Zew, los mundos que se encuentran               7 puntos

Argentina, 2022

Dirección y guion: Irene Kuten

Duración: 71 minutos

Música: Federico Mizrahi

Estreno exclusivamente en cine Gaumont, todos los días a las 18.45.

“Estoy aprendiendo magia para contarles historias a mis nietos, porque los trucos de magia te permiten contar historias”, dice Zew. A punto de cumplir 80, tiene un montón de historias para contar. Como el hecho de haber nacido en la isla de Rodas, cuando sus padres, huyendo del nazismo, estaban en viaje de Polonia a Palestina. De haberse criado en un campo de prisioneros en Italia y haber viajado después por toda Europa con ellos, en busca de un lugar donde instalarse. Como para tantos emigrantes europeos, ese lugar se llamó Buenos Aires. Zew ayudaba al padre en un negocio de telas en el Once cuando llegó un vendedor de libros con los 22 tomos de las Obras completas de Freud, en la traducción de López Ballesteros. Zew se fascinó, estudió Medicina, se especializó en Psiquiatría… Hoy recuerda, porque “el olvido es la desvitalización”. Y si algo tiene Zew (José, en Argentina) es una vitalidad como de 20 años: no se dedica solo a recordar, sino a vivir el presente con intensidad.

Pero Zew no es el único inmigrante que aparece en el documental que lleva su nombre, y que narra, a través de su historia y la de otros migrantes venidos de lejos, una parte fundamental de la historia Argentina en el siglo XX. En Zew, la película (no sabemos si fue así “en realidad”, o si fue montado ad hoc), José cruza su camino con un tintorero japonés, un grupo de inmigrantes egipcios (en Italia), el dueño de un restorán de comida rusa y su peluquero uruguayo. Todos están agradecidos a un país de puertas abiertas. Y cerradas, a veces: colateralmente se filtra la mención a un amigo que en 1976 debió exilarse. Zew es también una historia de generaciones: la película está dirigida por la hija de José, y la nieta construye, a lo largo de ella, maquetas alusivas a la historia de los abuelos (la abuela tiene un rol algo más acotado; un poco más de participación no hubiera estado mal) y, sobre un mapa, los trayectos del abuelo y los bisabuelos a través de Europa, durante la guerra y después. Junto a sus hermanos asisten además, encantados, a la sesión de magia final de José, que hace salir previsiblemente de su galera una bandada de mariposas animadas.

En la cita inicial, José Saramago habla del peso que el emigrante lleva sobre sus espaldas. Zew sin embargo parece no cargar con ningún peso, y tal vez tampoco suceda eso con los otros inmigrantes que aparecen en la película (al menos el japonés, el ruso y el uruguayo, ya que de los egipcios no sabemos nada). A pesar de las dificultades (el campo de prisioneros, con una dirección asombrosamente “liberal”, en el que pasó dos años de pequeño; la sucesión de viajes con sus padres; la integración al nuevo país sin saber una palabra del idioma), Zew dice haber tenido “una serie de gratificaciones”. Y se le cree, basta verlo y oírlo. Hay un plano metafórico que, como toda buena metáfora cinematográfica, no se percibe como tal. Zew llega a su casa, descorre las cortinas, se acerca a mirar por la ventana y la luz entra a chorros. José, el luminoso.

Con un guion estructurado con claridad (sea previo o posterior al rodaje, ambas cosas seguramente) y un montaje fluido, la realizadora Irene Kuten incluye, además de las maquetas que va armando su hija a partir de la historia de los abuelos, fragmentos de animación muy “animados”, con perdón por la redundancia. Acompañados de una banda de sonido de Federico Mizrahi que también fusiona tradiciones musicales diversas (violín, clarinete y bandoneón), esos fragmentos son lúdicos y livianos, por más que cuenten una historia que podría haber dado para rasgarse las vestiduras. Imponen sobre la película un tono de cuento infantil, acorde no solo con el momento vital que narran sino, tal vez también, con los cuentos que a Zew le gusta contar a sus nietos. Y con el propio carácter de José, que al borde de los 80 parece conservar la misma curiosidad, la misma sed de aventura, con las que puso un pie en Buenos Aires, cuando tenía solo siete años.