Nicolo Filippo Rosso tiene 36 años. Vive de a ratos en Colombia, de a ratos en Centroamérica y de a ratos en México y Estados Unidos. Desde 2018 recorre las rutas migratorias del continente, entre Venezuela y Colombia y entre América Central, México y Estados Unidos, para documentar el desplazamiento de cientos de miles de personas en busca de vidas mejores. La salida de venezolanos y venezolanas por la crisis socioeconómica y la de hondureños y hondureñas a causa de las secuelas de los huracanes, la inestabilidad política y la violencia fueron dos de los hitos que más registró con su cámara. En cuatros años fue testigo de historias de desarraigo, pérdidas y separaciones. Algunas de esas fotografías integran su proyecto Exodus.

Rosso brinda esta entrevista desde Chile, donde fotografió a venezolanos que viven en las calles de Santiago y a quienes cruzan la frontera con Bolivia en Colchane, a cuatro mil metros de altura. Allí documentó una ruta extrema por la que pasan migrantes venezolanos, colombianos y bolivianos que entran y salen para comprar y vender. Dice que hay muchos que entran y muchos que salen. Que ese es el nudo de las migraciones en el continente: “no hay realmente un destino”.

¿Hace cuánto te dedicás a la fotografía y, específicamente, a fotografiar la migración?

Llevo casi diez años con la fotografía pero se impuso como un instrumento de observación y trabajo en 2016. Estudié Literatura en Italia y después comencé a viajar por Colombia, México y Centroamérica sin una dirección definida, tomando fotos pero sin contar historias. Lo que me atraía mucho de este continente era la aventura, la sensación de libertad que con el tiempo dejó espacio a otro tipo de miradas. En 2011 comencé a relacionarme mucho con comunidades indígenas colombianas y me fui a vivir a una de ellas, en la región del Putumayo, donde todavía tengo mi base. Ahí empecé a darme cuenta de manera más concreta de las problemáticas del continente, de ciertos desequilibrios sociales y políticos que son muy parecidos en todos los países y empecé a tomar fotos. Mi impulso principal es la búsqueda de lo estético, se vuelve algo muy necesario para mí. Pero no puedo satisfacerlo si tomo fotos de cosas triviales, la estética tiene que estar puesta al servicio de un mensaje.

Decís que los problemas del continente son similares en todos los países. ¿A qué te referís?

A la pérdida de culturas ancestrales, el saber que guardan y la importancia de preservarlo. Y después a la explotación de las multinacionales, a la minería, la corrupción. Conociendo diferentes países y lo que sucedía empecé a darme cuenta de ciertas dinámicas y la fotografía se volvió una manera de contar. Ya no se trataba de registrar lo que yo hacía sino de construir historias con una mirada más estructurada: investigar, explorar. En 2016 empecé una investigación sobre el carbón, en Colombia, donde la explotación minera genera malnutrición y niveles muy altos de mortalidad infantil. A partir de ahí empecé a relacionarme con ciertos pilares de la profesión: cómo portarse frente a alguien que está sufriendo mucho, qué hacer con las fotos para que el trabajo pueda contribuir en algo. Para mí la fotografía no puede quedar en estética, por eso trato de hacer mi trabajo visualmente impactante pero con un propósito, no lo hago buscando la estética solo por el goce sino buscando que esté al servicio de un mensaje, que ver ciertas fotos produzca un choque e impulse algún tipo de reacción. La estética es importante: el trabajo tiene que ser tan bueno que la historia que cuenta no pueda ser ignorada.

¿Y por qué la migración? ¿Qué es lo que hace que lleves cuatro años fotografiando los desplazamientos en Latinoamérica y que tu vida, al menos la profesional, pase por ahí?

Es mi vida entera porque ahora ni siquiera tengo una casa. Hasta el 2020 alquilaba en Bogotá y me mantenía entre el Putumayo, esta comunidad donde había vivido, y Bogotá. Después empezó la pandemia y como no estaba seguro de que iba a tener trabajo tenía miedo de no poder pagar el alquiler. Entonces dejé mi casa en Bogotá, volví al Putumayo y desde ese entonces no he vuelto a tener una casa porque prácticamente me mantengo viajando de un trabajo a otro. Empecé a fotografiar la migración por encargos, pero eran muy cortos y me frustraba no dedicarle tiempo a las personas o no terminar de entender qué sucedía. De pronto tenía una foto que iba más allá de lo literal y otras que estaban bien pero no me quitaban la sed. Fue esa frustración la que me obligó a volver a esos lugares, a pasar más tiempo y recorrer más rutas sin darme cuenta, realmente, de que estaba empezado a construir este proyecto tan grande [Exodus].

¿Cuándo surgió esa idea y comenzaste a trabajar para desarrollar esa serie?

Me di cuenta de que se trataba de un único proyecto el año pasado. En enero fui a Centroamérica porque obtuve una beca para documentar las consecuencias de los huracanes Eta e Iota. Estaba en Honduras cuando se armó una caravana de migrantes. La seguí por mucho tiempo. Luego se dispersó por confrontaciones con las autoridades pero pequeños grupos se siguieron moviendo por Centroamérica, por México y viajé siete meses con ellos hasta Texas. Un día estaba fotografiando a un grupo de migrantes que cruzaba el Río Bravo. Pensé que se trataba de centroamericanos pero cuando estuvieron cerca escuché que hablaban con acento venezolano. Entonces me di cuenta de que esas eran las personas que había empezado a fotografiar en 2018, en Colombia, que no pudieron encontrar condiciones aptas para empezar una nueva vida allí y tuvieron que seguir caminando. Su camino se había mezclado con el de los centroamericanos, con el de los mexicanos. En ese preciso instante me di cuenta de que todas las historias que estaba contando formaban parte de una única narración. Estoy tratando, poco a poco, de mapear todas las rutas de esta migración. Este es un continente caracterizado por la movilidad en todas las direcciones porque no hay un destino fijo. Cada vez que las personas llegan a un lugar encuentran condiciones de las que tienen que huir. Eso alimenta ese círculo de desplazamientos y pobreza que causa la migración y la perpetúa.

Desde que empezaste a fotografiar la migración ¿qué es lo que más viste en las fronteras latinoamericanas y qué es lo que más te impactó?

La inseguridad de las fronteras y rutas migratorias que, junto con la pobreza, hace que las personas sean extremadamente vulnerables. Lo que más me impacta es eso, la vulnerabilidad de las personas que observo, la precariedad de la vida del migrante. Y también ciertas reflexiones que son inevitables sobre el futuro de los niños que están allí, porque muchos nacen en movimiento o viven las primeras etapas de su vida en un entorno expuesto a una violencia o a una precariedad constante y estas primeras experiencias van a ser muy determinantes. A veces percibo que padres muy jóvenes, en sus 20, consideran que sus vidas ya no tienen remedio pero buscan mejorar las de sus hijos. Eso me sorprende porque tienen 23, 25 años… Algo que también me impactó mucho fue ver que al darse cuenta de que las cosas no cambian, incluso después de caminar mucho tiempo, seguir caminando es una manera de decirse que están haciendo algo para mejorar su condición cuando, quizás, en lo profundo de su corazón saben que no va a ser así.

¿Sabés si tus fotos impulsaron alguna acción para intentar cambiar algo de esta realidad o actuar frente a una situación específica?

Sí, y descubrí que hay otros caminos que puede tomar la fotografía que son más directos. Cuando empecé el trabajo del carbón, en Colombia, no sabía qué hacer frente a eso porque yo no tengo los instrumentos económicos para apoyar a las personas. Y me preguntaba cómo actuar porque es muy naíf pensar que en seis meses iba a publicar esas fotos y que esa publicación podía impulsar un cambio. Entonces comencé enviando las fotos a organizaciones, instituciones políticas colombianas y una contestó y se hizo cargo de algunos de los casos que estaba fotografiando de gente que se iba a morir. Ahí sentí que si bien todavía no se habían publicado, las fotos ya estaban generando algo. Con el tiempo empecé a trabajar con organizaciones no gubernamentales, con organizaciones internacionales y muchas veces trato de que ellos vean esas imágenes: “Chicos, fui allá, vi esto. ¿Hay algo que podamos hacer por estas personas?”. A veces se puede. Por ejemplo, fotografié un campamento de migrantes venezolanos en la Guajira y en 2020 me llamó una muchacha de Acción Contra el Hambre Colombia para decirme que ellos trabajan en la región pero no habían visto esos lugares. Los reuní con personas de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), visitaron el campamento y finalmente iniciaron un proyecto con brigadas de salud y alfabetización para los niños de allí. Cosas como esas son las que me mantienen activo.

¿Cuáles son tus próximos proyectos?

He documentado mucho las rutas y algunas de las causas y consecuencias de la migración pero quiero ir más a fondo: explicar por qué las personas huyen. Documentar la violencia en Centroamérica y también el difícil proceso de integración en los Estados Unidos para quienes logran llegar. Mientras, voy a seguir explorando las rutas que todavía no he explorado.