Sylvia Plath, quien se convertiría en una de las poetas más importantes del siglo XX y escribiría una única y famosísima novela, La campana de cristal, enteramente basada en su paso por el Barbizon, también se vio atrapada por el tire y afloje de la década del cincuenta. En la novela, documentó la ambivalencia de las promesas de la época: “Entonces empecé a pensar que cuando te casabas y tenías hijos, era como si te lavaran el cerebro y después deambulabas atontada como un esclavo en algún Estado privado y totalitario”. Pero en la primavera de 1953, Sylvia estaba concentrada en la ventana de oportunidad que tenía una joven como ella y no en cuán corta sería finalmente, incluso para las más bellas, ambiciosas y talentosas. Sylvia no había terminado la universidad y su reputación ya la precedía. Estaba en boca de todo el mundo: la jovencita que se convertiría en escritora, con su corte carré, su cabellera rubia y brillante, y su gran predilección por las fiestas.

Sylvia Plath cursaba el tercer año en el Smith College de Massachusetts y, dado que ya estaba en camino de convertirse en la escritora que planeaba ser, fue inevitable que se presentara al programa de editora invitada de la revista Mademoiselle. En abril, la editora del Consejo Universitario de Mademoiselle fue a ver a las postulantes del Smith College y Sylvia le escribió con tristeza a su madre que, mientras tomaba el té, vio cómo sus chances se alejaban porque se había dado cuenta de que las otras participantes tenían talentos “tremendos”. Pero, aun así, no pudo evitar el sarcasmo: estaba segura, escribió, de que alguna de las otras chicas ganaría porque, a diferencia de ella, “todavía ninguna había ganado premios”. Sylvia, claro, tenía un cajón lleno de reconocimientos y ningún inconveniente en decirlo. Acababa de ganar el Premio de Ficción del Mademoiselle College (500 dólares, que no eran un vuelto entonces) y también había vendido tres poemas al Harper’s Magazine por cien dólares. No permitió que la visita de la editora del Consejo Universitario de Mademoiselle la afectara: estaba decidida a disfrutar de la vida y se lo tomaba con la misma determinación con que encaraba su poesía. Un estudiante de medicina justo le había propuesto hacer un viaje relámpago de fin de semana a Nueva York, otro estudiante de Yale la había invitado a un baile de primavera justo el fin de semana posterior a ese.

Ese fin de semana en Nueva York con el estudiante de medicina resultó ser la quintaesencia de la experiencia de Manhattan circa 1953. Sylvia llegó a la estación Grand Central con su amiga Carol, a quien le habían armado su propia cita. Los cuatro se dirigieron inmediatamente a cenar a La Petite Maison, donde Sylvia quedó deslumbrada por los manteles, los mozos franceses y sobre todo la comida (pues amaba la comida tanto como la ropa); de hecho, esa noche probó ostras por primera vez.

Así que cuando llegó el codiciado telegrama de la directora de Mademoiselle, Betsy Talbot Blackwell, en el que le comunicaba que, en efecto, era una de las ganadoras del programa de editora invitada, Sylvia ya había probado un magnífico bocado de lo que estaba por venir. Después de recibir todos los requisitos de Mademoiselle, sus formularios, listas e instrucciones, le escribió a su madre contándole que se quedaría en el Barbizon “con una tarifa reducida de 15 dólares por semana”.

“Nunca antes me alojé en un hotel”, escribió. Sylvia preparó todas las prendas que le indicaron que tenía que llevar a Nueva York, incluido un traje de baño, un vestido elegante y “prendas oscuras y cancheras ‘que se verían muy bien tanto a las 5 p.m. como a las 9 a.m.’”. De hecho, Mademoiselle había sido incluso más específica: les advirtieron (como si hubieran sabido de antemano de la ola de calor sin precedentes que hubo en el verano de 1953) que “Nueva York puede ser muy calurosa en junio”. Para gestionar la combinación diaria der trabajo de oficina, almuerzos y salidas para ver a varios fabricantes, les recomendaban “ropa oscura de algodón, nailon, shantungs, sedas o trajes livianos, prendas frescas y preferentemente oscuras, y no olvidarse los sombreros”.

Sylvia tenía 20 años, era rubia, medía 1. 75 m y pesaba unos ajustados 62 kilos. Llegó al Barbizon el domingo 31 de mayo y se quedó allí hasta el 26 de junio. La campana de cristal, publicada diez años después, es un relato casi literal de su vida en Nueva York en junio de 1953. En la novela el Barbizon aparece como el Amazon, ella misma es la protagonista Esther Greenwood y redujo (y combinó) en doce a las diecinueve editoras invitadas.

Sylvia se la pasaba haciendo cuentas y, mientras se preparaba para viajar al programa de Mademoiselle y al Barbizon, calculó que había gastado más en ropa durante ese, su tercer año en la universidad, de lo que había necesitado para todos sus gastos en el primer año. Pero tanto la madre como su hija entendían el potencial de Nueva York. El padre de Sylvia, un profesor, había muerto cuando ella era pequeña sin dejar un seguro de vida que las cubriera y su madre, con la ayuda de sus parientes, mantenía la casa a flote, incluso con el tren de vida que Sylvia y su hermano Warren, quien acababa de recibir una beca para estudiar en Harvard, esperaban tener. Pero el dinero era una constante fuente de estrés y las cartas que Sylvia escribía a casa se pueden leer como el registro de un contador. Los gastos en ropa eran justificados, le dijo Sylvia a su madre, y se lo decía a sí misma, porque el programa de editora invitada era una rarísima oportunidad para saltarse unos peldaños de la escala profesional en su ascenso hacia la cima. Asimismo, como explicaba (combinando su ambición con su devoción por las compras), “siempre he querido probar ‘tanto los trabajos como los vestidos y decidir cuál me calza mejor’, y ahora tengo la oportunidad de ver cómo es vivir en la Gran Ciudad”.

SYLVIA PLATH HACIA 1958

UN CUENTO DE HADAS

Ese verano de 1953, Nueva York parecía que iba a ser un cuento de hadas. Sylvia, emocionada por su hermano, ahora un estudiante de Harvard, y por ella misma, una editora invitada de Mademoiselle, una “Millie”, le escribió: “Ser una de las veinte ganadoras para pasar este mes en Nueva York es una oportunidad soñada. Me siento como una Cenicienta universitaria cuya hada madrina saltó de pronto del buzón del correo y le dijo: “Rápido ¿cuál es tu primer deseo?”, y yo, Cenicienta, respondí: ‘Nueva York’, y ella pestañeó, movió su varita mágica y dijo: ‘Deseo cumplido’”. El cuento de hadas continuó tranquilizadoramente en la estación Gran Central. Sylvia había viajado desde la casa de su madre en Wellesley, Massachusetts, con Laurie Totten, otra ganadora del concurso quien, de casualidad, vivía solo a dos cuadras de Sylvia. Pero en sus cartas, Sylvia estaba viviendo la fantasía sola. Cuando bajó del tren la ayudaron, a ella, “dos encantadores y musculosos miembros del ejército estadounidense. Y ella fue guiada “a través de la agresiva multitud” por los dos hombres uniformados”. Fueron ellos también quienes la acompañaron en el taxi hasta el Barbizon, donde la dejaron, a ella y a su equipaje, en la recepción.

Sylvia miró a su alrededor y decidió que el Barbizon era “una exquisitez –vestíbulo verde, carpintería de un pálido color café con leche-“. Una vez registrada, Laurie y ella tomaron el ascensor hasta el piso 15, donde todas las participantes, salvo dos, se hospedarían durante las primeras cuatro semanas. Sylvia estaba encantada con su “adorable habitación individual” con una “alfombra que cubría todo el piso, paredes pintadas de beige claro, acolchado verde oscuro con estampas de rosas y volados, cortinas haciendo juego, un escritorio, un secreter, un armario y una bacha esmaltada que salía, conveniente, como un hongo desde la pared”, muy útil para lavar los guantes blancos y la ropa interior. Como Molly Brown dos décadas antes, Sylvia estaba enloquecida con la “radio empotrada, el teléfono al lado de la cama ¡y la vista!”. Podía ver jardines y callejones, el tren elevado de la Tercera Avenida, el edificio nuevo de las Naciones Unidas e incluso un pedacito del Eats River. Pero no era tanto la vista como lo que significaba, ya que cuando Sylvia se sentaba allí noche tras noche para hacer horas extra cargada con mucho más trabajo del que las otras chicas tenían –una interpretación perversamente literal del “deseo” de ser Cenicienta, la hermana sobrecargada que hace todo el trabajo mientras las demás pasean por la ciudad-, debajo, al menos, estaban las mágicas luces y bocinas neoyorkinas.

Pero aquella primera noche en el Barbizon, las editoras invitadas se reunieron para conocerse y comenzar a formar vínculos con el ritmo acelerado que la experiencia demandaba. Sylvia halló a las demás “sugerentes”, cuatro de las cuales eran tan despampanantes que “podrían ser modelos en París” (y, claro, su compañera Janet Wagner, aunque accidentalmente, se convertiría en modelo al finalizar el mes), y a todas las otras vivaces e inteligentes, incluida la mormona del grupo. Todas se sentaron en la habitación de Grace McLeod, la 1506 que, al ser la más luminosa, se convertiría en la sala no oficial del grupo durante ese mes.

Las habitaciones miraban a Lexington Avenue o a la Calle 63 o a los callejones de los lados este y sur del edificio. Nadie sabía cómo se habían asignado, pero las más afortunadas tenían las mejores vistas, mejor luz, o ambas. En el medio del piso 15 estaban los baños compartidos, que eran insuficientes; dos con bañera e inodoro y otros dos, más grandes, con una ducha y dos puestos con inodoros. Teniendo en cuenta la obsesión de Sylvia por hacer interminables baños de inmersión, tuvo suerte de que su habitación estuviera cerca de las bañaderas, ya que las chicas del otro lado del piso, la mayoría de las veces se vieron obligadas a arreglárselas con las duchas. Eran, en total, veinte: diecinueve eran solteras. Una estaba casada, tenía un hijo pequeño y viajaba a diario desde el Bronx. Margaret “Peggy” Affleck, era la otra que no se hospedaba en el Barbizon. La iglesia mormona no se lo permitía, así que tenía que tomar el autobús ida y vuelta desde la misión al Barbizon y la revista.

Mientras conversaban, evaluándose las unas a las otras, la geografía estaba en la cabeza de todas. En la década del cincuenta, los viajes aéreos eran caros y todavía una rareza, y hasta que no fueron invitadas a Nueva York por Mademoiselle, la mayoría de las del oeste y el sur jamás habían pisado Nueva York. En el imaginario nacional era sabido que la Costa Este era el polo intelectual mientras que el resto del país era un páramo. La editora invitada Dinny Lain, quien se convertiría en la escritora Diane Johnson, autora de Divorcio a la francesa y otras novelas exitosísimas, era entonces una estudiante der segundo año en una Universidad de Missouri. Había crecido a la vera del Misisipi y nunca había viajado a ningún lado, mucho menos a Nueva York. Los hoteles eran lugares en los que solo cenaba en ocasiones especiales y, al igual que Sylvia, nunca se había alojado en uno. Sin embargo, Sylvia, la chica de Smith oriunda de Wellesley, Massachusetts, tenía un estatus mucho más alto: era de la costa Este y Dinny, del páramo.

De todas formas, la geografía podía inventarse y el Barbizon fue un lugar potente para que las jóvenes se reinventaran. Les ofreció la posibilidad de imaginar una vida alternativa, aunque fuera tan breve como el alquiler de la habitación. Una joven que había abandonado el Wellesley College para ir a Nueva York y convertirse en escritora, observó: “Es el lugar al que vas cuando dejás algo –la universidad, tu familia, tu vida previa-. Y es perfecto para eso, siempre y cuando no te quedes demasiado”.

LA CAMPANA DE CRISTAL

Para finales de junio, Sylvia pudo sentir que algo se había dado vuelta en su interior, que Nueva York la había cambiado, pero no de la manera que esperaba. Necesitaría tiempo para procesar lo que había visto, oído, sentido y experimentado, y también todo lo que no había vivido, aunque lo deseara con desesperación. Una semana antes de irse de Nueva York le confesó a su hermano en una carta: “No he pensado en quién soy o de dónde vengo durante estos días. El calor es abominable en NYC. La humedad aplastante. He aprendido mucho aquí: el mundo se ha abierto frente a mis ojos embobados y ha derramado sus entrañas como una sandía partida. Creo que hasta que no pueda meditar en paz la cantidad de cosas que he aprendido y visto no podré comprender todo lo que me ha ocurrido este último mes”. Y no se trataba solo del drama en el trabajo o en el Barbizon; es muy probable que parte de lo que pasó haya sido un abuso sexual o, al menos, un intento de abuso sexual. Justo el día antes de escribirle a su hermano, había ido a una fiesta en un club de campo en Forest Hills donde conoció a un peruano, José Antonio La Vias. Su agenda muestra que volvió con él a su departamento en el East Side de Manhattan. En otro lugar anotó que él fue “cruel”. Janet Wagner, quien estaba esa noche en la fiesta con Sylvia, tiene un recuerdo completamente diferente: su cita doble fue con dos brasileños y fue Janet quien tuvo que defenderse de un descarado abuso sexual a plena luz del día destrozándole los dientes postizos al atacante. Según ella, un asistente editorial enviado por Mademoiselle que las había seguido fue quien las rescató en su auto convertible y las dejó en el Barbizon, donde ellas corrieron alegres, exhaustas y riéndose del afortunado escape.

Pero es difícil descartar la primera versión, si se la lee junto a La campana de cristal. En la novela, Esther, la protagonista y alter ego de Sylvia, está en un club de campo suburbano en Forest Hills cuando es abusada, casi violada, por Marco, un peruano rico amigo del disc jockey (cuyo nombre, en lugar del real Art Ford, con quien salía Carol LeVarn, es el ficticio Lenny Sherped). El abuso está potenciado por una misoginia explosiva desde el principio: Marco aprieta sus brazos tan fuerte y le deja un moretón, que luego le muestra con placer.

Ya sea que Sylvia haya sufrido o no un abuso sexual, su tiempo en Nueva York la dejó fuera de sí, desconcertada de una manera inquietante para alguien que se la pasaba planificando su vida. Sylvia le resumió su mes en Nueva york a su hermano de la manera siguiente: “He estado muy estática, terriblemente deprimida, conmocionada, eufórica, iluminada y enervada”. Le dijo que, después de escribirle, planeaba bajar a la piscina del Barbizon y luego al solárium, en un débil intento urbano de replicar uno de sus lugares favoritos: la playa.

En una famosa escena de La campana de cristal, Esther arroja su ropa desde el techo del Amazon su última noche en el hotel (la noche siguiente al abuso de Marco en el club de campo). Pero en la “vida real” en el Barbizon, la escena de Sylvia vaciando su guardarropas hacia la Lexington Avenue fue menos poética. Igual que aquella primera noche, las editoras también se juntaron en la habitación de Grace a las 9 p.m. : era su cumpleaños y había champagne, vino, un resto de licor y torta. Habían planeado hacer una ronda de limericks para las editoras de Mademoiselle como forma de despedida divertida para el día siguiente, pero el plan se evaporó con el fluir del alcohol. Para sorpresa y diversión de todas, Neva contó una historia de sus tiempos en la fábrica de enlatados sobre una chica de pelo oscuro y pollera muy corta que se prostituía en el estacionamiento y usaba duchas de Coca Cola como método anticonceptivo. Las demás se paraban frente a la máquina expendedora para contar cuántas Cocas Colas habían sido compradas esa noche. A veces, eran como doce.

En este estado de embriaguez, Sylvia y su mejor amiga, Carol, tomaron el ascensor hasta el techo con los brazos llenos de la ropa de Sylvia y frenaron a Neva para preguntarle si quería algo. Neva dijo que no, pensando que Sylvia necesitaría su ropa tanto como ella y sin tener idea de cuál era el plan. Sylvia y Carol se encogieron de hombros, apretaron el botón del ascensor y caminaron hacia el techo. Había una brisa tenue y un cielo oscuro, el sol se había puesto hacía horas. Sylvia sacó algunas prendas de la pila que había acumulado con tanto cuidado y esfuerzo, y las tiró, una a una, desde el techo del Barbizon. Ni las cartas de Sylvia, ni los recuerdos de las otras editoras invitadas, ni La campana de cristal ofrecen una explicación satisfactoria, pero el gesto puede leerse de muchas maneras: fanfarronería, romanticismo, resignación, locura.

Sylvia regresaría a la casad de su madre en Wellesley, Massachusetts, usando una pollera verde de dril y una blusa de campesina blanca con ojales que le prestó Janet Wagner. A cambio, Sylvia le dio su última prenda: su bata a rayas verdes. En su valija, en lugar de ropa, Sylvia llevó paltas y un par de lentes de sol de plástico que tenían la forma de dos estrellas de mar. Se había purgado, o eso creía.

Un mes antes, mientras se preparaba para la aventura de su vida en el Barbizon y Mademoiselle, a Sylvia le entusiasmaba la idea de dejar el Smith College, de experimentar como nunca. Entendía que lo que necesitaba para su escritura era salir al mundo: “Más que nada, ahora me doy cuenta de que tengo que vivir y trabajar con gente, en vez de estar atrapada para siempre en este maravilloso ambiente académico donde todas las chicas tienen la misma edad, y el mismo rango de estrés y de problemas. Mis experiencias este verano han probado ser de lo más versátiles como fuente para mis relatos”. Pero “el mundo real” había demostrado ser más de lo que Sylvia podía manejar y sus fantasías de cuento de hadas debieron haberle parecido grotescamente inocentes cuando terminó junio.

Dos semanas después de dejar el Barbizon, el 15 de julio, Sylvia bajó las escaleras de la casa de su madre con las piernas desnudas. Su madre vio que las heridas de sus piernas no estaban ni frescas ni cicatrizadas. Estaba claro que su hija se había hecho eso a sí misma. Sylvia le suplicó a su madre: quería que ambas se murieran ahí mismo inmediatamente porque “¡el mundo está tan podrido!”. A las dos horas, Sylvia fue ingresada en un psiquiátrico y, para finales de julio de 1953, comenzaron a hacerle un tratamiento con electroshock de la manera más cruda y cruel posible, sin anestesia, de modo que cada shock reverberaba en todo su cuerpo partiéndola, tal como creía que había hecho Nueva York. En los días que siguieron, Sylvia le escribió a Peggy Affleck, la mormona de la cohorte de editoras invitadas. Quería conocer la visión mormona de la vida después de la muerte, una apuesta a una vida paralela para el alma después de que el cuerpo físico hubiera desaparecido.

 

Hacia finales de agosto, de regreso en casa, Sylvia abrió un pastillero de metal de su madre, sacó cincuenta pastillas para dormir, escribió una nota en la que decía que daría una larga caminata y no volvería por el resto del día o hasta el día siguiente, y gateó hasta un lugar debajo de la casa con las pastillas y un vaso de agua para ayudarse a tragarlas. Lo que ocurrió después ocupó las planas de todos los diarios del país: una búsqueda nacional de la chica de Smith, la escritora talentosa, la estrella de Mademoiselle. Su hermana finalmente la encontró debajo de la casa, todavía con vida a pesar de las pastillas que había tragado. Fue el primer intento de suicidio de Sylvia. Había vuelto de Nueva York convertida en otra persona, solo que no de la manera que había imaginado. Por un lado, Sylvia se adornó con todo el privilegio asociado a su particular estilo de vida; por el otro, lo desechó tirando sus posesiones más preciadas desde lo alto del Barbizon. Nada estuvo jamás a la altura de sus expectativas; nada fue nunca tan bueno como debería haber sido; la perfección que ella deseaba fue, de hecho, el cuento de hadas.