El 27 de julio de 1966 veía la luz el primer disco de Los Gatos Salvajes. El conjunto rosarino, integrado por Félix Francisco “Litto” Nebbia en voz, Juan Ciro Fogliatta en órgano, Juan Carlos “Chango” Pueblas en guitarra, Guillermo Romero en bajo y José “Tito” Adjaiye en batería, llevaba editados tres simples y un EP en los que ofrecían piezas de Chuck Berry, The Animals, The Beatles y The Everly Brothers junto a composiciones originales. Todos los temas, a contramano del mandato de época que imponía para el rock el canto en inglés, eran interpretados en castellano. El larga duración, una mixtura de música beat, baladas y rhythm and blues, contenía doce canciones de las cuales nueve habían sido escritas por el vocalista de apenas dieciocho años. Tres meses antes de la edición, los muchachos habían concluido su contrato con el programa televisivo Escala Musical. El acuerdo les aseguraba un sueldo fijo, alojamiento y comida a cambio de una apretada agenda de presentaciones radiales, en la pantalla chica y en clubes de Capital Federal y Gran Buenos Aires. El fin de convenio, por la quiebra de aquel coloso del entretenimiento, puso al quinteto ante un panorama sombrío.

La reducción de trabajo (en los últimos ocho meses de 1966 el grupo había realizado treinta y dos actuaciones, un número bajo comparado con las veintinueve llevadas a cabo solo en noviembre del año anterior) asestó un duro golpe al de por sí modesto estándar de vida de los pibes. El dinero ganado no siempre alcanzaba para procurarse alimentos. Los músicos, entonces, dependían de la caridad ajena y de los víveres que sus familiares enviaban desde Rosario. La angustiante situación impulsó el regreso de Romero a su ciudad natal. El alejamiento coincidió con la llegada del productor Fabián Ross, quien paradójicamente sugirió como nuevo bajista a un guitarrista: Alfredo Toth era integrante de Los Teddy Boys, agrupación del barrio de La Boca que hacía temas propios en inglés y recreaba piezas de los chicos de Liverpool y The Rolling Stones. “Los Gatos Salvajes eran mis ídolos. Los veía todos los domingos por televisión. Cuando Ross me convocó quedé anonado y, aunque no sabía tocar el bajo, acepté de inmediato”, recuerda hoy Toth. Su impericia con las cuatro cuerdas quedó atrás luego de unas lecciones dadas por el mismo Nebbia.

La flamante alineación hizo su debut discográfico con una impetuosa relectura de “You baby”, de The Turtles, aparecida en un simple de otro artista manejado por Ross: Johnny Tedesco. En enero de 1967, también por gestión de Ross, el conjunto tocó en Asunción, República del Paraguay. “Llegamos al aeropuerto y había tres mil personas esperándonos a los gritos”, describe Fogliatta. Las escenas de histeria, similares a las que The Beatles despertaban a su paso, se trasladaron a las afueras del lujoso Hotel Guaraní donde el grupo fue hospedado. La incursión en el país hermano incluyó actuaciones radiales y un concierto en el club Sol de América para diez mil espectadores. “Con apenas dieciocho años estaba frente a una multitud. No lo podía creer, me sentía en el cielo”, dice Toth. De regreso a Buenos Aires, y ante la falta de trabajo, Los Gatos Salvajes se separaron. Sin embargo, la experiencia paraguaya dejó una enseñanza. “Sirvió para comprobar que nuestra propuesta era buena y podía llegarle a la gente”, reflexiona el tecladista.

De la adoración guaraní el grupo pasó sin escalas a la incertidumbre porteña. Adjaiye volvió a sus pagos, Pueblas retomó su trabajo como operador en Teléfonos del Estado y Toth, en casa de sus padres, quedó a la espera de un nuevo llamado. Litto y Ciro, al contrario de sus pares rosarinos, continuaron con la idea de armar una banda. “La educación transmitida por mis padres, que eran músicos, no incluía otra opción que no fuera seguir adelante con el propósito marcado por la vocación”, afirma Nebbia. Decididos a no claudicar en sus ideales, pero con la necesidad de sobrevivir, comenzaron a trabajar para otros colegas. Fogliatta fue tecladista del cantante Nicky Jones durante una gira por la Patagonia. “Los shows constaban de tres entradas de cuarenta y cinco minutos”, relata Ciro. “La exigencia era muy alta, pero gracias a ese trabajo pude comprarme la funda para mi órgano Farfisa”. Nebbia, por su parte, aportó siete de las doce canciones de Johnny, disco de Johnny Tedesco. En ese álbum (donde también participaron Fogliatta y Toth) tocó la guitarra, hizo coros y se acopló a la orquesta de Horacio Malvicino.                                                     

Con vistas a los carnavales de 1967, Fogliatta fue convocado para armar la banda de acompañamiento de Sam & Dan. El dúo integrado por Samuel Malnatti y Daniel Etcheverry, inspirado en la estética de británicos como Chad & Jeremy o Peter and Gordon, interpretaba covers y tenía publicado un simple con una minimalista versión del “Paint it, black” stoniano. Por esos días, el tecladista recibió un llamado a su hogar porteño, el Hotel Santa Rosa. Del otro lado de la línea estaba el rosarino Héctor “Cavalén” Pisano, amigo y guitarrista de Los Vampiros, quien le anunciaba su intención de pasar aquella celebración en Buenos Aires. La excursión a “La Reina del Plata” la haría junto al baterista de la agrupación: Oscar Moro. De inmediato, Fogliatta los alistó para el combo que estaba gestando. El siguiente incorporado fue Gaetano “Kay” Galifi, quien también había tocado en Los Vampiros y ya por entonces compartía el mismo techo junto a Ciro y Litto. “Kay era un guitarrista muy fino, al estilo George Harrison, y Moro sacudía los parches como nadie”, sostiene el pianista. Los shows de carnaval aportaron cierta tranquilidad económica dentro de un panorama laboral aún inquietante.

En marzo de 1967, Fogliatta recibió una propuesta tentadora: sumarse al conjunto de Sandro. “El Gitano”, por entonces en franco ascenso, se encaminaba a obtener su primer impacto popular con “Quiero llenarme de ti” que saldría en octubre de ese año. Para Ciro, aceptar dicha oferta significaba poner fin a sus penurias económicas. Sin embargo, la respuesta fue negativa. “Dije que no porque quería armar mi propio proyecto y ese era el momento para hacerlo”, explica sin melancolía. Resuelto a concretar su idea, convocó a Toth, Galifi y Moro (quien luego de los carnavales se quedó a vivir en Buenos Aires) a una sala de ensayo ubicada en Callao 11. “Tengo aún en mis retinas la imagen de Oscar, parado en la puerta del lugar esperándonos, vestido con su ‘traje de madera’”, comenta el bajista. “Le pusimos ese nombre porque la tela era gruesísima, parecía una alfombra”, añade risueño. Los dos primeros ensayos fueron en formato de cuarteto. Al tercero se sumó Nebbia. “Entró a la sala y nos abrazó, uno por uno, a todos”, recuerda Fogliatta con emoción. Los pertinaces rosarinos volvían al ruedo.

Construir una balsa

Mientras el quinteto tomaba forma, Litto conseguía un trabajo estable. Los jueves se sumaba como bajista (suplantando a Carlos Villalba, futuro integrante de Alma y Vida) al combo que animaba las veladas de La Cueva, reducto aglutinador de jazzeros y rockeros. Al tiempo, el resto de los músicos decidieron tomarse el mismo día de descanso y el rosarino organizó los reemplazos convocando a Fogliatta, Galifi y Moro. Toth no fue de la partida pues, al ser menor de edad, terminaba detenido por la policía en las habituales redadas en el local. Cuando aquel conjunto aceptó otra propuesta laboral, el compromiso semanal se tornó diario. “Tocábamos, de lunes a lunes, desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada prácticamente sin parar”, rememora Nebbia. Las jornadas resultaban tan agotadoras como productivas. “Era una buena ejercitación porque teníamos que aprender mucho repertorio, improvisar y zapar”, concede el compositor. “En La Cueva no se cantaba por falta de micrófonos, pero esa carencia – asegura Fogliatta– sirvió para acostumbrarme a hacer melodías con el teclado.” El pago diario recibido les alcanzaba para una comida y una noche de hotel.

En ese sótano, ubicado en la Avenida Pueyrredón 1723 empezaron a relacionarse con sus asiduos concurrentes. Entre ellos, músicos y poetas como Mauricio “Moris” Birabent, Javier Martínez, Alberto “Pipo” Lernoud, Alberto Ramón García (cuyo mote era Pajarito Zaguri) y José Alberto Iglesias, apodado “Tanguito”, quien ya había publicado dos simples al frente de un grupo más cercano a Ramón “Palito” Ortega que a Elvis Presley: Los Dukes. A las cuatro de la madrugada, cuando La Cueva cerraba sus puertas, la cofradía de creadores enfilaba a pie hacia La Perla. El bar, enclavado en la intersección de las avenidas Rivadavia y Jujuy, estaba abierto las veinticuatro horas y era el lugar elegido por los estudiantes de Filosofía y Letras para preparar sus materias. Los “cueveros” juntaban un par de mesas al fondo del local y comenzaban una tertulia que alternaba lectura de poemas, debates existencialistas y guitarreadas donde los compositores interpretaban sus piezas. “Alguien mostraba una canción y otro le sugería una frase o arreglo. El intercambio era solidario y exento de egos. Pura hermandad”, certifica Toth.

Por aquellos días, Tanguito solía entonar una oración de manera casi obsesiva. “Caminábamos por la ciudad y él, guitarra en mano, cantaba: ‘estoy muy solo y triste en este mundo de mierda’. Reiteraba ese fragmento, tocado en mi mayor y fa sostenido mayor, miles de veces y ahí se quedaba. Entonces lo miraba y, riéndome, le decía: ‘¡cortala de una vez!”, cuenta Fogliatta. Una madrugada, el trovador de Caseros le enseñó a Nebbia el enunciado que lo tenía atrapado. “Cuando me mostró la frase tomé la guitarra y, de un saque, escribí el tema completo en letra y música”, relata el rosarino. Sobre la rítmica de la bossa nova, Litto desplegó unos versos que en forma alegórica hablaban sobre alcanzar la libertad. Una de las estrofas contenía un vocablo usado por esa primera generación de rockeros locales: “naufragar”. Dicha expresión se refería al hábito de deambular, casi sin dormir, entre bares y plazas. La dupla concibió la pieza en el baño de La Perla, donde podía tocar sin molestar a los clientes. El alumbramiento de “La Balsa” ocurrió ante la sola presencia de sus autores. “No había absolutamente nadie más allí”, confirma Nebbia.

Horacio Martínez, otro de los entrañables personajes de La Cueva, se convirtió en representante del quinteto. Uno de sus primeros logros fue conseguirle un trabajo en la discoteca Happening, ubicada en Barrio Norte. En ese lugar “reconcheto” según Toth, el grupo alternaba reversiones de éxitos del rock anglosajón con material propio que había sido pulido en ensayos realizados en el sótano de la Avenida Pueyrredón. Con la banda afiatada, “El Gordo” se lanzó tras un contrato discográfico con el sello donde habían surgido Los Gatos Salvajes. “La compañía Music Hall se mostró interesada en nosotros, pero no estaba dispuesta a hacer demasiados esfuerzos para difundirnos. Entonces, no hubo acuerdo”, dice Fogliatta. El tesón de Martínez, finalmente, logró que el conjunto obtuviera una prueba con la filial local de la poderosa RCA Víctor. Los Gatos (rebautizados con la omisión de “salvajes” para evitar posible problemas contractuales) estaban a las puertas de la historia. 

En el otoño de 1967 (algunas fuentes mencionan el 27 de abril y otras el 19 de junio como la fecha en cuestión), en los Estudios TNT, el combo realizó su audición. En apenas unas pocas tomas (“a lo sumo tres por canción”, asegura el bajista) quedaron registradas “El rey lloró”, “Madre escúchame”, “La Balsa” y “Ayer nomás”. Las dos primeras eran composiciones de Nebbia, la tercera de autoría compartida y la cuarta pertenecía a Moris y Pipo Lernoud. Esta última, por presión de la discográfica, sufrió una sustancial modificación en la letra. El cantante, con la anuencia de sus autores, transformó esa obra de carácter testimonial en una madura reflexión sobre un amor perdido. En la misma jornada, según Fogliatta, también se plasmó un tema de Pajarito Zaguri: “Quiero ser libre”. La banda, teniendo a un compositor prolífico como Litto, mostró una enorme generosidad al grabar en semejante instancia creaciones de otros intérpretes. “Desde siempre, mi ánimo ha sido el de compartir posibilidades entre el ambiente. Tenía la idea de que si lográbamos meternos en un sello, podríamos luego presentar a los otros muchachos”, explica Nebbia.

El 3 de julio de 1967, la compañía (bajo el subsello Vik) lanzó un simple con dos de aquellas piezas: “La Balsa”, en el lado A, y “Ayer nomás” en la faz B. “La elección de las canciones, y su ubicación en las caras del vinilo, fueron decisiones del productor Mario Osmar Pizzurno”, reconoce Fogliatta. Durante los siguientes tres meses, el trabajo pasó inadvertido. La escasa difusión que recibía era producto de la perseverancia del quinteto. “Visitábamos a los operadores de las radios y, junto a una botella de whisky o una caja de cigarrillos, le dejábamos el disco. Si en la programación tenían un bache de cinco minutos, lo ponían al aire”, cuenta Ciro. Cuando “La Balsa” comenzó a tener cierta repercusión, el sello decidió promocionarla. La publicidad impulsó las ventas de la placa e incrementó las oportunidades laborales del conjunto. “Un día, Martínez entró a nuestra habitación del hotel y, eufórico, nos dijo: ‘¡muchachos, este fin de semana tenemos cinco shows!’”, rememora el tecladista. “A partir de ese momento no paramos más”.  

El 11 de noviembre de 1967 apareció el epónimo álbum debut de Los Gatos. El vinilo, además de los temas del simple, contenía otras perlas de Nebbia. La conmovedora “Madre escúchame” se entremezclaba con los aires psicodélicos de “El Rey lloró”, la impronta bolerística de “Lo olvidarás” y el irresistible aroma a bossa nova de “Qué piensas de mí”. En abril de 1968, “La Balsa” llevaba vendidas 70.000 placas y la revista Pinap se refería a Litto como “un pequeño Lennon nacional”. El rosarino, cortésmente, desechaba la comparación. “Tuve la suerte de recibir una buena educación. Nunca me creí más de lo que soy”, sostiene hoy el compositor. La creación de Nebbia y Ramsés (seudónimo elegido por Tanguito a la hora de registrarla) no detuvo su marcha y, al tiempo, llegó a las 250.000 unidades expendidas. “El sello tenía un salón de escucha con unos parlantes enormes. Cuando alcanzamos esa cifra, Pizzurno puso ‘La Balsa’ al mango y, micrófono en mano, anunció la noticia a los gritos”, cuenta Fogliatta. “Para él, que apostó por nosotros, también fue una victoria”, reflexiona.             

Gatos para todos

El triunfo de “La Balsa” convirtió a Los Gatos en el grupo más popular del país. Los ecos de esa repercusión se extendieron a toda Latinoamérica. El descomunal suceso de la canción tornó vetustas las propuestas de los conjuntos vernáculos que cantaban en inglés, e impulsó a una nueva camada de creadores a escribir sus propios temas en castellano. Los sellos, por su parte, empezaron a publicar trabajos de solistas y bandas emergentes. A lo largo de 1968 (además del segundo elepé del quinteto) aparecerían los simples debuts de Tanguito, Los Abuelos de la Nada, Almendra y Manal. “Aunque en ese momento no lo teníamos del todo claro, éramos conscientes de que si nos iba bien comenzaba a cambiar el panorama de la música joven argentina”, comenta Nebbia. “El efecto multiplicador desencadenado en la escena local fue, salvando las distancias, parecido al generado por The Beatles a nivel mundial”, aporta Fogliatta. El rock argentino (rótulo inexistente por entonces, pues se hablaba de “música beat”) iniciaba un largo y fructífero camino de la mano de su primer hit.

Pocas son las piezas que ostentan el privilegio de parir un movimiento musical (tanto “Mi noche triste” para el tango – canción como “Chega de Saudade” respecto a la bossa nova forman parte de ese selecto círculo) y “La Balsa” es una de ellas. La composición de Nebbia y Tanguito trascendió ampliamente su tiempo. ¿Cuál es el secreto de su vitalidad imperecedera?. “Tiene la frescura y el encanto de algo que nace a través de una ilusión. De expresarse, como adolescente, en un tiempo demasiado bravo”, responde Litto. “Además posee la originalidad del quinteto para la época, expresada en mi manera de cantar y otros detalles”, agrega. “La entrada secuencial de la guitarra, el bajo y la batería, más el teclado haciendo acordes de bossa, provocan una alquimia especial. Es el formato del rock inglés, pero con impronta sudamericana”, define Fogliatta. “Durante aquellas noches de ‘naufragio’, entre bares y plazas, se intercambiaba amor. Lo sentías, era real”, testimonia Toth. “‘La Balsa’ emergió de ese tiempo como un canto a la libertad”.