41”.      

Me asombra la simetría de los 41 de México y los 108 de Paraguay que evoca Rocco Carbone en Putos de fuga.ar. La ferocidad de Stroessner con los homosexuales durante su régimen somete a las víctimas al escándalo del número. Con gusto las cuenta, mientras esconde la cifra de las desapariciones de aquellos otros que sí considera sus íntimos enemigos políticos. El puto, en cambio, no puede tener entidad política porque nunca dejará de ser apenas un chancro en el falo del patriarca. Se va con una inyección de penicilina social, mientras que el enemigo que toma las armas es en todo caso su contracara prostática y debe desaparecer como respetable doble para que no le arrebate el territorio heredado o robado.

Expedientes X

108 son los homosexuales atrapados en la Gran Redada de Asunción, después del asesinato de un caballero de buen nombre y parecer pero intimidad indecible, quemado con nafta. En Argentina tenemos nuestra propia efeméride fundante: el llamado “escándalo de los cadetes del Colegio Militar”; el año señalado es 1942 y la memoria jurídico militar quiso esconderlo en expedientes secretos, por tratarse de chicos de buena estirpe que mantenían sexo clandestino con otros finos manflores, pero que no obstante, a causa de fotografías, testimonios y prensa amarilla, trascendieron a la sociedad de entonces, al punto de que los muchachitos dejaron de pasearse en uniforme militar para que los probados heterosexuales populares no los humillasen con el epíteto de puto.

Carbone nos cuenta que, en Paraguay, 108 es sinónimo de homosexual o, simplemente, degenerado. Decir ciento ocho es tan insultante que se evita el número en los colectivos o en las casas. “Degeneración tan peligrosa para la seguridad nacional que, años después, precisamente en 1985, aún trataba de ser codificada a través de un formulario –el “Sistema D-2”– emitido por el Departamento de Inteligencia del Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas”, donde se marcan, según la Comisión de Verdad y Justicia, estos tópicos: Adictos al sexo opuesto (sí, no, mucho); inclinaciones sexuales (pederasta activo, pederasta pasivo, degenerado).

Pero 108 también es percibido como una rebelión contra el sistema político heterosexual y patriarcal. Aquel desfile callejero (dicen que orgulloso) de hombres que ni siquiera merecían ser ritualmente sacrificados al modo de un respetado héroe revolucionario –pero que sin embargo constituían cuerpos de delito disponibles para la violencia de cualquiera– es considerado hoy por las organizaciones sociales “como el primer hito de lucha y resistencia lgtbi registrado formalmente en Paragay”. Otra efeméride.

Efeméride de un odio legendario, como aquella historia nunca del todo comprobada que da cuenta de cientos de locas echadas en Chile al mar de Antofagasta por el dictador Ibáñez en la década del cincuenta; como esa otra narración de la barbarie cometida en la Cuba de los años sesenta –los célebres campos concentracionarios de homosexuales llamados las UMAPs–: los países latinoamericanos, incluso la del nuevo orden socialista cubano, han hallado en nuestra exposición, encierro y asesinato un orden social y político primigenio. Porque nosotros los putos somos testimonios de la imposibilidad del Todo: somos un exceso, una fuga y como tal, nunca del todo asimilables, aunque los tiempos neoliberales hayan modificado la percepción de nuestra subjetividad. Los archivos de nuestra memoria continental deben ser hospitalarios con el recuerdo de tantos martirios, más aún ahora que el concepto de homosexualidad ha sido desalojado del salón de los males sociales para poder ser traducido a la lengua de la asimilación.