¿Qué hace icónico a un personaje femenino? ¿Qué provoca que no podamos sacarle los ojos de encima cuando entra en escena, que sigamos hablando de ella después de que el telón se cierra, la serie concluye o el libro se termina?

En lo que a nosotras respecta, las maricas tenemos debilidad por los personajes poderosos, apasionados y tildados de dementes por la normalidad censuradora de sus entornos. Pienso en Cersei Lannister, en la alegría que nos dio cuando voló el septo. Pienso en cómo seguimos buscando destellos de Daenerys Targaryen en las protagonistas de la actual House of the Dragon; en cómo Sansa Stark no nos cautivó hasta que apareció esa sombra de ambición y locura en su mirada. Y estos son ejemplos de una sola ficción.

Blanche en Un tranvía llamado Deseo, Gatúbela en Batman vuelve, todos los personajes de Jessica Lange en American Horror Story. Paquita Salas, Paulina de la Mora, el personaje de Érica Rivas en Relatos salvajes. Mujeres empujadas (algunas literalmente) hacia los bordes, donde encuentran su potencia y arremeten de nuevo. Independientemente de cómo terminen (a nuestros íconos los elude el happy ending) o de cuánto duren sus recorridos en pantalla (algunas se consagran con una sola mirada, una frase), estos personajes femeninos arden con tanta fuerza que, después de deslumbrarnos, perduran en nuestro interior como un deseo irrefrenable de ser ellas.

Por supuesto, no podemos encontrarlas en cualquier formato. A veces, la iconicidad de un personaje literario no salta exitosamente del papel a la pantalla. En otras ocasiones, puede detectarse menos en el texto que lo origina que en sus adaptaciones hiperestéticas. Este último es el caso de Lucy, la vampira que todas queremos ser.

 

La encantadora señorita Lucy

En Drácula, la novela epistolar de 1897, Bram Stoker nos presenta a Lucy Westenra, la mejor amiga de su heroína Mina Murray. Lucy es una joven que destaca por su candidez y su belleza. Esas cualidades la transforman en objeto de deseo de tres solteros: el Dr. Seward, un nerd perturbado y torpe; Quincey Morris, un chongazo norteamericano que va a todos lados con su cuchillote, y lord Arthur Holmwood, el ricachón inglés que termina ganando la mano de Lucy justamente por ser ricachón e inglés. Drácula drena progresivamente la vida de Lucy hasta que, eventualmente, esa vida se acaba. Es entonces cuando aparece la oscuridad que nos atrae. Porque Lucy, en su versión vampiro, tiene una avidez que la desborda. No se trata solamente de la sed, sino de una calentura que la saca del sepulcro como a nosotras la nuestra nos saca de yire. Eso apura a los chupacirios que, liderados por el profesor Van Helsing, quieren aplacar la avidez de Lucy para que descanse en paz y recupere “su lugar entre los ángeles”.

Historia de un ícono

Drácula es una de las ficciones con más transposiciones al cine y al teatro. Incluso continúan apareciendo series por streaming y cómics basados en la novela de Stoker. En Argentina, además del musical de Pepe Cibrián y Ángel Mahler, hubo una adaptación televisiva que, en 1999, puso a Carlín Calvo en los zapatos del conde (en YouTube hay un compilado de escenas que puede provocar mucha risa o un ataque de cringe).

Las adaptaciones fueron alejándose del original en varios aspectos. Uno de los más salientes es el de la relación entre Mina y Drácula. En la novela, el vampiro se ensaña con la prometida de Jonathan Harker para vengarse de este. Sin embargo, en la imaginación popular alimentada por el cine, Mina es la reencarnación del gran amor del conde. Esta idea encuentra su expresión más acabada en la película de 1992, Bram Stoker’s Dracula de Francis Ford Coppola, y se asienta como un efecto de la química entre Gary Oldman y Winona Ryder.

Con el personaje de Lucy ocurre algo similar. A través del tiempo, la mejor amiga de Mina adquiere diferentes roles e incluso llega a suplantar a la heroína de Stoker en algunas adaptaciones en blanco y negro. Pero las versiones en color ya nos presentan su lado más oscuro. Para llegar a la Lucy icónica hizo falta un cúmulo de cosas: la calentura del público masivo, el criterio estético de Coppola y el magnetismo de Sadie Frost.

 

Tu esclava seré

En la película de 1992, Lucy es ya una joven lasciva mucho antes de la primera mordida del vampiro. A la versión de Sadie Frost (una actriz que tuvo su cúspide con este personaje y después se diluyó, tristemente, en la desmemoria de Hollywood) le calienta ser disputada por los tres chongos que, más que casarse con ella, quieren coger con ella. Esta Lucy, incluso, ni siquiera es enteramente heterosexual (¿puede un vampiro serlo?). El erotismo de la Westenra se desborda sobre Mina igual que la lluvia que las moja en la escena inolvidable del beso lésbico.

Es probable que la sombra de Sadie Frost se haya tendido sobre las actrices que interpretaron a Lucy después de 1992, incluso sobre las que dieron vida al personaje en el musical argentino. Después de las versiones de Paola Krum (en 1991 y 1993, muy correctas las dos), las actrices que entonaron “Tu esclava seré”, acaso la mejor canción del teatro musical porteño, fueron dando ligeros pasos hacia la degeneración de la diosa vampiro.

Actualmente, Lucy brilla (como un cuchillo) en la piel de Josefina Scaglione. La actriz de 35 años, oriunda de Rosario, es consciente de lo que su personaje nos provoca. “Lucy es un ícono LGBT+ porque tiene mucho juego, mucha sensualidad, mucho sexo. Y sobre todo, tiene mucho morbo”, dice la Scaglione. “Al principio, entendemos de inmediato que en ella hay algo oculto, algo tapado. Cuando finalmente se libera (en este caso, cuando es poseída por Drácula), tiene una salida del clóset descomunal. La vemos arrasada por el deseo, queriendo ser poseída otra vez”.

Esta es quizás la clave de la iconicidad de Lucy: cuando canta “Tu esclava seré”, la suya no es una sumisión pasiva. Todo lo contrario: Lucy elige la sumisión como en una especie de pacto BDSM. Josefina está de acuerdo: “¡Amo eso! Y es muy palpable lo que pasa con el público cuando Lucy sale a escena tan pasada de deseo. Mirás a la platea y te das cuenta de que hay algunes que se la quieren comer, otres que quieren ser ella”.

La posesión de Josefina

“Lucy es el gran hito de mi carrera”, afirma la Scaglione. El brillo de sus ojos es más que elocuente. “Llega a mí en un momento clave: aparece post-pandemia, post-maternidad, post-todo. Antes de eso, el abanico de matices que pude desplegar en los musicales fue muy corto. Me eligieron siempre para hacer personajes prístinos, angelicales y heroicos (María en West Side Story, Wendy en Peter Pan, incluso Mina en la puesta de 2016 de Drácula). Las amo porque todas ellas me constituyen, pero yo, la verdad, soy bastante oscura. Lucy me permite mostrar esa oscuridad, canalizar todo mi fuego y mi locura”. En entrevistas anteriores, Josefina afirmó que nunca salió a escena tan prendida fuego como con Lucy en Drácula.

“Siento que es algo que me hacía falta a mí, pero también le estaba haciendo falta al público que me tenía de alguna forma encasillada. Lo que hago con Lucy me empuja hacia los bordes, me tira permanentemente hacia el abismo, algo que como artista me interesa mucho. ¡Me excita y excita al público!”. Las ovaciones que recibió sostenidamente en el Luna Park, a principios de este año, fueron coronadas con el galardón que Josefina recibió como “Mejor actriz de reparto” en los Premios Hugo 2022. “Lucy le pone un broche de oro a mi recorrido por el teatro musical. Hoy no estoy dispuesta a hacer más musicales, a menos que aparezca algo tan excitante como Lucy. Quiero salir a escena y seguir prendiéndome fuego”.

Historia de otro ícono

Estas definiciones resultan especialmente llamativas si tenemos en cuenta el recorrido de Josefina por la escena internacional. “Ese recorrido aparece para darme aplomo y potencia en lo que sea que quiera hacer, ya sea salir a cantar las canciones que escribo, hacer una peli o, bueno, subirme al escenario como Lucy. A veces, la gente se sorprende cuando afirmo que mi consagración llegó con este personaje. Me miran como diciendo ‘¡pero si vos hiciste setecientas funciones en Broadway!’. Obviamente, si me pongo a hacer historia, debo decir que el primer gran hito de mi carrera fue María en West Side Story”.

El hecho de haber encabezado un suceso en Broadway es tan impresionante como el desembarco mismo de Josefina en Nueva York. “Yo estaba acá haciendo Hairspray, que fue mi primer paso a la Calle Corrientes. Paralelamente, había grabado un video para YouTube, tarareando ‘Libertango’ de Astor Piazzolla. Ese video fue el que llevó a Arthur Lawrence, autor de West Side Story, a ofrecerme un vuelo de un día para el otro. Quería cerciorarse de que yo era la del video, de que podía cantar verdaderamente así. En ese momento, con solo veinte años, entré en una suerte de piloto automático, no era plenamente consciente de lo que estaba pasando”.

“Te digo más: una semana antes de irme, audicioné para el papel de Christine en El fantasma de la ópera, que iba a hacerse acá por primera vez. Cuando estoy allá con el rol de María ya confirmado, me llaman para contarme que quedé elegida para ser Christine. Me preguntaron qué iba a hacer y les respondí que me quedaba en Broadway, pero el corazón se me rompió un poco, porque mi sueño en ese momento era hacer El fantasma de la ópera. Es increíble cómo se dio todo junto”.

Al mirar atrás, sin embargo, Josefina se detiene en eventos más cercanos. “Es que mi paso por el teatro independiente, por el teatro de texto, es tanto o más fundante que Broadway en sí. Hice mi primera obra de texto acá, en el Espacio Callejón, con dirección de Sebastián Irigo. Ahora estoy nuevamente en ese espacio con un texto de Laura Oliva, dirigida por Javier Daulte. Yo lo veo, en suma, como un recorrido de postas: el protagónico en Broadway, hacer cine con Brendan Fraser, el teatro de texto, mis canciones originales y finalmente Lucy. Una cosa llevó a la otra, fueron bisagras para mí. Lucy es el hito definitivo”.

¿La Lucy definitiva?

Josefina asegura que no vio lo que hicieron las actrices que interpretaron a Lucy en el musical antes de ella. “Me pareció importante mantener la premisa de que cada Lucy sea especial. Creo que es uno de los personajes que más cambió de puesta en puesta, si no el que más. Lo interesante es que con el tiempo se fue enloqueciendo, fue degenerándose. Hay un contexto que permite esa degeneración. Y mi Lucy, en particular, es muy física. Dejo que mi cuerpo fluya, me retuerzo, giro, hago un puente hacia atrás como en El exorcista”. La entrega física es tanta que, en ocasiones, Josefina termina las escenas con un temblor muy evidente en todo su cuerpo. “Quiero que la gente vea la posesión de Lucy y, cuando estoy en eso, me pasa algo que es muy difícil de explicar. Un poco pierdo el control”.

Doble ícono

“Yo también me postulo como ícono LGBT+”, se entusiasma la Scaglione. “Me siento muy cómoda con el desparpajo marica. Tengo algo de Moria en ese sentido, me siento un puto más. Cuando estoy con las locas, soy yo pero potenciada. Hay entre nosotres un entendimiento instantáneo, algo del lenguaje que nos une”.

Con una sonrisa, agrega: “Todo el tiempo me preguntan si no pienso en irme de nuevo a otro país. Yo sé que las puertas al exterior están abiertas pero no las quiero cruzar, salvo para ir y volver. Siempre volver. Mi casa es Buenos Aires. Acá las cosas pasan con una fluidez que no se da en otros lados. Por ejemplo, esto: vos y yo conversando después de una sesión de fotos que fue divertidísima, en el estudio de un fotógrafo como Seba Freire, que te abre la puerta con tanta frescura y naturalidad, esto, te juro, en otro lado no pasa. Por eso elijo Buenos Aires”.

 

Josefina Scaglione se despide de Drácula, el musical la próxima semana. Podremos reencontrarnos con su Lucy en las funciones del 6 al 8 de octubre en el Movistar Arena (Humboldt 450, CABA).